El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—Pero dio resultado —señaló el conferenciante de runas modernas.

—Claro que dio resultado, ¿no te fastidia? —bufó el decano—. También dio resultado en Quirm, y en Sto Lat. Y se habría salido con la suya en Pseudópolis si alguien no lo hubiera reconocido. ¡Se hacía llamar El Increíble Maurice y sus Ratas Domesticadas.

—No sirve de nada intentar cambiar de tema —los interrumpió Ridcully—. Vamos a llevar a cabo el Rito del CuesthiEnte, ¿de acuerdo?

—Invocar a la Muerte —gimió el decano—. Oh, cielos.

—La Muerte no tiene nada de malo —señaló Ridcully—. Es un tipo muy profesional. Alguien tiene que encargarse de ese trabajo, y él lo hace. Así de sencillo. Sabrá qué está pasando.

—Oh, cielos —repitió el decano.

Llegaron junto a la entrada. La señora Cake dio un paso adelante para interponerse en el camino del archicanciller.

Ridcully arqueó las cejas.

El archicanciller no era de esos hombres que se divierten siendo groseros y bruscos con las mujeres. O, para ser más exactos, era grosero y brusco con todo el mundo en general, sin consideraciones de sexo, lo que en cierto modo se podía considerar bastante equitativo. Y, si la siguiente conversación no hubiera tenido lugar entre alguien que escuchaba lo que los demás le decían con varios segundos de antelación, y alguien que no escuchaba lo que los demás le decían en absoluto, todo habría sido muy diferente. O también es posible que no.

La señora Cake empezó con una respuesta.

—¡No soy su querida señora! —le espetó.

—¿Quién es usted, mi querida señora? —preguntó el archicanciller.

—Bueno, es que ésa no es manera de hablar a una persona respetable —replicó la señora Cake.

—No hay necesidad de que nos pongamos nerviosos —dijo Ridcully.

—Oh, rayos, ¿de verdad estoy haciendo eso? —se sobresaltó la señora Cake.

—Oiga, ¿por qué me responde antes de que le diga nada?

—¿Qué? —¿A qué se refiere?

—¿A qué se refiere usted?

—¿Qué?

Se miraron el uno al otro, encajonados en un bucle irrompible de la conversación. Entonces, la señora Cake lo comprendió.

—Ah, ya veo, estoy otra vez haciendo premoniciones prematuras. —Se metió un dedo en la oreja y lo retorció con sonidos húmedos—. Bueeeno, ya está todo bien. Iba diciendo que no hay motivo…

Pero Ridcully ya había tenido suficiente.

—Tesorero —ordenó—, dale a esta mujer una moneda y que vuelva a sus asuntos.

—¿Cómo? —se escandalizó la señora Cake, increíblemente furiosa.

—Este mundo está cada vez peor —dijo Ridcully al decano mientras se alejaban.

—Es la presión y las tensiones de vivir en una gran ciudad —señaló el filósofo equino—. Lo he leído no sé dónde. Afecta mucho a la gente.

Atravesaron la verja por una de las grandes puertas, que el decano cerró ante las narices de la señora Cake.

—Puede que no venga —dijo el filósofo equino cuando cruzaron la sala—. No vino a la fiesta de despedida del pobre Windle.

—Al Rito sí vendrá —replicó Ridcully—. No es una simple invitación, ¡es una orden de búsqueda y captura!

—Ah, qué bien, se encargará la policía —asintió el tesorero.

—Cállate, tesorero.

Había un callejón en cierto lugar de Las Sombras, que era la zona con más callejones en una ciudad llena de callejones. Por él rodó algo pequeño y brillante, que desapareció en la oscuridad. Tras un rato, se escucharon tenues sonidos metálicos.

En el estudio del archicanciller, el ambiente no podía ser mas frío.

Al final, el tesorero se estremeció.

—A lo mejor está ocupado —gimió.

—Cállate —ordenaron todos los magos al unísono.

Desde luego, estaba sucediendo algo. En el interior del octograma mágico de tiza, el suelo se había puesto blanco por la escarcha.

—Nunca había sucedido una cosa semejante —señaló el filósofo equino.

—Es que esto no está bien, lo sabéis de sobras —gruñó el decano—. Tendría que haber unas cuantas velas, y muchos calderos, y cosas hirviendo en crisoles, y un poco de polvo brillante, y algo de humo de colores…

—Para el Rito no hacen falta esas tonterías —replicó Ridcully tajante.

—Puede que al Rito no le hagan falta, pero a mí, sí —murmuro el decano entre dientes—. Llevarlo a cabo sin toda la parafernalia es casi como quitarte toda la ropa para darte un baño.

—Yo me la quito —señaló Ridcully.

—Mmpf. Bueno, cada cual es libre de hacer lo que quiera, claro, pero todavía quedamos algunos a los que nos gusta mantener la dignidad.

—A lo mejor está de vacaciones —sugirió el tesorero.

—Sí, claro —se burló el decano—. Puede que esté en alguna playa. Con unas cuantas bebidas heladas y un sombrerito de paja blanca.

—Un momento, un momento, parece que viene alguien —siseó el filosofo equino.

El tenue perfil de una silueta encapuchada apareció por encima del octograma. La forma parpadeaba constantemente, como si la estuvieran viendo a través de un aire demasiado caliente.

—Es él —susurró el decano.

—No, qué va —replicó el conferenciante de runas modernas—. No es más que una túnica gris…, no hay nada dentro…

Se interrumpió a media frase.

La túnica se dio la vuelta lentamente. Estaba llena, daba la impresión de que alguien o algo la llevaba puesta, pero al mismo tiempo sugería un vacío absoluto, como si fuera una simple forma para algo que careciera de forma propia. La capucha estaba vacía.

La nada miró a los magos durante unos cuantos segundos, y luego se concentró en el archicanciller.

Dijo:¿Quién eres?

Ridcully tragó saliva.

—Eh…, Mustrum Ridcully. Archicanciller.

La capucha asintió. El decano se metió un dedo en la oreja y lo retorció un rato. La túnica no estaba hablando. Ellos no oían nada. Simplemente parecía como si, después, recordaran repentinamente lo que no se acababa de decir, sin saber cómo.

La capucha dijo: ¿Eres un ser superior en este mundo?

Ridcully miró a los demás magos por el rabillo del ojo. El decano lo estaba observando fijamente.

—Bueno…, ya sabes…, sí…, el primero entre los iguales y esas cosas…, sí —consiguió responder.

Le dijeron: Traemos buenas noticias.

—¿Buenas noticias? ¿Buenas noticias? —Ridcully se estremeció ante la mirada sin ojos—. Ah, qué bien. Qué buena noticia.

Le dijeron: La Muerte se ha jubilado.

—Eh… Eso es… toda una noticia —respondió Ridcully, inseguro—… Eh…, ¿cómo? Quiero decir…, ¿cómo…?

Le dijeron: Pedimos disculpas por la reciente suspensión de los servicios.

—¿Suspensión? —gimió el archicanciller, ahora completamente desconcertado— Bueno, eh…, no estoy seguro de que haya habido una…, es decir, claro, el tipo siempre andaba por ahí, pero casi nunca nos parábamos a pensar…

Le dijeron: Ha sido de lo más irregular.

—¿De veras? ¿Sí? Oh, vaya, pues no se deben tolerar las irregularidades —respondió el archicanciller.

Le dijeron: Debe de haber sido terrible.

—Bueno, yo…, es decir…, supongo que nosotros…, no estoy seguro…, ¿tú crees?

Le dijeron: Pero ahora la carga ya no recae sobre vuestros hombros. Regocijaos. Se acabó. Habrá un breve período de transición hasta que se presente un candidato adecuado, y después el servicio se reanudará de forma normal. En el intervalo, nos disculpamos por los inevitables inconvenientes causados por los efectos de la vida supérflua.

La figura parpadeó aún más y empezó a esfumarse.

El archicanciller agitó las manos en gesto desesperado.

—¡Espera! —gritó—. ¡No te puedes ir así, como si tal cosa! ¡Te ordeno que te quedes! ¿Qué servicio? ¿Qué significa todo esto? ¿Quién eres?

La capucha se volvió de nuevo hacia él y dijo: No somos nada.

—¡Eso no sirve de gran cosa! ¿Cómo te llamas?

Somos el olvido.

La figura desapareció.

Los magos se quedaron en silencio. La escarcha del octograma empezó a sublimarse de vuelta al aire.

—Oh, oh —dijo el tesorero.

—¿Un breve período de transición? ¿Así que eso es lo que está pasando? —se preguntó el decano.

El suelo se estremeció.

—Oh, oh —repitió el tesorero.

—Eso no explica por qué todo tiene de repente una vida propia-señaló el filósofo equino.

—Un momento…, un momento —intervino Ridcully—. Si la gente llega al final de su vida, y abandona su cuerpo y todo lo demás pero la Muerte no se los lleva…

—Entonces, eso quiere decir que se están amontonando aquí-terminó el decano.

—Sin tener adónde ir.

—Y no sólo la gente —asintió el filósofo equino—. Debe de ser absolutamente todo. Todo lo que muere.

—El mundo se está llenando de fuerza vital —dijo Ridcully. Los magos hablaban en tono monocorde. Todas las mentes iban varios pasos por delante de la conversación, acercándose vez más al lejano horror de la conclusión.

—Una fuerza vital que no tiene nada que hacer —señaló el conferenciante de runas modernas.

—Fantasmas.

—Actividad sobrenatural.

—Dioses.

—Esperad un momento —intervino el tesorero, que por fin había conseguido coger el ritmo de los acontecimientos—. Eso no tiene por qué preocuparnos. No tenemos nada que temer de los muertos, ¿verdad? Al fin y al cabo, sólo son personas que han muerto. Son gente normal y corriente. Son gente como nosotros.

Los magos meditaron un instante. Se miraron unos a otros. Empezaron a gritar todos a la vez.

Nadie se acordó de lo del candidato adecuado.

La fe es una de las fuerzas orgánicas más poderosas del Multiverso. Puede que no sea capaz de mover montañas, al menos en el sentido literal. Pero puede crear a alguien que sí sea capaz de hacerlo.

La idea que tiene la gente sobre la fe está equivocada de cabo a rabo. Todo el mundo cree que funciona de atrás adelante. Piensan que, en la secuencia de los acontecimientos, primero existe el objeto, y luego nace la fe. En realidad, es exactamente al contrario.

La fe salpica el firmamento como trozos de arcilla que giran en espiral en el torno de un alfarero. Así, por ejemplo, es como fueron creados los dioses. Es evidente que fueron creados por sus propios creyentes, porque un breve resumen de las vidas de la mayor parte de los dioses sugiere que su origen no tiene nada de divino. Tienen tendencia a hacer exactamente el mismo tipo de cosas que harían los hombres si pudieran, sobre todo en los asuntos relativos a las ninfas acuáticas, las lluvias de oro y la exterminación de los enemigos.

La fe también puede crear otras cosas.

Por ejemplo creó a la Muerte. No la muerte, que no es más que un término técnico para definir el estado causado por la ausencia Prolongada de vida, sino a la Muerte, a la personalidad. Evolucionó al mismo tiempo que la vida. En cuanto una cosa viviente fue remotamente consciente de la probabilidad de pasar a ser de repente una cosa no viviente, existió la Muerte. Era la Muerte desde mucho antes de que los humanos pensaran en él como en un «él». En realidad, lo único que hicieron fue proporcionar la forma y toda la parafernalia de la guadaña y la túnica a una personalidad que ya tenía millones de años.

Y, ahora, había desaparecido. Pero la fe no se detiene. La fe sigue teniendo fe. Como el punto focal de la fe había desaparecido estaban brotando nuevos puntos. Aún eran pequeños, y no muy poderosos. Eran las muertes privadas de las diferentes especies, que ya no estaban reunidas, sino particularizadas.

En el arroyo, con sus escamas negras, nadaba la nueva Muerte de las cachipollas efímeras. En los bosques, invisible, una criatura que era sólo ruido, palpitaba la Muerte cortante de los árboles.

En el desierto, una concha oscura y vacía se movía con decisión, a un centímetro por encima del suelo…, era la Muerte de las tortugas.

La Muerte de la humanidad aún no estaba terminada. Los humanos pueden llegar a creer cosas muy complicadas.

Es como la diferencia entre algo hecho a medida y otra cosa encargada al por mayor.

En el callejón, dejaron de brotar los sonidos metálicos.

Entonces, se hizo el silencio. Era ese silencio tan cauteloso de algo que no hace ruido.

Y, por último, se oyó el tenue entrechocar de algo que se alejaba, hasta que desapareció en la distancia.

—No te quedes en la puerta, amigo. No bloquees la entrada. Pasa, pasa.

Windle Poons parpadeó en la penumbra.

Cuando los ojos se le acostumbraron a la semioscuridad, se dio cuenta de que había un semicírculo de sillas en una habitación que, aparte de ellas, no contaba con más mobiliario que una espesa capa de polvo. Todas las sillas estaban ocupadas.

En el centro, en el punto focal del semicírculo, había una pequeña mesa, junto a la cual habían estado sentadas algunas personas. Ahora se dirigían hacia él, con las manos extendidas y amplias sonrisas en los rostros.

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