Al entrar en el museo, reconocimos de lejos al padre Francis por su extraña cojera. Inclinándose ora a la derecha, ora a la izquierda, avanzaba con andar renqueante. Intercambiamos unas frases educadas; él nos contó que había llegado el día anterior y luego, como si fuera lo más normal del mundo, se unió a nuestro grupo para efectuar la visita.
Experience the Holocaust! Las ventanas cegadas separaban el espacio americano del dedicado a la memoria. Aquí estábamos en ninguna parte. Fuera del tiempo y del espacio, la mirada no podía proyectarse afuera, a la gran explanada del Mall. A la inversa, el interior del museo no era visible desde el exterior. El edificio de Freed ofrecía un contraste sorprendente con el resto de las construcciones. Aquella edificación sórdida, un calco de la siniestra arquitectura de ladrillo rojo de las torres de los campos de concentración y los hornos crematorios, resaltaba sobre el resto de lugares ceremoniales.
Nos adentramos en el inmenso vestíbulo del Testigo, al fondo del cual una escalera que representa el ferrocarril asciende hacia una puerta en forma de arco: la entrada de Birkenau. En ese lugar completamente cerrado se hacía vivir a los visitantes la experiencia de la deportación: se les daba un librillo con una fotografía y una descripción de la víctima que iban a encarnar, así como el relato de su vida durante la guerra. A cada cual se le atribuía una identidad correspondiente a su posición, su edad y su sexo. Los padres eran adultos atrapados en la tormenta. Los más jóvenes se identificaban con los niños judíos asesinados.
Y todos debían amontonarse en uno de los vagones de ganado, todos debían pasar por la puerta del campo, donde está escrito que el trabajo nos hace libres, y todos debían sentarse en un barracón de prisioneros reconstruido y, durante un instante, vivir un poco la pesadilla. Remember the children: Se narraba la historia del pequeño Daniel por medio de su diario íntimo y sus pinturas de la guerra, el gueto y el campo de concentración. Los niños podían revolver sus cajones, extender su manta y abrir las ventanas para seguir su vida, antes y después de las leyes antisemitas.
La visita continuaba a través de grandes salas oscuras, donde se proyectaban fotografías a tamaño natural y películas en blanco y negro que mostraban pueblos, campos y rostros de individuos aterrorizados. Los niños no podían entrar en las que describían los experimentos médicos o las cámaras de gas. La historia de la Shoah, iniciada desde el despuntar del antisemitismo cristiano, no escamoteaba los ejemplos norteamericanos y mencionaba la negativa de Roosevelt a bombardear los campos de exterminio, a pesar de las reiteradas demandas de los judíos de su país.
No era aquélla la primera vez que reparaba en ese mea culpa nacional. A mi parecer, la civilización estadounidense debe su tremenda fuerza a esa relación que mantiene con su pasado y que consiste en situar las propias faltas frente a sí, en observar las propias miserias y crímenes para afirmar con fuerza el orgullo de ser americano. Para un puritano, hay una remisión posible del pecado: confesar o reconocer equivale a ser perdonado. La peor de las faltas es la mentira. Nosotros, los jansenistas, nos sabemos condenados: por eso preferimos disimular el acto culpable y hacer como si no hubiera existido.
Pero ¿eran manos vivas las que surgían de las paredes de esa falsa prisión, eran los niños asesinados los que aparecían en esos guetos de papel, era acaso posible experimentar en una catarsis benéfica el camino de la muerte, la agonía humana? Ver esos rostros por espacio de un instante, oírlos hablar a la sombra de la nada, ¿equivale a ofrecer una tumba a aquellos que no tuvieron ninguna? ¿Ese mundo de palabras y de imágenes, que pretendía conducir a los visitantes por un viaje al seno del mal, contaba la vida de los hombres reales? ¿Era posible experimentar esa vida?
Como todos, yo estaba fascinado, cautivado. Ese recorrido equilibrado, interesante, documentado, reconstruido con objetos auténticos de supervivientes, visibles y palpables cabellos de mujeres de verdad, uniformes de prisioneros, botes de leche e incluso, en el tercer piso, un trozo de vía. Todas esas imágenes me producían vértigo. Trasladado al espacio de Auschwitz, yo había visto los barracones y había avanzado un paso en esa historia, la suya, la mía en la actualidad, con su intensidad creciente, su «suspense». Había visto a esos hombres como si fueran de verdad, esas figuras de niños húngaros antes del drama, esas miradas de maestros de escuela de expresión indescifrable, entre la sorpresa y el espanto, esos ojos despavoridos de las mujeres en la rampa, ese inventario fotográfico del horror, esa revelación, esa epifanía, una Redención tal vez, pues el museo del Mal no podía por menos, para satisfacer a su público, que acabar con una nota de esperanza, un happy end, cuando la última superviviente, ya anciana en la filmación, explicaba cómo, abandonada en un escalón de la muerte, fue recogida por un joven soldado americano que poco después se convirtió en su marido.
Lisa no dijo ni una palabra durante toda la visita. Caminaba con la cabeza alta y ademán pensativo. Félix tenía el semblante sombrío de los peores días. El padre Francis, por su parte, estaba locuaz; comentaba lo que veía, explicaba que quería tomar sobre sí el sufrimiento del pueblo judío, que éste era el Calvario y que también rezaba por los verdugos, instrumentos de Dios, mensajeros divinos venidos para purificar el mundo.
–Son los dolores del parto del Mesías, hijos míos -decía-, es la lucha entre el Cristo y el Anticristo.
Yo notaba que Félix estaba a punto de salirse de sus casillas. A cada palabra del sacerdote apretaba un poco más la mandíbula, al borde del estallido.
–Estamos volcados a la oración por los crímenes de Auschwitz -proseguía, con su voz temblorosa, el padre Francis-. La puerta del infierno es la puerta del cielo.
–Cállese -le espetó Félix, clavándole una mirada asesina-. Todo el mundo está en silencio aquí.
El padre Francis lo miró de arriba abajo un momento y luego esbozó una sonrisa conciliadora.
–Tiene razón, hijo mío.
En la inmensa sala del Testigo, en cuyo centro brillaba a perpetuidad la llama del recuerdo, el viejo se inclinó hacia mí.
–En confianza -susurró-, le confieso que sólo puedo soportar esta noche en la que se hunde Israel si pienso en la noche en la que nos encontramos a la espera del regreso del Mesías, para abrirnos a todos el camino de la vida, para hacer surgir la luz del mundo.
Abandoné a aquel extraño hombrecillo en el recinto y seguí a Lisa, que se encaminaba a la sala donde estaban expuestas sus obras.
Había cuatro esculturas de formas abstractas, una de las cuales me llamó especialmente la atención: se trataba de una simple piedra de granito de varios metros de ancho, situada delante de una pared, en posición horizontal. Cuando interrogué a Lisa sobre el significado de esa obra, me señaló el otro lado de la piedra, en cuya cara posterior había grabados unos nombres en letras minúsculas.
–Son los nombres de los niños muertos en Auschwitz -explicó.
–Pero ¿por qué exponerlo así, sin que se vean los nombres por delante?
–Para no hacer un monumento -respondió-. La idea de crear arte en torno a la Shoah tiene algo de incongruente, de obsceno, y más teniendo en cuenta que la escultura y la arquitectura eran piezas clave de la escenografía nazi.
–¿Y por qué una simple piedra? ¿Por qué no una escultura con formas humanas?
–Porque es imposible representar lo que pasó, ya sea en una obra de ficción, una novela o una pintura, y con mayor motivo en una escultura, que es la forma de arte más próxima a lo humano y más sujeta a la idolatría. Por eso hay que encontrar una manera de hablar de la Shoah, de hacer sentir el horror que fue, de conmemorarla, sin describirla jamás. Es la idea de los «antimonumentos».
–Pero, si no se dicen nunca las cosas, ¿cómo se sabrá lo que pasó?
–Leyendo y escuchando a los testigos, viendo documentales, separando bien la verdad de la ficción; pero no con una obra de arte, que apela al alma, a la sensibilidad. Un acontecimiento único exige una representación única: la única obra de arte que puede hacerse sobre este desastre es un documental que haga saltar todos los marcos de la representación, no mostrar los cadáveres amontononados; sino dejar hablar a los testigos, sin pretender nunca comprender.
–Pero los testigos aportan sólo una verdad subjetiva -objeté.
–Una verdad humana -corrigió ella-. ¿No es ésa la única verdad?
Me señaló una escultura de otro artista. Representaba unos rostros aterrorizados de hombres, mujeres y niños y tenía por título En la habitación.
–¿Ves, por ejemplo, esta escultura? En mi opinión, es exactamente esto lo que no hay que hacer: caer en la morbosidad y el voyeurismo. Es obsceno.
Mientras proseguía con sus explicaciones, me incliné a mirar los nombres inscritos en la piedra.
Eran muchísimos, innumerables. No sé por qué mi mirada se vio atraída hacia la parte inferior de la piedra, donde figuraban los apellidos que empezaban por S.
El corazón me dio un vuelco en el pecho. Acababa de leer el nombre de Carl Rudolf Schiller.
Capítulo 2
–Lisa -pregunté-, ¿fuiste tú quien grabó todos esos nombres en la piedra?
–No, los mandé grabar -repuso.
–Mira.
Se fijó en el lugar que le señalaba.
–Qué raro -comentó con tono sosegado-. Tiene que ser un error. El nombre de Carl Rudolf Schiller no puede estar inscrito en esta piedra. Es totalmente absurdo.
–¿De dónde proceden estos nombres?
–De una lista elaborada en Yad Vashem, el museo de la Shoah de Israel… Quizás ese hombre tenía un homónimo -añadió.
–Sería una coincidencia bastante extraña -observé-. No se trata de un nombre muy común.
–Tiene que ser un error -repitió en tono resuelto.
Después de reunimos con Félix, dimos los primeros pasos en la calle, un poco embotados.
Félix afirmó que el museo nos había trastornado. Dijo que el espectro de lo kitsch se perfilaba a través de aquellas imágenes del horror.
Félix dijo que aquello le recordaba Disneylandia.
Por la noche nos volvimos a encontrar en el gran cóctel que daban para la inauguración del documental. Félix se había puesto un traje negro sobre una camisa de tono añil y, como de costumbre, se había esmerado en tener un pelo y unos ojos relucientes. Lisa, vestida con una blusa blanca y una falda de terciopelo púrpura, se movía con gracia.
Me turbaba, no habría sabido precisar por qué. Quizá tan sólo porque era hermosa, con sus largas pestañas que daban sombra a unos ojos grises como un cielo encapotado, su piel salpicada de algunas pecas igual que un cielo estrellado, sus manos dulces y finas como medias lunas, su cuerpo delgado que se plegaba bajo el viento adverso. Había en torno a ella un silencio que la protegía, una aureola de pena y de dolor. A veces parecía completamente sola, completamente triste, y yo lo habría dado todo para consolarla y apaciguarla.
Mirarla me sumía en un estado extraño: mis juicios, mi talante no eran los habituales. De un instante al siguiente, me tambaleaba experimentando, una tras otra, sensaciones de una intensidad y una fuerza que no habría creído posibles. ¿Había pasado de una indiferencia apática a otra clase de ataraxia? Mi corazón nunca había latido, nunca había resonado antes de conocerla.
Lo que ahora diré es indecente a más no poder y carece de todo valor moral. Pero es así. El recuerdo que guardo del conjunto de esta visita a Washington es el de un viaje absolutamente maravilloso. Acabábamos de ver y escuchar las peores atrocidades, y yo nadaba en la felicidad. Estaba enamorado o, lo que es lo mismo, estaba situado más allá de la moral, en una burbuja de egoísmo que sólo sabía de ella y de mí. Nada habría podido interponerse a mi euforia, ni Dios, ni la sociedad de los hombres, ni la propia naturaleza. Ni siquiera el horror de la Shoah llegaba a empañar mi felicidad. Solamente tenía ojos para ella. Veía el espanto a través de ella: era hermoso. Me producía estremecimientos de placer. Estaba contento de estar allí, al lado de aquella mujer que sufría en silencio; me sentía útil, aquello me brindaba la ocasión de aproximarme a ella. Era como si participase de su historia, era como si esa experiencia nos reuniera. El corazón es un órgano fascista, irracional y monolítico, un imperio fanático y totalitario. Por ella habría podido atravesar todas las barreras, humanas e inhumanas. ¿Quién ha dicho que el amor es una virtud moral?