El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—Vale, vale, de acuerdo. Anda, ve a traerme un jarrón. Uno de los baratos.

Casi todo el mundo intuye, aunque no lo sepa a ciencia cierta, que todo lo que existe tiene asociada una forma espiritual que, tras la muerte, existe durante un corto plazo de tiempo en la grieta que separa el mundo de los vivos del de los muertos. Esto es muy importante.

—No, ése no. Ese perteneció a tu abuela.

Esta supervivencia fantasmal no se prolonga demasiado si no hay una consciencia que mantenga su integridad, pero, dependiendo de para qué lo quieras, ese escaso tiempo puede ser más que suficiente.

—Vale, ése mismo. Nunca me ha gustado el dibujo.

La señora Cake cogió el jarrón naranja con dibujos de peonias color violeta de entre las zarpas de su hija.

—¿Estás todavía ahí, Hombre-Un-Cubo? —preguntó.

te haré lamentar el día en que moriste, llorica de…

—Atrapa esto.

Dejó caer el jarrón contra el horno. El recipiente se hizo añicos.

Un momento más tarde, se oyó un sonido procedente del Otro Lado. Si un espíritu incorpóreo hubiera golpeado a otro espíritu incorpóreo con el fantasma de un jarrón, habría sonado exactamente así.

bien —dijo la voz de Hombre-Un-Cubo—, y no os olvidéis de que puedo tener más de éstos cuando quiera, ¿entendido?

Las Cake, madre y peluda hija, se hicieron un gesto de asentimiento mutuo.

Cuando Hombre-Un-Cubo volvió a hablar, su voz estaba cargada de presumida satisfacción.

nada, un pequeño altercado sobre problemas de antigüedad —dijo—. Sólo era cuestión de aclarar el asunto del espacio personal. aquí tenemos muchos problemas, señora Cake. Es como una sala de espera…

Se oyó el agudo clamor de otras voces incorpóreas.

… si no le importa podría llevar un mensaje, por favor, al señor…

… dígale a mi mujer que hay una bolsa llena de monedas en la cornisa de la chimenea…

… que no le dé la vajilla de plata a Agnes, no se lo merece después de lo que dijo sobre nuestra Molly…

… no tuve tiempo de dar de comer al gato, a ver si alguien puede…

¡callaos de una vez! —Este era Hombre-Un-Cubo de nuevo—. No tenéis ni idea de lo que os ha pasado, ¿verdad? ¿así hablan los fantasmas? ¿qué pasó con lo de «soy muy feliz aquí, esperaré a que te reúnas conmigo»?

… muy gracioso, si alguien más se reúne con nosotros, tendremos que ponernos en montones…

no se trata de eso. lo que digo es que no se trata de eso. cuando uno es un espíritu, tiene que decir ciertas cosas. ¿señora Cake?

—¿Sí?

tiene que informar a alguien sobre esto.

La señora Cake asintió.

—Ahora lo que tenéis que hacer todos es marcharos —dijo—. Me está entrando una de mis jaquecas.

La bola de cristal quedó en blanco.

—¡Vaya! —exclamó Ludmilla.

—No pienso ir a contárselo a los sacerdotes —dijo la señora Cake con firmeza.

No era porque la señora Cake no fuera una mujer religiosa. Como ya se ha mencionado, era una mujer extremadamente religiosa. No había un solo templo, iglesia, mezquita o pequeño grupo de megalitos a donde no hubiera asistido en un momento u otro de su vida. Como consecuencia de esto, era más temida que una Nueva Era de Iluminación; la sola visión del cuerpecito rechoncho de la señora Cake en el umbral era suficiente para que la mayor parte de los sacerdotes se interrumpieran a media invocación.

Los muertos. Esa era la cuestión. Todas las religiones tenían opiniones muy firmes en cuanto a lo de hablar con los muertos. Y la señora Cake también. Ellos defendían que era un pecado. La señora Cake defendía que no era más que simple cortesía.

Por lo general, esto llevaba a un acalorado debate eclesiástico, al final del cual la señora Cake solía dar al sumo sacerdote lo que ella denominaba «un par de opiniones». Había tantas opiniones de la señora Cake dispersas por la ciudad que resultaba sorprendente que a ella le quedara alguna, pero, por increíble que pareciera, cuantas más opiniones daba más parecían quedarle.

También estaba el asunto de Ludmilla. Ludmilla era todo un problema. El difunto señor Cake, quenpazdescanse, ni siquiera había silbado a la luna llena en toda su vida, y la señora Cake tenía serias sospechas de que su hija era un salto atrás biológico, algo procedente del pasado lejano de la familia, en las montañas. O quizá hubiera contraído la genética cuando era niña. Recordaba vagamente que, en cierta ocasión, su madre había aludido de pasada al hecho de que su tío abuelo Erasmus a veces tenía que comer debajo de la mesa. En cualquier caso, Ludmilla era una jovencita perfectamente honesta y erguida tres semanas de cada cuatro, y una mujer lobo perfectamente educada el resto del tiempo.

Pero los sacerdotes rara vez lo comprendían así. Para cuando la señora Cake se enfadaba con cualesquiera que fueran los sacerdotes[16] que en ese momento estuvieran haciendo de moderadores entre ella y los dioses, por lo general ya se había hecho cargo por la fuerza bruta de su personalidad de los arreglos florales, de quitar el polvo al altar, de limpiar el templo, de frotar con el estropajo la piedra de los sacrificios, de cuidar de las vírgenes honorarias, de arreglar los cojines y de todas las demás funciones vitales para el buen funcionamiento de cualquier religión, con lo cual su desaparición implicaba un caos absoluto.

La señora Cake se abrochó la chaqueta.

—No servirá de nada —señaló Ludmilla.

—Probaré a ver con los magos. Hay que decírselo —replicó la señora Cake.

La conciencia de su propia importancia la hacía estremecer como un rabioso balón del fútbol.

—Sí, pero tú misma dijiste que nunca te hacen caso —señaló Ludmilla.

—Hay que intentarlo. Por cierto, ¿qué haces fuera de tu habitación?

—Oh. madre, ya sabes que detesto ese cuarto. No hace falta que…

—Todas las precauciones son pocas. ¿Qué pasaría si te da un pronto y sales a cazar los pollos de los vecinos? ¿Qué se diría en el barrio?

—Nunca he sentido la menor necesidad de cazar pollos, madre —respondió Ludmilla con un suspiro.

—O podrías correr ladrando detrás de los carros.

—Es lo hacen los perros, madre.

—Me da igual, lo que tienes que hacer es volver a tu habitación, echar el cerrojo y coser un rato como una buena chica.

—Ya sabes que no puedo sujetar bien las agujas, madre.

—Inténtalo, hazlo por mí.

—Sí, madre —se rindió Ludmilla.

—Y no te acerques a la ventana, no quiero que asustes a la gente.

—Sí, madre. Y tú, lleva siempre la premonición conectada. Ya sabes que tus ojos no son los de antes.

La señora Cake se quedó mirando cómo su hija subía por las escaleras hacia el piso superior. Luego cerró la puerta de entrada tras ella, y echó a andar a zancadas hacia la Universidad invisible, donde, según tenía entendido, había un alto índice de insensateces.

Cualquiera que se hubiera molestado en observar el avance de la señora Cake por la calle, habría advertido un par de detalles extraños. A pesar de su caminar errático, nadie tropezaba con ella. No porque la gente la esquivara; sencillamente, la buena mujer nunca se encontraba en el mismo lugar que los demás. En cierto momento, titubeó durante un segundo, y se metió en un callejón. Un instante más tarde un barril cayó rodando de un carro que alguien estaba descargando ante la puerta de una taberna, y fue a estrellarse contra los guijarros del punto exacto donde había estado. La mujer salió del callejón, pasó por encima de los restos del barril, y siguió caminando sin dejar de refunfuñar entre dientes.

La señora Cake se pasaba mucho tiempo refunfuñando. Su boca se movía constantemente, como si siempre estuviera tratando de quitarse una pepita molesta de entre los dientes.

Llegó junto a las altas puertas negras de la Universidad, y titubeó de nuevo, como si escuchará los susurros de una voz interior.

Luego dio un paso a un lado y aguardo.

Bill Puerta estaba tendido en la oscuridad, sobre el montón de heno, y aguardaba. Desde abajo le llegaban de vez en cuando los ruidos equinos de Binky: algún que otro movimiento suave, el chasquido de las quijadas…

Bill Puerta. Así que ahora tenía nombre. Bueno, claro, siempre había tenido nombre, pero era relativo a lo que encarnaba, no a quién era. Bill Puerta. Tenía un sonido contundente, sólido. El señor Bill Puerta. William Puerta, hacendado. Billy P… no. Nada de Billy.

Bill Puerta se acomodó mejor en el heno. Rebuscó entre los pliegues de su túnica y sacó el reloj dorado. Era obvio que en la parte superior quedaba menos arena. Volvió a guardarlo.

Además, estaba la cuestión de «dormir». Sabía muy bien lo que era. La gente se pasaba mucho tiempo dedicada a esa actividad. Se tumbaban y se limitaban a dejar que sucediera. Era de suponer que tenía alguna función concreta. Bill Puerta aguardaba el momento con gran interés. Quería someterlo a un detallado análisis.

La noche vagó por encima del mundo, perseguida por un nuevo día.

Se oyeron suaves ruidos en el gallinero, al otro lado del patio.

—Cocoro…, eh…

Bill Puerta contempló el techo del granero.

—Kicocoro…, eh.

Una luz grisácea de amanecer se filtraba por las ranuras.

¡Pero si tan sólo unos momentos antes se filtraba la luz rojiza del ocaso!

Habían desaparecido seis horas.

Bill sacó apresuradamente el reloj. Sí. Desde luego, el nivel había bajado.

Mientras aguardaba el momento de experimentar el hecho de dormir, algo le había robado parte de su…, de su vida. Y encima, se había perdido la experiencia.

—Kikiriki…, Kicoro…, eh…

Bajó del altillo del granero y salió a la tenue niebla de la madrugada.

Las gallinas más viejas lo miraron con cautela mientras escudriñaba el interior de su hogar. Un gallo anciano y de aspecto francamente avergonzado clavó la vista en él y se encogió de hombros.

Se oyeron fuertes golpes metálicos cerca de la casa. Junto a la puerta colgaba un viejo aro de barril, y la señorita Flitworth lo golpeaba vigorosamente con un cucharón de cocina.

Bill Puerta se acercó para hacer algunas indagaciones.

¿POR QUE HACE ESE RUIDO, SEÑORITA FLITWORTH?

La mujer se dio la vuelta bruscamente, con el cucharón en el aire.

—¡Cielo santo, usted debe caminar como un gato!

¿POR QUÉ DEBO HACERLO?

—Quiero decir que no le he oído acercarse.

Retrocedió un paso y lo miró de arriba abajo.

—Tiene usted un algo que no acabo de comprender, Bill Puerta —dijo—. Y me gustaría saber qué es.

El esqueleto de más de dos metros le devolvió la mirada, impasible. Tenía la sensación de que no podía decir nada satisfactorio.

—¿Qué quiere para desayunar? —preguntó al final la anciana—. No es que importe gran cosa, porque no hay más que gachas.

Más tarde, pensó: debe de habérselas comido, porque el tazón está vacío. Entonces, ¿por qué no recuerdo nada?

También estaba el asunto de la guadaña. Bill Puerta parecía no haber visto una en toda su vida. La mujer le señaló los aperos. El se limitó a mirarlos con educación.

¿CÓMO LA AFILA, SEÑORITA FLITWORTH?

—¡Pero si está afilada de sobra!

¿CÓMO LA AFILA MÁS?

—No se puede. Lo afilado está afilado, y no puede estar más afilado.

Él blandió la guadaña a modo experimental, y dejó escapar un siseo de desaprobación. Además, la cuestión de la hierba. El prado del heno estaba en la parte superior de la colina, junto a la granja, por encima del maizal. La mujer observó a su ayudante durante un rato. Era el método más interesante que había presenciado en su vida. Nunca habría creído que fuera técnicamente posible.

—Qué bien —dijo al final—. Y sabe moverla y todo eso.

GRACIAS, SEÑORITA FLITWORTH.

—Pero ¿,por qué sólo corta una brizna de hierba cada vez?

Bill Puerta observó durante unos instantes las ordenadas hileras de tallos.

¿HAY OTRO SISTEMA?

—Sí, se pueden cortar muchas de un solo golpe.

NO. NO. UN TALLO CADA VEZ. UN GOLPE, UN TALLO.

—Así no cortará muchos —replicó la señorita Flitworth.

HASTA EL ÚLTIMO DE ELLOS, CRÉAME.

—¿De veras?

SÉ LO QUE HAGO.

La señorita Flitworth lo dejó con su tarea y volvió al edificio de la granja. Se quedó junto a la ventana de la cocina, observando la figura lejana que se movía por la ladera de la colina.

¿Qué habrá hecho?, se preguntaba. Tiene un Pasado. Es uno de esos Hombres Misteriosos, estoy segura. Quizá cometió un robo y ahora se está Ocultando.

Ya ha cortado toda una hilera. De uno en uno, pero, no sé cómo, más deprisa que cualquiera que cortara los tallos a manojos…

El único material de lectura de la señorita Flitworth era el Almanaque del Granjero y Catálogo de Semillas, que podía durar todo un año junto al retrete si nadie se ponía enfermo. Además de sensata información sobre las fases de la luna y la época de plantación para las diferentes semillas, narraba con escabroso detalle los diferentes asesinatos de masas, robos especialmente salvajes y desastres naturales que caían sobre la humanidad, siempre en un estilo semejante a «15 de Junio, año del Armiño Improvisado: tal día como hoy, hace ciento cincuenta años, un hombre murió por una increíble lluvia de guiso de carne en Quirm»; o bien «14 personas murieron a manos de Chume, el infame Lanzador de Arenques».

Autore(a)s: