El segador (Mundodisco, #11) – Terry Pratchett

—¡Eh, volved aquí! —gritó al ver que las prendas doblaban la esquina—. ¡Que todavía debo siete dólares por vosotros!

Un segundo par de pantalones salió a la calle para seguir apresuradamente a sus parientes.

Los magos se juntaron más, como un animal asustado con cinco cabezas puntiagudas y diez piernas. Todos se preguntaban quién sería el primero en hacer algún comentario.

—¡Esto es increíble! —rugió el archicanciller.

—¿Mmm? —replicó el decano en tono indiferente, como tratando de dar a entender que él veía cosas más increíbles que aquello a todas horas, y que el hecho de que el archicanciller llamara la atención sobre un simple traje que se movía por su cuenta estaba dejando muy mal al mundo de la magia.

—¡Anda ya! ¡Que en esta ciudad no hay muchos sastres que te den un segundo par de pantalones con un traje de siete dólares!-bufó Ridcully.

—Oh —dijo el decano.

—Si vuelve a pasar junto a nosotros, ponedle la zancadilla, que quiero echarle un vistazo a la etiqueta.

Una sábana se retorció para salir por una de las ventanas superiores y se alejó revoloteando por encima de los tejados contiguos.

—¿Sabéis? —empezó el conferenciante de runas modernas, que hacía un esfuerzo por hablar con voz tranquila y relajada—, no creo que esto sea magia. No sé, me da la sensación de que no es magia.

El filósofo equino rebuscó en las profundidades de los bolsillos de su túnica. Se oyeron tintineos amortiguados, crujidos y algún que otro graznido. Al final, consiguió sacar un cubo de cristal azul oscuro. El cubo tenía un cuadrante en una de las caras.

—¿Y lo llevas en el bolsillo? —se sobresaltó el decano—. ¡Es un aparato muy valioso!

—¿Qué demonios es? —quiso saber Ridcully.

—Un instrumento sorprendentemente sensible para la medición de la magia —respondió el decano—. Mide la densidad de un campo mágico. Es un taumómetro.

El filósofo equino alzó el cubo con gesto orgulloso, y apretó un botón de un lado.

En el cuadrante, una aguja vibró un instante, y luego se detuvo.

—¿Lo véis? —insistió el filósofo equino—. No es más que el residuo habitual, no representa ningún peligro para la salud pública.

—Habla más alto —indicó el archicanciller—. Con tanto ruido, no te oigo.

En las casas a ambos lados de la calle resonaban gritos y golpes estruendosos.

La señora Evadne Cake era medium, tirando a pequeñita.

No era una profesión que le diera excesivo trabajo. Pocos de los que morían en Ankh-Morpork sentían el menor deseo de charlar con los parientes que les habían sobrevivido. Todo lo contrario, parecían dispuestos a poner entre ellos tantas dimensiones místicas como pudieran. La señora Cake ocupaba su abundante tiempo libre con trabajos como modista y una activa colaboración en la iglesia. En cualquier iglesia. Era una mujer muy devota y religiosa, al menos según sus criterios personales.

Evadne Cake no era una de esas mediums que se rodean de cortinas de cuentas y barritas de incienso, en parte porque el incienso no le iba nada, pero sobre todo porque era una excelente profesional. Un buen mago puede dejar atónito a cualquiera con una simple caja de cerillas y un mazo de cartas de lo más vulgar: si quiere examinarlo, señor, verá que son unas cartas corrientes… No necesita para nada la ayuda de las mesas plegables, de esas con las que siempre te pillas los dedos, ni de los complicados sombreros de copa comprimibles que utilizan los prestidigitadores de categoría inferior. De la misma manera, a la señora Cake también le sobraban todos los accesorios. Hasta la bola de cristal grueso que tenía en su consulta era sólo como detalle para los clientes. En realidad, ella podía leer el futuro hasta en un tazón de gachas.[15] Podía tener una revelación ante una sartén de panceta frita. Se había pasado toda la vida entrando en el mundo de los espíritus…, aunque, en el caso de Evadne, el término «entrar» no era el más apropiado. Ella no era de las que se limitan a entrar. En su caso, más bien se trataba de irrumpir a zancadas en el mundo de los espíritus y exigir con tono firme que la llevaran ante su jefe.

Y, mientras se preparaba el desayuno y cortaba pedazos de comida de perros para Ludmilla, empezó a oír voces.

Eran voces muy tenues. No porque estuvieran por encima del umbral de audición, ya que no se trataba de esas voces que se pueden oír con unas vulgares orejas. Sonaban dentro de su cabeza.

… a ver si miras por dónde vas…, dónde estoy… eh, tú, sin empujar…

Luego las voces volvieron a desvanecerse.

Las sustituyó un sonido chirriante que procedía de la habitación contígua. La mujer apartó a un lado su huevo pasado por agua y atravesó la cortina de cuentas.

El sonido llegaba desde debajo del tapete liso, severo, sin concesiones, con el que resguardaba del polvo la bola de cristal.

Evadne volvió a la cocina y eligió la sartén más pesada. La blandió en el aire un par de veces para sopesarla, y luego volvió de puntillas a la habitación donde aguardaba la bola de cristal bajo su cobertor.

Levantó la sartén para atizar un golpe a cualquier cosa desagradable, y apartó la tela a un lado.

La bola estaba girando lentamente sobre su peana.

Evadne se la quedó mirando durante un buen rato. Al final, corrió las cortinas, se dejó caer sobre la silla y respiró hondo.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

La mayor parte del techo se le derrumbó encima.

Tras varios minutos y una cierta cantidad de esfuerzos, la señora Cake consiguió asomar la cabeza.

—¡Ludmilla!

Se oyeron unas pisadas suaves en el pasillo, y luego entró algo procedente del patio trasero. Era un ser de forma clara, incluso atractivamente femenina, al menos en sus rasgos generales, y lucía un vestido completamente normal. También era obvio que padecía un grave caso de vello superfluo, que no se podría disimular ni con todas las pinzas depilatorias del mundo. Además, llevaba los dientes y las uñas mucho más largos de lo que marcaba la moda para esta temporada. Cuando abrió la boca, uno casi esperaba oírla gruñir, pero en vez de eso habló con una voz agradable y absolutamente humana.

—¿Madre?

—Estoy aquí abajo.

La espantosa Ludmilla levantó una enorme viga y la arrojó a un lado con facilidad.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿No tenías conectada la premonición?

—La apagué para hablar con el panadero. Cielos, eso me ha dado un buen susto.

—¿Quieres que te prepare una taza de té?

—Pues la verdad… en tus Días siempre aplastas las tazas en cuanto las coges.

—Pero cada vez se me da mejor —replicó Ludmilla.

—Estupendo, buena chica. De todos modos, gracias, pero me la prepararé yo.

La señora Cake se levantó, se sacudió los restos de yeso del delantal y dijo:

—¡Se pusieron a gritar! ¡Se pusieron a gritar! ¡Todos a la vez!

Modo, el jardinero de la Universidad, estaba plantando un lecho de rosas cuando el césped aterciopelado, antiguo, se agitó junto a él para luego dejar salir a un robusto y perenne Windle Poons, que parpadeó para protegerse de la intensa luz solar.

—¿Eres tú, Modo?

—El mismo, señor Poons —respondió el enano—. ¿Quiere que le eche una mano para levantarse?

—Me parece que me las puedo arreglar solo, pero muchas gracias.

—Si le hace falta, traigo la pala del cobertizo.

—No, no de verdad.

Windle se incorporó para salir de entre la hierba y se sacudió los restos de tierra húmeda que le habían quedado pegados a la túnica.

—Siento lo del césped —añadió, contemplando el agujero del suelo.

—No se preocupe, señor Poons.

—¿Tardó mucho tiempo en crecer?

—Creo que unos quinientos años.

—Vaya, cuánto lo lamento. Había apuntado a las bodegas, pero parece que me desorienté.

—No tiene por qué preocuparse, señor Poons —insistió el enano con tono alegre—. Además, últimamente todo crece de locura. Esta tarde llenaré el agujero y sembraré unas semillas. Quinientos años pasan volando, ya lo verá usted.

—Tal como van las cosas, es probable que sí —suspiró Windle, entristecido. Miró a su alrededor—. ¿Sabes si está el archicanciller? —preguntó.

—Los vi salir a todos, se dirigían al palacio —respondió el jardinero.

—En ese caso, iré a darme un baño rápido y a cambiarme de ropa. No quisiera molestar a nadie.

—Tenía entendido que no sólo estaba usted muerto, sino también enterrado —le señaló Modo mientras Windle le alejaba con paso tambaleante.

—Es cierto.

—A los buenos no hay manera de aplastarlos, ¿eh?

Windle se dio media vuelta.

—Por cierto…, ¿dónde está Elm Street?

Modo se rascó una oreja.

—¿No es una de las calles que salen de la carretera Mina de Melaza?

La naturaleza circular de la muerte de Windle Poons no le preocupaba demasiado. Al fin y al cabo, los árboles parecían muertos en invierno, pero volvían a resurgir cada primavera. Él mismo plantaba en la tierra semillas viejas y secas, y luego brotaban plantas frescas, jóvenes. No había prácticamente nada que muriera durante mucho tiempo. El abono era un buen ejemplo.

Modo creía en el abono con la misma pasión con que otras personas creían en los dioses. Sus montones de abono se elevaban, fermentaban, brillaban con luz tenue en la oscuridad, quizá debido a que Modo incluía en ellos ingredientes misteriosos y probablemente ilegales…, aunque nunca se había demostrado nada, y en cualquier caso nadie tenía ganas de excavar en uno para analizar con detalle su contenido.

Todo era materia muerta, pero, en cierto modo, viva. Y, desde luego, hacía crecer las rosas. El filósofo equino había explicado a Modo que sus rosas crecían tan grandes por un milagro de la existencia, pero el jardinero pensaba para sus adentros que lo hacían para alejarse lo máximo posible del abono.

Los montones iban a pasarlo de maravilla aquella noche. Las semillas se estaban portando muy bien. Modo nunca había visto plantas que crecieran tan deprisa y tan frondosas. Pensó que sin duda se debía a todo aquel abono.

Para cuando los magos llegaron al palacio, el edificio entero era un caos. Los muebles planeaban cerca del techo. Un montón de cuchillos, como un banco de pececillos plateados en el aire, pasó zumbando junto al archicanciller y se alejó en picado por un pasillo. El palacio parecía en las garras de un huracán selectivo y bien organizado.

Ya habían llegado otras personas. Entre ellas destacaba un grupo vestido de manera semejante a la de los magos en muchos aspectos, aunque un observador bien documentado podía advertir diferencias fundamentales.

—¿Sacerdotes? —se escandalizó el decano—. ¿Aquí? ¿Antes que nosotros?

Los dos grupos, subrepticiamente, empezaron a adoptar posturas que les dejaban las manos libres.

—¿Para qué sirve esa pandilla? —bufó el filósofo equino.

La temperatura metafórica descendió varios grados de golpe.

Una alfombra pasó ondulando por la sala.

El archicanciller intercambió una mirada con el corpulento sumo sacerdote de lo el Ciego. Al ser el sacerdote más importante del dios más importante del tortuoso panteón del Mundodisco, aquel hombre era lo más parecido que había en Ankh-Morpork a u a portavoz oficial sobre asuntos religiosos.

—Estúpidos crédulos —murmuró el filósofo equino.

—Liantes ateos —dijo un menudo acólito, arriesgándose a echar un vistazo desde detrás de la mole del sumo sacerdote.

—¡Idiotas ingenuos!

—¡Basura sin fe!

—¡Cretinos serviles!

—¡Hechicerillos de segunda!

—¡Sacerdotes sanguinarios!

—¡Magos entrometidos!

Ridcully arqueó una ceja. El sumo sacerdote asintió ligeramente.

Dejaron a una distancia segura a los dos grupos que intercambiaban imprecaciones, y echaron a andar como quien no quiere la cosa hacia una zona de la sala que estaba en relativa tranquilidad.

Allí, refugiados tras una estatua de uno de los predecesores del patricio, se dieron la vuelta y quedaron cara a cara.

—Bueno…, ¿qué tal van las cosas en el negocio de los diosecillos? —preguntó Ridcully.

—Hacemos lo que podemos en nuestra humildad. ¿Y qué tal vuestras peligrosas intromisiones en cosas que el hombre no debe ver?

—No van mal, no van mal. —Ridcully se quitó el sombrero y pescó algo en el interior del cono—. ¿Puedo ofrecerte un trago de algo?

—El alcohol es una trampa para el espíritu. ¿Te apetece un cigarrillo? Tengo entendido que vosotros no tenéis reparo en fumar.

—Yo sí. Si te contara lo que te hace eso en los pulmones…

Ridcully desenroscó la punta misma de su sombrero, y vertió en ella una generosa cantidad de coñac.

—Bien —dijo—. ¿Qué está pasando?

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