El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–¿Quién sabe?… En fin, Elgar no me inspira las mismas ideas.

–¿No? ¿En qué te hace pensar?

Me hundí en el sillón y, exhalando un bocanada de humo, repuse:

–En los Archivos, por ejemplo, quince mil millones de documentos que, puestos uno al lado de otro, cubrirían más de dos mil quinientos kilómetros…

Y aparte, en ti. En ti, a quien tu madre esperaba en la ventana cuando volvías del colegio. Te veía, estudiosa, aprendiendo a tocar ese violín que yo había advertido en el comedor de tus padres. En todos esos judíos que, en los campos, hacían resonar su instrumento en los oídos del verdugo. En tu madre, arrestada por la Gestapo; en tu abuela, cuyo nombre llevas tú: te pareces a ella. Tenía el pelo blanco, recogido en un moño, y unos ojos azules muy dulces; era una dama menuda y delgada, vestida con ropa oscura. O bien en una mujer de mejillas hundidas y ojos grises, una mujer vieja que no había envejecido. Tú, para siempre.

Hoy en día, cuando escucho el concierto para violoncelo de Elgar, vuelvo a revivirlo todo: no hay nada como la música para evocar el pasado, con tanta precisión y tanta profundidad de espíritu. El gusto, el olfato o el tacto proporcionan efluvios intensos pero fugaces; y el esfuerzo, inmenso, para reconquistar el recuerdo es casi un trabajo para el alma. La visión de un sitio en otro tiempo habitado, antaño frecuentado, puede provocar una formidable nostalgia, pero el recuerdo de las épocas pasadas sigue siendo borroso, pues, capturado por la vista, no puede vagar por las zonas más recónditas y alejadas. Con la música, todo se ordena y se dispone como bajo el efecto de una máquina de remontar el tiempo. La música produce un impulso del corazón que dura y se profundiza, igual que una conversación entre dos amigos que rememoran lo mismo. Por eso nada puede entristecer más que un fragmento musical: el pasado es evocado con tal fuerza que uno casi siente que ha retrocedido y luego la caída hasta el presente es aún más vertiginosa.

Sí, la música es una gnosis que revela los conocimientos enterrados en lo más hondo de nuestro interior. ¿Quiénes somos? ¿En qué nos hemos convertido? ¿Dónde estamos? ¿Adónde nos hemos visto arrojados? ¿Adónde vamos? A veces uno reflexiona sobre estas preguntas y otras no se las plantea, simplemente porque es feliz.

«En el Oriente desierto…» ¿Es preciso que sepa hasta tal grado lo que fui? A Lisa, tan bella, se le saltaron las lágrimas de tanto reír durante aquella cena demasiado regada de alcohol. Lisa callaba, escuchaba con su semblante sereno y bailaba el vals al final de la velada. ¿Es preciso que sepa hoy hasta qué punto he perdido mi felicidad? Mi cuerpo y mi alma sufren porque se acuerdan de lo que éramos y saben también en qué nos hemos convertido.

Entonces bailábamos, bailábamos y girábamos cada vez más rápido, ebrios de velocidad, ebrios de pesadumbre y ebrios de cólera, de la rabia surgida del fondo de las edades, y con ella subía una risa suave que hacía estallar el mundo irrisorio. Paneles enteros de la vida cotidiana se venían abajo con cada carcajada, que significaba: todo es un mero juego en el que uno se deja embarcar, un juego de pretextos falsos que se rodea de todos esos seres que hacen creer en su apariencia y que cuando se vuelven dejan aflorar otros aspectos, aquellos que no se ven nunca, y en torno a ellos todo vacila, el cielo, la tierra y las estrellas, y todos los valores, el bien y el mal, bailan, bailan juntos y flotan, flotan y dan vueltas en la sombra, aquí y en ninguna parte, en otro lugar, de repente semejantes, tan parecidos, tanto, que ya no se sabe cuál es uno y cuál es otro.

Ahora estoy solo y no hay nadie más que yo como referencia de mi espíritu, de mi pensamiento, de mi alma y de mi cuerpo, y debo revivir mediante el doloroso proceso del recuerdo todo lo que ella me había revelado en un relámpago, una fulguración: la felicidad y la tristeza, la espera y la impaciencia, el amor y el odio, el fervor, todo lo que supe como por arte de encantamiento, el vasto territorio del hombre. Sí, aprendí sin querer, como se mira sin ver o como se ama sin saber.

Para siempre, la música de Elgar será para mí la del origen, la de los balbuceos, cuando todo es puro y perfecto, cuando todo se dice por lo que no se dice, por la elocuencia inigualable de la mirada, cuando sólo existe el silencio para expresar lo que se siente, pues las palabras, demasiado abruptas, demasiado vulgares, desharían lo que enuncian: ese discurso infinitamente frágil y delicado de los primeros amigos. Para siempre, la música de Elgar será para mí la del final, pues en el momento más perfecto anunciaba la llegada del desastre.

La noche posterior a aquella cena, no dormí; dormité y me desperté sobresaltado para ver el icono de su cara. Un par de ojos angélicos, de una dulzura infinita, un rostro ovalado con un hoyo en la barbilla que se había hundido cuando sonrió, una boca de labios finos y rosados, una piel diáfana, un cabello negro que constituía el marco más dulce que se pueda imaginar para este cuadro, este retrato de artista.

¿Era preciso que, una vez más, un cristiano venerase a una mujer judía como su diosa? Entonces comprendí por qué Dios tenía una madre. Era la Virgen, tenía la gracia hierática de las madonas de la Edad Media.

Al día siguiente desaparecimos en el aire, hacia Washington, donde tenían lugar los actos conmemorativos de la Shoah. Allí conocimos al filósofo Ron Bronstein… y nos adentramos más en el camino del infierno.

Segunda parte

Capítulo 1

Usted lo sabía, lo sabía todo. Como los profetas Amos, Oseas e Isaías, usted anuncia la catástrofe, la destrucción, sabía lo que íbamos a ser porque sabía lo que éramos. Usted es la mirada absoluta, usted sondea las entrañas y los corazones, por su sabiduría tiene conocimiento de la vanidad del hombre que siempre quiere convertirse en Dios.

Dios: eso era Félix. Nada lo asustaba, ni siquiera la muerte. En su vida de periodista había hecho de todo: reportajes en los guetos negros de Nueva York, encuentros secretos con los terroristas o los dictadores. No se trataba de valentía ni de temeridad: desconocía el miedo. Lo que lo asustaba lo atraía, lo fascinaba. ¿Era fatalismo? ¿Era inconsciencia? Incluso si, al interesarse por el asesinato de Carl Schiller, hubiera previsto que iba a verse engullido en semejante espiral, no habría dudado en precipitarse en ella.

A pesar de las diferencias existentes entre Félix y yo, había algo que nos unía de manera profunda. Esa era quizá la verdadera razón, la clave de nuestra complicidad: nuestros focos de interés no estaban tan alejados. El objeto de mis investigaciones -me refiero a lo que me animaba, al sentido de mi búsqueda- era aprehender, a través de la Shoah, el origen del mal absoluto. Félix era un periodista de grandes reportajes, y obraba guiado por el mismo ideal cuando se enfrentaba a los escándalos, a los crímenes sórdidos, a los conflictos y a las guerras. Sus investigaciones, como las mías, consistían en interpretar y analizar los documentos, rastrear las marcas y las huellas, reunir los testimonios y comparar las versiones para sacar a la luz la verdad: para comprender el Mal.

No obstante, en esta empresa similar, cada cual procedía de modo distinto. Él estaba enamorado del presente; yo era el hombre del pasado. A él le interesaba la realidad que se desarrollaba ante sus ojos o lo que acababa de suceder, nunca hechos lejanos. Yo prefería las excavaciones, las pesquisas entre documentos dudosos; me complacía abrirme paso a través de las adulteraciones solapadas, los añadidos falsos, los vestigios o los fragmentos. Yo era el hombre de los esqueletos y las cenizas, el detective que lleva a cabo su investigación después del crimen, que sigue la pista de la verdad enterrada bajo la mentira de los años, de las pasiones y de los intereses. En tanto que historiador, yo no era coetáneo de los hechos, pero era el primero en descubrir y anunciar, con minuciosidad y precisión, en buscar, igual que el explorador o el arqueólogo, el filón de las vidas fenecidas y hacer brotar su oro negro.

No obstante, de la verdad obtenemos únicamente una huella. Así son las cosas de los humanos. De las acciones, de los hechos y de los grandes discursos queda tan sólo la pisada sobre un suelo polvoriento, la sombra de una momia en un panteón oscuro…, ciudades enterradas, ruinas y escombros. De las palabras perdidas de la Sibila a las informaciones de los telediarios, sólo tenemos relación con esas marcas fugitivas de un fenómeno imposible de captar: el hecho improbable. Porque el pasado no es un dato, es un recuerdo en perpetua evolución.

Para el historiador del tiempo presente, las huellas son menos tenues: son los testimonios, leyes y decretos, decisiones judiciales, anuncios y proclamaciones, discursos, periódicos, papeles, cartillas de racionamiento, permisos, pases, pasaportes. Están asimismo las órdenes, las propuestas, los informes, las cartas, los diarios de guerra, los documentos personales y también las listas, materiales dispersos en los centros de archivos y en las bibliotecas, medio destruidos, medio quemados.

Y además están las personas. Recuerdos, heridas, números grabados en los brazos. Palabras de supervivientes, de testigos. Memorias vivas, frases entrecortadas, llantos, miedos, dudas: huellas. Como dijo el historiador caído en la batalla, la historia no es la ciencia del pasado, sino la ciencia de los hombres inmersos en su tiempo. Lo humano es su materia de estudio, y la duración, la herramienta más apta para aprehenderlo: gracias a ella se desvela lo mejor. Porque es el tiempo lo que nos revela al hombre: igual que un prisma, refleja las fragmentaciones de lo real.

Yo había visitado con frecuencia la Costa Oeste y había ido varias veces a Nueva York, cuya fuerza y decadencia futuristas me agradaban en especial, pero Washington era diferente. Al descubrirlo, comprendí lo que significaba el Nuevo Mundo. Era un imperio que dominaba el universo, como lo habían sometido el imperio griego o el imperio romano, por medio de su potencia política y económica. Era una civilización, era la nueva Atenas: un esplendor de mármol blanco, de columnas y de frisos.

Aquí todo era lento, majestuoso. Aquí se habían tomado el tiempo suficiente para construir una República tan importante como las de la Antigüedad. Por todas partes podía divisarse el cielo: no era sólo la capital de Estados Unidos, era el centro del mundo. La cúpula del Capitolio, sus pilastras neo-helenísticas, las águilas de las cornisas, las omnipresentes estatuas de generales y jefes de Estado en cada esquina daban prueba del predominio de esa democracia fundada en el ideal de la libertad. Aquello era Atenas en sus tiempos gloriosos: uno sólo podía sentirse fascinado o anonadado. Encaramado en lo alto de una colina igual que el Partenón, el Capitolio, simétrico, imponente, es el cuartel general de los emperadores o de los dioses. La biblioteca del Congreso, en el Jefferson Building, es, como la de Alejandría, el santuario del conocimiento universal, con su vestíbulo inmenso, sus escaleras, sus frescos en los techos, sus pinturas y sus mosaicos. Uno de ellos representa a la diosa Minerva sosteniendo una lista de las disciplinas académicas y otro escenifica las etapas del saber humano: de este modo, este país posee también el conocimiento, como si hubiera recogido lo que cada civilización ha aportado a la humanidad, cuyo punto culminante sería él. Tres medallones figuran la medicina, la ley y la teología, consideradas como las artes mayores. La ley, en el centro, es reina de este país, depositaria suprema de la democracia: una pasión para esta nación amante de la moral.

El Museo del Holocausto acababa de abrir sus puertas, después de seis años de obras. Su ubicación simbólica -en el inmenso Mall, cerca del monumento a Washington- demostraba que la Shoah era parte integrante de la memoria estadounidense es decir, de la memoria mundial.

No en vano los museos y los monumentos están ahí, al igual que la historia de Herodoto, para forjar el espíritu de las naciones, para dispensar la educación popular adecuada para cimentar la unión de un pueblo. Como en los templos de las sociedades antiguas, en ellos se oficia la religión de la República: la historia. El Museo del Holocausto no difería de la norma: había que integrar el suceso en la conciencia norteamericana.