El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—Uno de nuestros altares empezó a flotar por el aire y luego se nos cayó encima.

—A nosotros se nos desatornilló un candelabro de araña. Aquí cada vez faltan más tornillos. ¿Sabes una cosa? Cuando veníamos, vi pasar un traje corriendo a toda velocidad. ¡Dos pares de pantalones por siete dólares!

—Mmm. ¿Llegaste a ver la etiqueta?

—Además, todo palpita. ¿Os habíais dado cuenta de que todo palpita?

—Pensábamos que era cosa vuestra.

—No, no es magia. Supongo que los dioses no estarán más descontentos que de costumbre…

—Aparentemente, no.

Tras ellos, los sacerdotes y los magos se gritaban ya barbilla contra barbilla.

El sumo sacerdote se acercó un poco más al archicanciller.

—Creo que tendré fuerza espiritual suficiente como para controlar un poquito de trampa —dijo—. No me sentía así desde que tuve a la señora Cake en mi rebaño.

—¿La señora Cake? ¿Quién es?

—Vosotros tenéis… Cosas espectrales procedentes de las Dimensiones Mazmorra, ¿verdad? Temibles peligros de vuestra profesión descreída, ¿no?

—Sí.

—Pues nosotros tenemos a la señora Cake.

Ridcully lo miró, interrogante.

—No preguntes nada —dijo el sacerdote con un escalofrío—. Da gracias por no tener que saberlo.

En silencio, Ridcully le pasó el coñac.

—Así, entre nosotros —prosiguió el sacerdote—, ¿tienes idea de qué está pasando? Los guardias están intentando apartar cosas para rescatar a su señoría. Ya te puedes imaginar que, cuando lo consigan, querrá respuestas. Y ni siquiera estoy seguro de conocer las preguntas.

—No es cosa de magia ni cosa de los dioses —dijo Ridcully, pensativo—. Oye, ¿me devuelves la trampa? Gracias. No es cosa de magia ni cosa de los dioses. Así que no queda gran cosa donde elegir.

—Supongo que no será algún tipo de magia que vosotros no conocéis, ¿verdad?

—Si lo es, no la conocemos.

—Parece lógico —hubo de reconocer el sacerdote.

—No quiero ni pensar que los dioses se estén dedicando a hacer cosas poco divinas, ¿eh? —insistió Ridcully, agarrándose a la última esperanza—. Quizá un par de ellos hayan cogido una rabieta, o algo por el estilo. No será como aquel asunto de las manzanas de oro…

—Parece que los dioses están bastante tranquilos últimamente —replicó el sumo sacerdote. Sus ojos brillaban mientras hablaba, como si estuviera leyendo un texto grabado en el interior de su cabeza—. Hyperopia, diosa de los zapatos, está convencida de que Sandelfon, dios de los pasillos, es el hermano gemelo de Grunio, dios de la fruta fuera de temporada, y de que fueron separados al nacer. La cuestión es, ¿quién puso la cabra en la cama de Offler, el dios cocodrilo? ¿Acaso está Offler tramando una alianza con Sek, el de las siete manos? Entretanto, Hoki el Bromista ha vuelto a las andadas con sus trucos…

—Sí, sí, muy bien —lo interrumpió Ridcully—. La verdad es que, personalmente, nunca me ha interesado demasiado todo ese lío.

Detrás de ellos, el decano trataba de impedir que el conferenciante de runas modernas transformara al sacerdote de Offler, el dios cocodrilo, en un juego de maletas de viaje, y el tesorero sangraba mucho por la nariz tras un golpe fortuito con un incensario.

—Creo que, dadas las circunstancias —empezó Ridcully—, tenemos que presentar un frente unido. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —asintió el sumo sacerdote.

—Perfecto. Por ahora.

Una pequeña alfombra pasó ondulando a la altura de sus ojos. El sumo sacerdote le devolvió la botella de coñac.

—Por cierto —dijo—, mamá me ha dicho que últimamente no escribes.

—Sí… —El resto de los magos se habrían sorprendido mucho ante la expresión de vergüenza y contrición de su archicanciller—. Es que he estado muy ocupado. Ya sabes cómo son estas cosas.

—Me dijo que te recordara que nos espera a los dos para comer el Día de la Vigilia de los Puercos.

—No, si no se me había olvidado —respondió Ridcully, malhumorado—. Me muero de impaciencia.

Se volvió hacia la batalla campal que tenía lugar tras ellos.

—Ya basta, muchachos —dijo.

—¡Hermanos! ¡Desistid! —exclamó el sumo sacerdote.

El filósofo equino aflojó su presa de la cabeza del sumo sacerdote del culto de Hinki. Un par de curas dejaron de dar patadas al tesorero. Hubo un atusamiento generalizado de ropas, una búsqueda de sombreros y varias ráfagas de tosecillas avergonzadas.

—Eso está mejor —asintió Ridcully—. Escuchad bien, su Eminencia el Sumo Sacerdote y yo hemos tomado la decisión de…

El decano se volvió hecho una furia hacia un menudo obispo.

—¡Me ha pegado una patada! ¡Sí, tú, me has pegado una patada!

—¡Oooh! ¡Yo no he sido, hijo mío!

—¡Y tanto que sí! —rugió el decano—. ¡De lado, para que no te vieran!

—… hemos decidido… —repitió Ridcully, clavando los ojos en el decano — buscar una solución para los asuntos que nos preocupan en estos momentos, y hacerlo en un clima de hermandad y buena voluntad y eso te incluye a ti, filósofo equino.

—¡No lo he podido evitar! ¡Él me ha empujado!

—¿Qué dices? ¡Los dioses te perdonen! —replicó con testarudez el archidiácono de Thrume.

Se oyó el ruido de un fuerte golpe en el piso superior. Una chaise-longe bajó a trompicones por las escaleras y destrozó la puerta del vestíbulo.

—Creo que los guardias todavía están intentando liberar al patricio —dijo el sumo sacerdote—. Por lo que parece, hasta sus pasadizos secretos se han bloqueado.

—¿Todos? ¡Yo pensaba que ese viejo astuto los tenía a cientos! —se sorprendió Ridcully.

—Pues se le han bloqueado del primero al último —insistió el sumo sacerdote—. Todos.

—Casi todos —dijo una voz tras ellos.

El tono de voz de Ridcully no cambió cuando se dieron la vuelta. Si acaso, le añadió una dosis extra de miel.

Una figura acababa de salir de la pared, al menos aparentemente. Era humana, pero sólo en términos generales. El patricio, delgado, pálido, vestido siempre en color negro polvoriento, siempre hacía que Ridcully pensara en un flamenco depredador, si es que existía algún flamenco negro y con la paciencia de una roca.

—Ah, Lord Vetinari —dijo—. Me alegra que hayas salido ileso.

—Caballeros, os recibiré en el Despacho Oblongo —respondió el patricio.

Detrás de él, un panel de la pared se deslizó en silencio.

—Esto…, creo que arriba hay un bueno número de guardias tratando de rescatarte… —empezó el sumo sacerdote.

El patricio hizo un gesto con la mano.

—No me gustaría interrumpirlos —replicó—. Así tienen algo que hacer, y se sienten importantes. Si no, su única ocupación sería pasarse el día sentados, con caras fieras y controlando sus vesículas. Venid por aquí.

El resto de los dirigentes de los demás gremios de Ankh-Morpork fueron llegando solos o en grupos de dos, y ocuparon poco a poco toda la sala.

El patricio se quedó sentado, con gesto sombrío, mirando fijamente el papeleo acumulado sobre su escritorio, mientras los hombres discutían.

—Pues nosotros no hemos sido —dijo el jefe de los alquimistas.

—Cuando vosotros andáis de por medio, las cosas siempre vuelan por los aires —replicó Ridcully.

—Sí, pero eso sólo se debe a algunas reacciones exotérmicas imprevistas —explicó el alquimista.

—Las cosas explotan —tradujo su ayudante sin levantar la vista.

—Bueno, sí, explotan, pero luego caen a tierra. No se quedan flotando por ahí, ni se desatornillan solas —insistió su jefe, al tiempo que le dirigía una mirada de advertencia—. Además, ¿por qué íbamos a hacerlo nosotros? ¡Tendríais que echar un vistazo a mi laboratorio! ¡Hay cosas flotando por todas partes! ¡Justo cuando iba a salir para acá, un recipiente carísimo de cristal se hizo añicos!

—Vaya, qué agudo.

La marea de cuerpos se apartó a un lado para dejar a la vista al Secretario General e Imbécil Jefe del Gremio de Bufones y Bromistas. El hecho de recibir tanta atención hizo que se acobardara, pero en realidad se pasaba la vida entera acobardado. Tenía aspecto de haber recibido un pastelazo más de la cuenta, de haber lavado demasiado a menudo sus pantalones con detergentes que estropeaban los colores y de poseer unos nervios que se desintegrarían por completo si oía el ruido de un matasuegras más. Los dirigentes de los demás gremios trataban de ser agradables con él, de la misma manera que la gente trata de ser agradable con quienes se encuentran de pie en la cornisa de un edificio muy alto.

—¿Qué quieres decir, Geoffrey? —preguntó Ridcully, con toda la amabilidad que fue capaz de reunir.

El bufón tragó saliva.

—Bueno, veréis… —titubeo—. Tenemos unos añicos, añicos de cristal, que seguramente serían muy afilados. O sea, agudos. Por eso he dicho que era agudo. ¿Entendéis? Es un juego de palabras. Mmm. Quizá no fuera muy bueno.

El archicanciller clavó la vista en unos ojos que eran como dos huevos mal cocidos.

—Ah, un chiste —dijo—. Claro. Jo jo jo.

Hizo una señal a los demás, alentándolos.

—Jo jo jo —dijo el sumo sacerdote.

—Jo jo jo —dijo el jefe del gremio de asesinos.

—Jo jo jo —dijo el dirigente alquimista—. ¿Y sabes por qué es aún más divertido? Porque los trocitos de cristal no eran nada afilados.

—Así que, en definitiva, lo que me estáis diciendo —intervino el patricio, mientras unas manos amables se llevaban al bufón— es que ninguno de vosotros sois los responsables de estos acontecimientos.

Al tiempo que hablaba, clavaba en Ridcully una mirada cargada de sentido.

El archicanciller estaba a punto de responder cuando un movimiento sobre el escritorio del patricio capto toda su atención.

Allí había una pequeña maqueta del palacio, dentro de una esfera de cristal. Y, junto a ella, reposaba un abrecartas.

El abrecartas se estaba doblando lentamente.

—¿Qué respondes? —insistió el patricio.

—Nosotros no hemos sido —dijo Ridcully con voz cavernosa.

El patricio siguió la dirección de su mirada.

El pequeño cuchillo ya estaba tan curvado como un arco.

El patricio miró fijamente a la avergonzada multitud que tenía delante, hasta que dio con el capitán Doxie, de la guardia de la ciudad.

—¿No puedes hacer algo? —exigió.

—Eh… ¿como qué, Señor? ¿Qué le puedo hacer al cuchillo? Quizá arrestarlo por doblamiento ilegal…

Lord Vetinari alzó las manos.

—¡Perfecto! ¡Así que no es cosa de magia! ¡Así que no es cosa de los dioses! ¡Así que no es cosa de nadie! Entonces, ¿quién es el responsable de esto? ¿Y quién va a hacer que cese? ¿A quién voy a acudir?

Media hora más tarde, la pequeña esfera de cristal había desaparecido. Nadie se dio cuenta. Nadie se da cuenta de esos detalles.

La señora Cake sí sabía muy bien a quién iba a acudir.

—¿Estás ahí, Hombre-Un-Cubo? —preguntó.

Luego se agachó, sólo por si acaso.

Una voz aflautada y petulante rezumó en el aire:

¿dónde ha estado? ¡aquí no hay quien se mueva!

La señora Cake se mordisqueó el labio inferior. Una respuesta tan directa sólo podía significar que su guía espiritual estaba preocupado. Cuando no tenía nada claro qué decir, solía pasarse cinco minutos hablando sobre búfalos y grandes espíritus blancos, aunque si Hombre-Un-Cubo había estado alguna vez cerca de un espíritu blanco, lo había confundido con una sábana. Y cualquiera sabía qué podía hacer con un búfalo.

—¿Qué quieres decir?

¿ha habido una catástrofe generalizada o algo por el estilo? ¿una especie de plaga de un minuto?

—Que yo sepa, no.

pues aquí dentro no podemos estar más apretados. ¿qué hacen todos estos aquí?

—¿A qué te refieres?

¿queréis callaros de una vez, que estoy intentando hablar con la señora? ¡eh, vosotros, los de allá, no gritéis tanto! ¿ah, sí? pues tú eres…

La señora Cake oía las otras voces que intentaban ahogar la de su guía.

—¡Hombre-Un-Cubo!

con que soy un pagano salvaje, ¿eh? ¿quieres saber lo que opina de ti este pagano salvaje? pues a ver si te enteras, yo llevo aquí cien años, ¡yo! ¡no tengo por qué soportar que me hable de esa manera alguien que todavía está caliente! bueno…, eso ya es el colmo…, te voy a…

Su voz se desvaneció.

La señora Cake consiguió recogerse la mandíbula.

Su voz reapareció.

… ah, ¿sí? ah, ¿sí? bueno, puede que fueras muy importante cuando estabas vivo, amigo, ¡pero aquí y ahora no eres más que una sábana con agujeros! vaya, parece que eso no te ha gustado, ¿eh?…

—Va a empezar a pelearse otra vez, mamá —dijo Ludmilla, que estaba enroscada junto al horno de la cocina—. Cuando va a pegar a alguien, siempre lo llama antes «amigo».

La señora Cake suspiró.

—Y, por lo que parece, se va a pelear con un montón de gente —insistió Ludmilla.

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