El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Félix encendió el puro y le dio una calada. Sus ojos atravesaban el humo como un par de bolas fosforescentes. El humo salía de su boca y subía hacia el techo, formando volutas azules. Tenía la expresión sombría, muy sombría.

–De un hijo monstruoso… -se contestó él mismo.

–Sí -admití-, es un viaje muy extraño…, que desafía todos los principios de la moral y los límites normales del pensamiento, para ir hacia las zonas más alejadas de lo que se considera humano. Cuando un hombre mata a un hombre, yo puedo decir por qué y cómo. Pero no me corresponde a mí castigar al asesino. Eso supone que se lo considera culpable, cuando el crimen no es más que una opinión sobre la cual divergen las civilizaciones, culturas y épocas. Por esencia y por deontología, nosotros estamos más allá del bien y del mal. La verdad, la verdad es lo único que nos preocupa, aunque sea atroz, aunque sea inmoral e inmunda, aunque sea innominable…

–El padre Francis no estaba equivocado del todo, entonces. Es peligroso frecuentar al Diablo.

–Pero a ti nunca te ha dado miedo el peligro.

–Al contrario, me atrae… Pasando a cuestiones concretas, dentro de cuatro días se celebra esa reunión para la presentación de un documental importante sobre la Shoah. Me pareció entender que Schiller era una de las personas filmadas.

–¿La reunión de Washington a la que se refirió el padre Francis? – pregunté-. Recibí un folleto hace unas semanas. – Saqué un programa del maletín.

–Ron Bronstein da una conferencia después de la proyección de la película -dijo Félix, mirándolo-. ¿No es el hombre del que habló el padre Francis?

–Sí…

–Creo que realmente deberíamos ir, sobre todo tú: te encantan ese tipo de actos.

–Sí -convine sin entusiasmo-. Puedes ir tú, si quieres.

–¿No me acompañas?

–Tengo cosas que hacer aquí. No puedo tomar el avión así, sin más, de un día para otro.

De repente, después de pasar la página del folleto, Félix sonrió.

–De todas formas, no es grave. No estaré solo.

Me enseñó un apartado del programa: «Exposición de esculturas de Lisa Perlman, con la presencia de la artista.»

Lisa Perlman… Todavía hoy, al pronunciar ese nombre, me acuerdo del lugar primigenio, de los susurros infinitos, del púrpura y del añil, del verde aceituna y del oro, de la espuma blanca del río y de todos los frescores de las madrugadas y también de los crepúsculos, cuando, bajo un cielo rosado, los árboles proyectaban sombras serenas. Ojos agrandados, sonrisas que hechizan, cabellos de Lisa, mar sin arrugas, pequeñas en torno a los ojos, formadas cuando reía, risas afables, impregnadas de mansedumbre, risas sencillas, sin venganza. Venganza: de todos mis vagabundeos a través del tiempo, de mi vida y de su sentido. Lisa. Ese nombre tenía el sabor de la primera rosa, aquella que yo aspiraba con felicidad: un viento cálido repleto de olores. Los zarzales de color esmeralda y violeta delimitaban los dorados rastrojos.

Al día siguiente por la noche, Félix tuvo la idea de invitarnos a los dos, para que yo pudiera volver a verla.

Normalmente, cuando cenábamos juntos con Félix, yo preparaba pescado a la plancha o al horno. Soy vegetariano. Dejé de comer carne a los diez años: considerando mi carácter demasiado blando, mi padre me había llevado a visitar un matadero «para templarlo».

Lisa se había ofrecido a ayudarnos con la comida. Trajo una carpa para preparar un plato típicamente asquenazí: el geffilte-fish y una especie de paté de pescado endulzado. La carpa, recién sacada de la pecera de la pescadería, coleaba todavía cuando la extraje de la bolsa de plástico. Agitaba la cola con movimientos convulsivos y abría y cerraba con pánico las agallas, tratando en vano de aspirar, pues sólo había aire y el aire aún la acababa de asfixiar más. Cuanto más respiraba, más se intoxicaba y más violentas y desesperadas eran las sacudidas de su cuerpo. Puesta en el borde del fregadero, la escurridiza carpa escapó varias veces de las manos de Lisa y se deslizó hasta el interior del barreño. Entonces, con gesto brutal, Lisa la sacó y la retuvo con firmeza con una mano, mientras con la otra tomaba un cuchillo de cocina con el que le rebanó la cabeza. El cuerpo del pez decapitado experimentó aún algunas sacudidas y la cola algunos espasmos. La sangre chorreó por toda la pila, manchando las manos de Lisa de una sustancia roja.

Desescamó el pescado manteniendo el cuchillo bien recto sobre el cuerpo inerte y luego lo abrió con un movimiento oblicuo de una extrema precisión, desde lo alto de la cabeza hasta debajo de la aleta ventral superior. Después, con un cuchillo más pequeño, penetró en el vientre del animal y lo limpió. Con su mano larga y ágil, sacó un amasijo de órganos que tiró a la basura. A continuación cortó con precisión cuatro filetes de carne de carpa, que mezcló con zanahorias y miga de pan para formar una pasta untuosa mientras yo la observaba con atención, sin perderme ninguno de sus movimientos.

Nos sentamos a la mesa y nos regalamos con el plato deLisa, acompañado con rábano blanco del que yo me serví en abundancia. Al cabo de poco me sentí sofocado; me lloraban los ojos y a Lisa se le saltaban las lágrimas de tanto reír.

–Pero ¿no sabías que el rábano blanco es muy picante?

–Sí, claro -contesté-. Pero no me he fijado, soy un poco distraído…

–Me recuerdas a Béla. Cuando era más joven, quiso impresionarnos y se zampó entero todo el cuenco de rábanos blancos.

–¿Y qué pasó? – pregunté yo, al borde de la asfixia después de tomar una simple cucharada.

–Fue toda una odisea. Tuvieron que llevarlo al hospital y hacerle un lavado de estómago. Parece que podría haber sido grave.

–¿Lo ves a menudo, a tu hermano Béla? – inquirí prudentemente-. ¿A qué se dedica?

–A qué se dedica… -repitió Lisa-. A veces hace trabajos de fontanería, para ganar un poco de dinero…

De repente, como si temiera haberse ido de la lengua, se ruborizó y cambió de tema.

–¿Y tú? ¿Tienes hermanos?

–No, soy hijo único…

–¿Y tus padres? ¿Los ves a menudo?

–No, muy poco. No viven en París.

–¿No naciste en París? – preguntó Lisa.

–Sí… -respondí, tras un instante de duda-. Nací en París, pero mis padres se fueron a vivir a otra parte.

Mentía. Nací en Estrasburgo, pero me avergonzaba de mis orígenes provincianos. Me había trasladado a París al acabar el bachillerato, había cursado todos los estudios posteriores allí y consideraba que una quincena de años eran suficientes para naturalizarme. Desde entonces no había vuelto a abandonar la capital. Félix, que era parisino, había vivido una infancia normal, en una familia cariñosa y sociable, que lo había inscrito en los mejores colegios, que lo llevaba a visitar los museos y las exposiciones, que lo dejaba ir con sus amigos a las grandes avenidas del jardín de Luxemburgo…, la infancia que yo habría soñado tener.

De Estrasburgo conservo el recuerdo de una ciudad apagada, muerta: las calles se vacían desde las primeras horas del crepúsculo, y las avenidas mal iluminadas reflejan sólo las sombras impasibles de los graves edificios germánicos. Recuerdo los inviernos crudos, y tenebrosos, en que la oscuridad cae sobre la ciudad a partir de las tres de la tarde; recuerdo el cielo como una sucesión de chapas de plomo sobre nuestras cabezas, malos augurios emanados de los dioses encolerizados que hacían rechinar los dientes hasta que por fin estallaba su furia. Recuerdo los veranos sofocantes, de un calor húmedo que volvía el cuerpo pesado y flojo. Tomábamos duchas heladas a todas horas. Algunas veces atravesábamos la frontera del Rin para ir a la piscina en Alemania, donde el agua era más fresca y más limpia y había menos gente. En eso consistían nuestras vacaciones. Nunca nos movimos de la Alsacia natal: mis padres debían ocuparse de sus padres, demasiado ancianos para quedarse solos o para viajar. Para hacer correr más deprisa aquellos días de verano interminables, me iba en canoa: llegaba con mi pequeña embarcación hasta los parajes más apartados de los brazos del Ill, hundía mi remo en las aguas pringosas, aún más sucias en verano, como si ellas también se pusieran a sudar, a exudar miasmas y humores glaucos, y las ratas de agua daban vueltas y vueltas, felices, como bailarinas acuáticas.

–Yo -dijo Lisa- soy un espécimen del Marais. Nunca he dejado este barrio, desde que nací. Fue mi padre quien lo eligió. Había estado allí antes de la guerra, para visitar a unos primos. Entonces era distinto: era un pueblo de emigrantes llegados de todas partes, de todos los rincones de Polonia, de Alemania, de Rusia… Se parecía a lo de ahora, había tenderos, panaderos, carniceros, pero todos hablaban yiddish: era un shtetel[1] reconstruido en París. La gente se ayudaba, como si fuera una gran familia. Después, en 1942, todo eso quedó a un lado y los policías se presentaron en las casas para arrestar a personas a las que conocían de toda la vida. Mi padre no volvió a ver a sus primos; pero algo lo impulsó a regresar a ese barrio, como para hacer revivir las cenizas.

–Dime, Lisa -preguntó sin tapujos Félix, interrumpiendo el silencio que se había producido-, ¿qué sabes tú del asunto Schiller?

Ella lo miró, turbada.

–¿Otra copa? – dijo, tomando la botella de champán-. No sé nada de ese pobre hombre -acabó por añadir, ante la mirada insistente de Félix.

–¿Nada? ¿Y tu padre, lo conocía bien?

De repente lo observó con fijeza.

–Me parece que has ido a interrogarlo varias veces sobre eso, ¿no?

–Sí…

–¿Y bien?

–No dijo nada.

–Creo que Schiller era el único hombre a quien mi padre se dignaba dirigir algunas palabras, pero no me preguntes por qué.

A continuación compuso una expresión desarmante con la que daba a entender que no deseaba continuar con ese tema. Félix pareció comprender.

Esa noche bebimos mucho, tres botellas de Deutz y luego armagnac. Hablamos hasta muy tarde y después escuchamos música. Era un concierto de Elgar, cuyas lúgubres notas seducían mi corazón y lo transportaban con violencia hacia el que las emitía. Esa melodía romántica, sombría, a veces cruel, era como un presentimiento terrible y fulminante.

Todavía hoy en día, cada vez que la escucho, mi cuerpo entero se agita con un escalofrío. Es como una amenaza que pesa y que aterroriza, como una emboscada en las tinieblas, algo que se acerca y se amplifica de manera inexorable, un complot que se decide, un severo decreto, un monstruo implacable. Esta música que anuncia, se da completamente, se da y arrastra: no tiene necesidad de ser comprendida como las composiciones contemporáneas, es ella la que comprende. Susurrando al oído, penetra en todas partes, como un viento que se precipita sobre la ciudad, toma cada calle, barre tada avenida, para acabarse en forma de magistral tempestad. Ni afectada ni almibarada como las músicas románticas, ni guerrera ni plomiza como la de Wagner, se precipita, apasionada, como una ola contra una roca, estalla como mil truenos, como un mar enfurecido, arrastra, como un diluvio arrasa, como un recuerdo infinitamente triste hace resonar mi alma de pesar, de tristeza y de dolor, sí, de dolor. Un diluvio, una tempestad en mi corazón. Las aguas se ensanchan y forman una masa enorme sobre la tierra y nosotros nos dejamos llevar, a la deriva, en la superficie de las aguas; y la crecida cobra cada vez más fuerza y, bajo el firmamento entero, las montañas más elevadas quedan anegadas, toda carne expira y todo ser que respira se asfixia y todos los que inspiran el aire como aliento de vida, todos los que viven sobre la tierra firme mueren y todos los nombres quedan borrados.

–¿Querrás creer -comenté a Lisa, mientras escuchábamos elevarse las volutas- que los nazis eran unos apasionados de la música clásica?

–Sí -respondió-, aunque habría que ver de qué clase…

–Cuando era un adolescente exaltado, Hitler se empapó de las obras de Wagner. Uno de sus amigos, Kubizek, explica que durante un paseo nocturno en la colina de Freinbeg, después de haber asistido a la ópera de Wagner Rienzi, el joven Hitler se puso a hablar de repente con una extraordinaria exaltación: confundía su porvenir con el del pueblo alemán, como Rienzi percibía una misión para sí, que consistía en liberar a su pueblo.

–¿Esa ópera de Wagner podría haber decidido el destino de Alemania… y de los judíos?