Su voz se apagó.
—A Arrthurr nunca se le ha dado bien rrelacionarrse con la gente —explicó Doreen.
—Y lo peor es tener que ir constantemente con traje de etiqueta.-añadió el conde. Miró de soslayo a Doreen—. Estoy seguro de que no es obligatorio.
—Es muy imporrtante conserrvarr las forrmas —replicó Doreen.
Doreen, además de su acento vampírico de quita y pon, había decidido complementar el traje de etiqueta de Arthur con lo que ella consideraba apropiado para una vampira: traje negro ceñidísimo, pelo largo y oscuro cortado en pico de viuda, y maquillaje muy pálido. La naturaleza la había diseñado para ser menuda y regordeta, con el pelo rizado y la complexión vigorosa. Los síntomas del conflicto estaban a la vista.
—Debí quedarme en aquel ataúd —suspiró Arthur.
—Ah, no, no —le reprochó el señor Shoe—. Eso es optar por la salida fácil. El movimiento necesita de gente como tú, Arthur. Tenemos que dar ejemplo a los demás. Recuerda nuestro lema.
—¿Qué lema en concreto, Reg? —preguntó Lupine con cansancio—. Tenemos tantos…
—«No muerto, sí, ¡no persona, no!» —declamó Reg.
—Mira, tiene buenas intenciones —comentó Lupine, cuando hubo terminado la reunión.
Windle y él iban caminando a la luz grisácea del amanecer. Los Noserastu se habían marchado antes para llegar a casa antes de que saliera el sol y aumentaran con él los problemas de Arthur, y el señor Shoe se había marchado, según dijo, a dar un mitin.
—Va al cementerio que hay detrás del Templo de los Dioses Menores, y se pone a gritar —le explicó Lupine—. Lo llama «despertar las conciencias», pero tengo la sensación de que ni él mismo se lo cree demasiado.
—¿Quién había debajo de la silla? —quiso saber Windle.
—Ah, ése era Schleppel —dijo el joven—. Creemos que es un hombre del saco.
—¿Hay hombres del saco no-muertos?
—No nos lo quiere decir.
—¿Es que nunca lo habéis visto? Creía que los hombres del saco se escondían debajo de cualquier cosa y…, y bueno, luego saltaban sobre la gente.
—A él se le da bien la primera parte, lo de esconderse. Pero me parece que no le hace mucha gracia lo de saltar —respondió Lupine.
Windle meditó unos instantes sobre aquello. Un hombre del saco con agorafobia era lo que faltaba para completar el cuadro.
—Qué cosas —dijo vagamente.
—La verdad es que sólo vamos al club por complacer a Reg —siguió Lupine—. Doreen dice que, si no lo hiciéramos, le romperíamos el corazón. ¿Sabes qué es lo peor?
—Estoy preparado para oírlo —suspiró Windle.
—A veces se trae una guitarra y nos hace cantar canciones como «Las calles de Ankh-Morpork» y «No nos moverán».[17] Es espantoso.
—No canta bien, ¿eh?
—¿Cantar? Lo de cantar es lo de menos. ¿Has visto alguna vez a un zombi intentando tocar la guitarra? Lo que más vergüenza da es ayudarlo a encontrar los dedos cuando acaba. —Lupine suspiró—. Por cierto, la hermana Drull es un espíritu necrófago. Si te ofrece algún pastelito de carne, no se lo aceptes.
Windle recordó a una anciana sigilosa, insignificante, que lucía un informe vestido gris.
—Oh, cielos —se espantó—. ¿Quieres decir que los hace de carne humana?
—¿Qué? No, qué va. Lo que pasa es que es una cocinera pésima.
—Oh.
—Y el hermano Ixolite es probablemente el único banshee del mundo con problemas de dicción. Así que, en vez de sentarse en los tejados y aullar cuando alguien va a morir, le escribe una nota y se la pasa por debajo de la puerta…
Windle recordó el rostro demacrado, triste.
—A mí también me dio una.
—Es que tratamos de animarlo para que recupere la autoestima —le explicó Lupine—. Es muy tímido.
De pronto, su brazo salió disparado para empujar a Windle contra una pared.
—¡Silencio!
—¿Qué pasa?
Las orejas de Lupine se estremecían. Sus fosas nasales vibraban. Hizo un gesto a Windle para indicarle que permaneciera donde estaba, y después el lobo hombre se deslizó en silencio absoluto por el callejón, hasta llegar al lugar donde se cruzaba con otro, aún más estrecho y siniestro. Se detuvo allí un instante. Después lanzó una mano peluda al otro lado de la esquina.
Se oyó un gemido. La mano de Lupine volvió a su lugar, arrastrando a un hombre que se debatía. Los enormes músculos cubiertos de vello se movieron bajo la camisa desgarrada de Lupine cuando levantó al hombre hasta la altura de sus colmillos.
—Estabas acechando para atacarnos, ¿eh? —dijo el joven.
—¿Quién, yo?
—Te he olido —explicó Lupine con tranquilidad.
—Nunca se me habría…
Lupine suspiró.
—Los lobos no hacen este tipo de cosas, ¿sabes? —le dijo.
El hombre se balanceó.
—Ya me imagino —gimió.
—Los combates siempre son cara a cara, colmillo contra colmillo, garra contra garra —insistió el joven—. Nunca verás a un lobo escondido entre las rocas, dispuesto a atacar a un tejón que pase por allí.
—¿Me sueltas?
—¿Quieres que te arranque la garganta? —El hombre miró fijamente los ojos amarillos. Calculó sus posibilidades en un enfrentamiento contra un hombre de dos diez con unos dientes como aquellos.
—¿Puedo elegir? —preguntó.
—Este amigo mío —siguió Lupine, al tiempo que hacía un gesto en dirección a Windle— es un zombi…
—Bueno, no sé si soy exactamente un zombi, creo que para eso hay que comer no sé qué clase de raíz y un pescado raro…
—… y ya sabes lo que hacen los zombis con la gente, ¿verdad?
El hombre intentó asentir, aunque tenía el puño de Lupine justo bajo el cuello.
—Siggg —consiguió decir.
—Bueno, pues ahora te va a mirar bien para acordarse de tu cara, y si alguna vez vuelve a verte…
—Oye, un momento… —murmuró Windle.
—…irá a por ti. ¿Verdad, Windle?
—¿Eh? Ah, claro. Exacto. Como un rayo —respondió él, nada satisfecho—. Venga, ahora lárgate corriendo, sé buen chico, ¿vale?
—Vaggglegg —trató de asentir el aspirante a atracador. Estaba pensando: ¡Sugs ogjos! ¡Cogmo taglagdros!
Lupine lo soltó. El hombre cayó contra los guijarros del suelo, lanzó una última mirada aterrada a Windle y huyó como si le fuera la vida en ello.
—Eh…, ¿qué hacen los zombis con la gente? —preguntó Windle—. Supongo que será mejor que lo sepa.
—Oh, cogen a cualquiera y lo hacen trizas como si fuera de papel —explicó el joven.
—¿Sí? Vaya —asintió Windle.
Siguieron caminando en silencio. ¿Por qué yo?, iba pensando Windle. Todos los días mueren en esta ciudad cientos de personas. Y me apuesto lo que sea a que no tienen tantos problemas. Se limitan a cerrar los ojos y, cuando despiertan, son otra persona, o están en una especie de paraíso, o quizá en una especie de infierno. O iban a celebrar festines en el hogar de los dioses, cosa que nunca le había parecido una perspectiva demasiado buena: los dioses estaban muy bien a su manera, pero no eran la clase de gente con la que querría comer una persona honrada. Los budistas yen pensaban que, sencillamente, te volvías muy rico. Algunas religiones klatchianas afirmaban que ibas a un hermoso jardín lleno de jovencitas, cosa que tampoco parece muy religiosa…
Windle se descubrió a sí mismo preguntándose qué habría que hacer para solicitar la nacionalidad klatchiana después de muerto.
Y, en ese momento, los guijarros del suelo se alzaron contra él.
Por lo general, esto es una manera poética de dar a entender que alguien se ha caído de bruces. Pero, en este caso concreto, los guijarros se alzaron literalmente contra él. Formaron un surtidor que giró silenciosamente en el aire sobre el callejón durante unos instantes. Luego cayeron como piedras.
Windle se los quedó mirando. Lupine hizo lo mismo.
—Esto no se ve todos los días —dijo al final el lobo hombre—. Creo que es la primera vez que veo volar un montón de piedras.
—Y luego caer como piedras —apuntó Windle.
Dio un golpecito a una con la punta de la bota. Parecía completamente satisfecha con el papel que le había señalado la gravedad.
—Tú eres mago…
—Era mago —lo corrigió Windle.
—Bueno, tú eras mago. ¿Por qué ha pasado eso?
—Creo que, probablemente, se trata de un fenómeno inexplicable —explicó Windle—. Últimamente, no sé por qué, hay muchos. Me gustaría saber la razón.
Dio otro golpecito a la piedra. No parecía tener la menor tendencia a moverse.
—Será mejor que me vaya ya —suspiró Lupine.
—¿Cómo se siente uno al ser un lobo hombre? —quiso saber Windle.
Lupine se encogió de hombros.
—Muy solo —dijo.
—¿Mmm?
—Es que, ¿sabes?, no acabo de encajar en ninguna parte. Cuando soy un lobo, recuerdo lo que era ser un hombre, y viceversa. Es decir…, mira, te explicaré, a veces…, a veces, eso, cuando tengo forma de lobo, voy corriendo por las colinas… en invierno, ya sabes, cuando hay luna creciente en el cielo, una capa de nieve sobre la tierra, y las colinas parecen infinitas…, y los otros lobos…, bueno, ellos sienten lo que es eso, claro, pero no lo saben, como yo. Es sentir y saber al mismo tiempo. Nadie puede comprender lo que es eso. No hay nadie en el mundo que experimente algo semejante. Ahí está lo malo, en tener la certeza de que nadie más…
Windle se dio cuenta de que se estaba meciendo al borde de un abismo de pesares. Nunca había sabido qué decir en momento como aquél.
Lupine se animó un poco.
—Ya que estamos en eso, ¿cómo se siente uno al ser un zombi?.
—Pasable. No se está del todo mal.
Lupine asintió.
—Bueno, ya nos veremos —dijo.
Se alejó a zancadas.
Las calles empezaban a estar invadidas por la población de Ankh-Morpork, ya que a aquella hora comenzaba el cambio de guardia informal entre los noctámbulos y los partidarios del día. Todos esquivaban a Windle. Nadie tropieza con un zombi si puede evitarlo.
Windle llegó ante las puertas de la Universidad, que ya estaban abiertas, y se dirigió hacia su dormitorio.
Si iba a trasladarse, necesitaría dinero. Había ahorrado bastante a lo largo de los años. ¿Había hecho testamento? En la última década, todo le había parecido bastante confuso. Era posible que sí. ¿Habría estado tan confuso como para legarse todo su dinero a sí mismo? Tenía la esperanza de que así fuera. No se conocía casi ningún caso de alguien que hubiera conseguido impugnar su propio testamento.
Levantó uno de los tablones del suelo, junto al pie de su cama, y sacó una bolsa de monedas. Recordó entonces que había estado ahorrando para la vejez.
También estaba allí su diario. Se acordó de que era un diario para cinco años, con lo que, en el sentido más técnico de la expresión, Windle había malgastado cosa de…, hizo un cálculo rápido…, sí, cosa de tres quintas partes de su dinero.
O, bien pensado, aún más. Al fin y al cabo, no había gran cosa en las páginas. Windle no había hecho nada digno de anotarlo desde hacía muchos años. Y, si lo había hecho, al llegar la noche ya no se acordaba. Allí aparecían sólo las fases de la luna, listas de fiestas religiosas y algún que otro chicle pegado entre las páginas.
Había algo más bajo el tablón del suelo. Rebuscó en el espacio polvoriento, y dio con un par de esferas de superficie pulida. Las sacó y se las quedó mirando, desconcertado. Las sacudió, y vio cómo caían los diminutos copos de nieve. Leyó el cartelito, y advirtió que parecían más letras dibujadas que escritas. Se agachó y recogió un tercer objeto: era una ruedecita de metal torcida. Una simple ruedecita de metal. Y, junto a ella, había una esfera rota.
Windle contempló la colección de objetos.
Sí, cierto, durante los últimos treinta años había sido un poco distraidillo, y a veces se había puesto la ropa interior por encima de la túnica, quizá había babeado y divagado algo, pero… ¿en algún momento se hahía dedicado a coleccionar souvenirs? ¿O ruedecitas?
Se oyó una tosecita detrás de él.
Windle dejó caer los misteriosos objetos en el agujero del suelo y miró a su alrededor. La habitación estaba desierta, pero le pareció ver una sombra detrás de la puerta abierta.
—¿Quién es? —dijo.
—Soy yo, señor Poons —dijo una voz profunda, retumbante, pero muy desconfiada.
Windle frunció el entrecejo, tratando de recordar.
—¿Schleppel? —preguntó.
—Así es.
—¿El hombre del saco?
—Así es.
—¿Detrás de mi puerta?
—Así es.
—¿Por qué?
—Es una puerta muy acogedora.
Windle se dirigió hacia la puerta y la cerró con cautela. Detrás de ella no había nada más que el yeso viejo de la pared, aunque le pareció sentir un tenue movimiento en el aire.
—Ahora estoy debajo de la cama, señor Poons —dijo la voz de Schleppel desde, sí, debajo de la cama—. No le molesta, ¿verdad?