La Muerte del Mundodisco es una personificación antropomórfica de un hecho natural, pero el hecho de llevar tantísimo tiempo con forma humana ha hecho que desarrolle una cierta personalidad que a todos nos gusta. Por desgracia, el universo está constantemente bajo la supervisión de unos tipos grises llamados los Auditores de la Realidad. Estos tipos se encargan de que las cosas caigan al suelo, las bolas giren unas alrededor de otras y esas cosas tan aburridas. Y deciden que la Muerte tiene un exceso de personalidad y que debe… bueno, morir. Así que le desposeen de sus funciones y ponen el Disco a la espera de que llegue una nueva Cosechadora Automática que cumpla eficientemente con su labor. Mientras nuestro esqueleto descubre la vida campestre bajo una identidad falsa, en todo el Mundodisco la gente deja de morir cuando debería, así que empiezan a proliferar los zombis por todas partes. En Ankh-Morpork, por supuesto, forman un sindicato.
* * *
Título original: Reaper Man
El baile Morris es una característica común en todos los mundos habitados del Multiverso.
Se baila bajo cielos azules para celebrar la revitalización de suelo, y bajo estrellas desnudas porque es primavera y con un poco de suerte el dióxido de carbono volverá a descongelarse. Sienten ese mismo imperativo los seres que habitan en las profundidades oceánicas, que nunca han visto el sol, y los humanos urbanitas cuya única conexión con los ciclos de la naturaleza es que una vez atropellaron una oveja con el Volvo.
Lo bailan con inocencia jóvenes matemáticos de barbitas desastradas, acompañados por violines que interpretan torpemente alguna versión de El inquilino de la señora Widgery, y lo bailan sin piedad los Ninjas Morris de Nuevo Ankh, capaces de hacer cosas extrañas y espantosas con un simple pañuelo y una campana.
Pero en ningún lugar se baila bien.
Excepto en el Mundodisco, que es plano y reposa sobre los lomos de cuatro elefantes, que viajan por el espacio sobre la concha de Gran A’Tuin, la tortuga del mundo.
Incluso en el Mundodisco, sólo se baila bien el Morris en un lugar muy concreto. Se trata de un pequeño pueblo, en lo más alto de las Montañas del Carnero, donde el sencillo gran secreto se transmite de generación en generación.
Allí, los hombres bailan el primer día de la primavera, de adelante a atrás, con campanillas atadas a las rodillas y camisas blancas aleteando al viento. La gente acude a verlos. Después se asa un buey, y según la opinión general se trata de un día perfecto para estar de excursión con la familia.
Pero el secreto no radica en eso.
El secreto radica en el otro baile.
Y eso no tendrá lugar todavía.
Se oye un sonido rítmico, como el que podría emitir un reloj. Y es cierto, en el cielo hay un reloj, y de él surge el tic tac de los segundos recién acuñados.
Al menos, parece un reloj. Pero, en realidad, es todo lo contrario que un reloj. La manecilla larga no da más que una vuelta.
Hay una llanura bajo el cielo oscurecido. Está cubierta de curvas suaves y redondeadas, que, si las ves de lejos, te sugieren imágenes; y, si las ves de lejos, te alegrarás mucho de estarlas viendo de lejos.
Sobre ella flotaban tres figuras grises. El lenguaje normal no basta para describir con exactitud lo que eran. Puede que algunos las denominaran querubines, aunque no tenían nada semejante a mejillas sonrosadas. Se los podría contar entre aquellos que se encargan de que funcione la gravedad, y de que el tiempo se mantenga separado del espacio. Sería mejor considerarlos auditores. Auditores de la realidad.
Estaban conversando sin hablar. No tenían necesidad de hablar. Se limitaban a cambiar la realidad, de manera que hubieran hablado.
Uno dijo: Eso no se ha hecho nunca hasta ahora. ¿Es posible?
Uno dijo: Es imprescindible. Hay una personalidad. Las personalidades tienen un final. Sólo las energías son eternas.
Lo dijo no sin cierta satisfacción.
Uno dijo: Además… ha habido ciertas irregularidades. En cuanto hay una personalidad, hay irregularidades. Eso lo sabe cualquiera.
Uno dijo: ¿Ha sido poco eficaz en su trabajo?
Uno dijo: No. Por ahí no podemos pescar al tipo.
Uno dijo: De eso se trata. Al tipo. Tener personalidad implica inmediatamente falta de eficacia. No nos interesa que esto se extienda. Imaginemos que la gravedad empezara a desarrollar una personalidad. Imaginemos que empezara a gustarle la gente.
Uno dijo: ¿Que estuviera muy estrechamente unida a ellos, por ejemplo?
Uno dijo, con una voz que habría sido más gélida si no rondara ya el cero absoluto: No.
Uno dijo: Disculpa mi pequeña broma.[1]
Uno dijo: Además, a veces se cuestiona su trabajo. Ese tipo de especulaciones son peligrosas.
Uno dijo: Eso es indiscutible.
Uno dijo: Entonces, ¿estamos de acuerdo?
Uno, que parecía llevar un rato pensando en algo, dijo: Alto ahí un momento. ¿No acabas de utilizar el pronombre personal singular «mi»? No estarás desarrollando una personalidad tú también, ¿verdad?
Uno dijo, con gesto culpable: ¿Quién? ¿Nosotros?
Uno dijo: Donde hay una personalidad, hay discordia.
Uno dijo: Sí, sí. Muy cierto.
Uno dijo: De acuerdo. Pero más cuidado en adelante.
Uno dijo: Bien, ¿estamos de acuerdo?
Todos alzaron la vista hacia el rostro de Azrael, perfilado contra el cielo. En realidad, era el cielo.
Azrael asintió con lentitud.
Uno dijo: Muy bien, ¿dónde está ese lugar?
Uno dijo: Es el Mundodisco. Viaja por el espacio sobre el caparazón de una tortuga gigante.
Uno dijo: Oh, no, uno de esos mundos. Yo no los puedo ni ver.
Uno dijo: ¡ Has vuelto a hacerlo! ¡ Has dicho «yo»!
Uno dijo: ¡No! ¡No! ¡No es verdad! ¡Yo nunca digo «yo»! Oh, mierda…
Ardió en una llamarada y se consumió de la misma manera que se consume una pequeña nube de vapor, rápidamente y sin dejar antiestéticos residuos. Casi al instante, apareció otro. Era de aspecto idéntico al de su hermano desaparecido.
Uno dijo: Que sirva de lección. Desarrollar una personalidad es tener un final. Y ahora… vámonos.
Azrael los observó desaparecer.
No es fácil sondear en los pensamientos de una criatura tan grande que, en el espacio real, su longitud sólo podría medirse utilizando como unidad la velocidad de la luz. Pero el hecho es que volvió su gigantesca mole y, con ojos en los que se perderían las estrellas, buscó entre la miríada de mundos uno plano.
Sobre el caparazón de una tortuga. El Mundodisco…, mundo y espejo de mundos.
Aquello parecía interesante. Y, en su prisión de mil millones de años, Azrael se aburría.
Y ésta es la habitación donde el futuro se derrama hacia el pasado a través del agujerito del ahora.
Los cronómetros se alinean contra las paredes. No son relojes de arena, aunque tienen la misma forma. Ni tampoco relojes de cocina para preparar huevos pasados por agua, como esos que se compran de recuerdo, colocados sobre una peanita en la que aparece el nombre del lugar de veraneo favorito de cada familia, grabado con el mismo buen gusto del que dispone una rosquilla de gelatina.
Aquí ni siquiera hay arena. Sólo segundos que, interminablemente, van transformando el puede ser en el fue.
Y todos los cronómetros de vida tienen un nombre inscrito en ellos.
Y la habitación está envuelta en el suave siseo de la gente al vivir.
Imaginad la escena…
Y, ahora, añadid el sonido brusco del hueso al golpear contra la piedra. El sonido se acerca.
Una forma oscura cruza nuestro campo de visión, y va caminando al lado de las interminables estanterías de sibilantes instrumentos de cristal. Clic, clic. Aquí hay uno que tiene la parte superior casi vacía, apenas le queda arena. Los dedos óseos lo recogen. Seleccionado. Y otro. También seleccionado. Y más. Muchos, muchos más. Seleccionados, seleccionados.
Todos son para el trabajo del día. O lo serían, si aquí existieran los días.
Clic, clic, mientras la forma oscura se mueve con paciencia a lo largo de las hileras.
Y se detiene.
Y titubea.
Porque hay un pequeño cronómetro de oro, poco más grande que un reloj de pulsera.
No estaba aquí ayer, o no lo habría estado si aquí existiera el ayer.
Los dedos óseos se cierran en tomo a él, y lo elevan un poco hacia la luz para verlo mejor.
Tiene un nombre grabado, en letras pequeñas, mayúsculas.
El nombre es MUERTE.
La Muerte dejó el reloj en su lugar, y luego volvió a cogerlo. Las arenas se derramaban ya en su interior. Le dio la vuelta a modo de tentativa. Sólo por si acaso. La arena siguió derramándose, sólo que ahora iba de abajo arriba. En realidad, ya se lo había temido.
Aquello significaba que, aunque aquí hubieran existido los mañanas, no iba a haberlos. Nunca más.
Hubo un movimiento en el aire, detrás de él.
La Muerte se giró lentamente, y se dirigió a la figura que tililaba vagamente en la penumbra.
¿POR QUÉ?
Eso se lo dijo.
PERO… NO ESTA BIEN.
Eso le dijo que no, que no estaba bien.
En el rostro de la Muerte no se movió ni un músculo, porque no tenía ni un músculo.
APELARÉ.
Eso le dijo que él[2], más que nadie, debería saber que no se podía apelar.
Nunca se podía apelar. Nunca se podía apelar. La Muerte meditó un momento, y luego dijo: SIEMPRE HE CUMPLIDO CON MI OBLIGACIÓN DE LA MEJOR MANERA POSIBLE.
La figura flotó un poco más cerca de él. Recordaba vagamente a un monje con túnica gris y la capucha sobre los ojos. Le dijo: Ya lo sabemos. Por eso permitiremos que te lleves el caballo.
El sol estaba cerca del horizonte.
Las criaturas de vida más corta de todo el Mundodisco eran las cachipollas efímeras, que apenas si duraban veinticuatro horas. Dos de las más viejas zigzagueaban sin rumbo fijo, sobre las aguas de un arroyo de truchas, discutiendo acerca de historia con algunos de los miembros más jóvenes de la nidada vespertina.
—En estos tiempos, el sol ya no es el que era —dijo una de ellas.
—En eso no te falta razón. En las horas de antes sí que había un sol como debe ser. Era todo amarillo. No como esa cosa roja.
—Y también estaba más alto.
—Es verdad, tienes razón.
—Y las ninfas y las larvas te mostraban un poco de respeto.
—Muy cierto, muy cierto —asintió la otra cachipolla efímera con vehemencia. Las cachipollas más jóvenes escuchaban con educación.
—Recuerdo —prosiguió una de las moscas viejas— cuando todo lo que abarcaba la vista eran praderas. Las cachipollas jóvenes miraron a su alrededor.
—Siguen siendo praderas —aventuró una de ellas tras un cortés intervalo.
—Recuerdo cuando eran praderas mejores —replicó bruscamente la vieja.
—Sí —asintió su colega—. Y también había una vaca.
—¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Me acuerdo de esa vaca! Estuvo justo allí durante…, oh, durante cuarenta o cincuenta minutos. La recuerdo bien, era marrón.
—Ya no hay vacas así en estas horas.
—Ya no hay siquiera vacas.
—¿Qué es una vaca? —preguntó una de las jovencitas.
—¿Lo ves? —replicó la cachipolla vieja en tono triunfal—. Así son las moscas modernas. —Hizo una pausa—. ¿Qué estábamos haciendo antes de empezar a hablar sobre el sol?
—Zigzaguear sin rumbo fijo sobre las aguas —dijo una de las moscas jóvenes. No estaba del todo segura, pero era una suposición con visos de probabilidad.
—No, antes de eso.
—Eh…, nos estabas hablando sobre la Gran Trucha.
—Ah, sí. Eso. La Trucha. Bueno, veréis, si has sido una buena cachipolla efímera, si has revoloteado bien arriba y abajo…
—… prestando atención a los ancianos, que saben más que tú…
—… si, prestando atención a los ancianos, que saben más que tú, entonces, al final, la Gran Trucha… Clop. Clop.
—¿Sí? —inquirió una de las moscas más jóvenes.
No recibió respuesta.
—¿Qué pasa con la Gran Trucha? —quiso saber otra mosca, nerviosa.
Contemplaron la larga serie de anillos concéntricos que se expandían en el agua.
—¡El signo sagrado! —exclamó una cachipolla—. ¡Recuerdo que me hablaron de eso! ¡Un Gran Círculo en el agua! ¡Ése será el signo de la Gran Trucha!
La más vieja de las cachipollas jóvenes contempló el agua, pensativa. Empezaba a darse cuenta de que, al ser la mosca de más edad entre las presentes, le correspondía el privilegio de revolotear más cerca de la superficie.
—Se dice —empezó la cachipolla que volaba en la parte superior de la zigzagueante multitud— que, cuando la Gran Trucha viene a buscarte, vas a una tierra donde abunda…, abunda… —Las cachipollas efimeras no comen. No sabía cómo seguir—. Donde abunda el agua —terminó como pudo.