Nuestro acompañante era un hombrecillo muy peculiar, aquejado de una rara y leve cojera que le hacía decantar su cuerpo ora a la derecha, ora a la izquierda, como si tuviera las dos piernas demasiado cortas y demasiado largas a la vez. Hablaba mucho, a trompicones. Era sacerdote de una abadía próxima a París, donde los monjes consagraban la vida a los pobres. Se hacía llamar padre Francis.
Cuando le confié que era historiador, especialista en la Shoah, se detuvo en seco bajo el puente metálico del metro elevado y, con la mirada iluminada, exclamó:
–¿Trabaja entonces sobre el Holocausto? ¡Ustedes los historiadores no temen ni al Diablo!
Félix arrugó el entrecejo con aire interrogador. Oímos un zumbido, el suelo tembló y, mientras se acercaba el metro sobre nuestras cabezas, el sacerdote gritó, para compensar el ruido:
–A Satán, ya sabe, el padre de la mentira y el autor del mal, aquel que hace que el hombre se revuelva contra sí mismo. – Se aproximó a nosotros y, en tono confidencial, prosiguió-: Un consejo: ¡tenga cuidado! Corre el riesgo de perderse en el fondo de la siniestra humanidad. Ya conoce el viejo mito de la posesión: ¡el hombre al que el Diablo ha apresado ve quebrada su unidad para siempre jamás!
Su boca tenía una expresión voluntariosa y algo arrogante. Sus ojos, pequeños y vivos, se desplazaban de Félix a mí y luego de mí a Félix. Parecía casi vacilar sobre sus piernas demasiado cortas. Sus cabellos hinchados por el viento formaban una masa impresionante alrededor de una cara demacrada. Tenía la frente perlada de gotas de sudor. De improviso se inclinó, me tomó de la muñeca con una mano y posó la otra sobre el hombro de Félix como para formar un corro de conspiradores.
–Deben tener cuidado con ustedes mismos y con aquellos a quienes conozcan -susurró-. ¡Las personas henchidas de un éxtasis demoníaco tienen un poder que proviene del abismo y que controla su conciencia! ¡También ustedes corren el riesgo de ceder a la Ambición!
–¿A qué ambición? – pregunté yo.
–¡A qué ambición va a ser! – replicó, ceñudo, el padre Francis-. ¿Acaso hay varias ambiciones? ¡La ambición de ser Dios, por supuesto!
Félix le dirigió una mirada cargada de ironía.
El viejo se encogió de hombros y después continuó, dándonos un abrazo:
–Sea como fuere, el verdadero responsable, en definitiva, el auténtico asesino, a quien todos señalarían con el dedo si tuvieran valor para ello, ya saben ustedes quién es. Es el más poderoso, el más omnipotente, el más eficaz y el más sutil, el más inquebrantable, el más violento, el más terrible y el más feroz, el más impetuoso y el más reflexivo, el más inteligente, el más incomprensible y el más legítimo de los asesinos.
–¿A quién se refiere? – pregunté, aprovechando la pausa que había abierto.
–A Él, claro está -contestó el padre Francis-. ¡A Dios! A Él, origen de las cosas, principio primigenio, puro, perfecto, poder supremo, eterno, infinito y absoluto. El inefable, el oculto. ¿Es que no ven que hay dos mundos irreconciliables? ¿El mundo de la plenitud y de la perfección, mundo eterno del Dios padre y su cortejo de ángeles, y el mundo fenoménico, constituido por los eones del Mal? El creador de este mundo, el que regula el cosmos, no es el mismo que la divinidad suprema. Presten atención: el verdadero creador es Satán, el dirigente de los eones, que ocupa una posición privilegiada en el mundo celeste. En algunas tradiciones se dice que él es el hermano mayor de Jesús.
Lo miramos sin saber muy bien qué responder, buscando la manera de zafarnos de él. Pero prosiguió, con vehemencia creciente:
–Satán, ¿saben? El Demiurgo, el que posee el mundo, la vieja serpiente, el Diablo, el rey de los demonios, el príncipe de las tinieblas… Sí, créanme, él es el auténtico creador de este mundo. En el comienzo, el Demiurgo creó el tiempo; hizo el espacio y la materia, intentó copiar la infinitud de la eternidad, pero lo único que consiguió hacer fue este universo de corrupción y desintegración. Y de este modo inventó al hombre de carne y hueso, a partir de la tierra, del barro y el polvo. De este modo creó esta tumba andante, concebida en la inmundicia de la sexualidad, que nace mediante las convulsiones grotescas y repugnantes del parto…
–¿Adónde quiere ir a parar? – dijo Félix, separándose con violencia del abrazo del viejo.
–¿Acaso no ven -repuso éste en voz algo más baja- que el asesinato de Carl Rudolf Schiller tiene una significación teológica? ¿Esa escisión, no les recuerda nada? Se trata de algo muy grave…, que no tiene nada que ver con una simple disputa de capilla.
Por encima de nuestras cabezas pasó el metro, como un tornado infernal.
–Lo que quiero decir es que lo que está en juego aquí tiene una importancia tal que puede conducir al asesinato -continuó el padre Francis-. He visto a personas a las que indignaban tanto las afirmaciones de Schiller que juraron que sentían deseos de matarlo.
–¿Quién, por ejemplo?
–Pregúntenle a Ron Bronstein, el filósofo israelí, qué opina al respecto. Él y Schiller llegaron incluso a las manos… Vayan a verle: la semana que viene se celebrará en Washington una gran reunión de teólogos en torno a la cuestión de la Shoah, él está invitado. Puedo adelantarles que yo también asistiré.
Con este anuncio, el curioso hombrecillo se separó de nosotros y nos dejó proseguir nuestro camino a través de un dédalo de calles sombrías, imbricadas como un vertiginoso entramado de causalidades. La oscuridad se abatía sobre la ciudad y el pequeño astro, lleno ese día, tomaba despacio el relevo del mayor, su hermano, el dios que ya no era tal, cuya potencia refractaba aún, en forma de pálida claridad, en los círculos inferiores. Sin embargo, se trataba sólo de una bruma, una ilusión más, que escondía lo que parecía revelar, enmascarando las emboscadas, volviendo las aceras lisas cuando en realidad estaban sucias y confundiendo en la negra opacidad los verdaderos contornos de las casas. Ante nosotros partió a la carrera, con un chillido estridente, una rata.
Alcé la mirada hacia el cielo arrebolado. Ese Dios, pensé, creador del mundo, que dio forma a Adán y Eva, que los instaló en el Paraíso para prohibirles lo mejor que en él había, ese Dios que los expulsó de allí y maldijo a su descendencia hasta el Diluvio, ese Dios que se ensañó contra el hombre, que derramó las calamidades sobre los hijos de Noé y sobre los hijos de sus hijos, ese Dios, ¿podía ser lo que pretendía? ¿Acaso no era un demiurgo que se había burlado del hombre, ese ser falible cuya alma surcaban sin embargo los ríos del Edén, la fuente viva, la chispa inagotable, la del verdadero Dios? ¿Dios es uno, es el mismo o está habitado por otro Dios igual de poderoso que él, pero malvado? El otro Dios, el apóstol del Mal…
–¿Qué crees que ha querido decir? – me preguntó un poco más tarde Félix, mientras concluíamos la velada en el Lutétia.
–¿El vejete? Quizá que ese Ron Bronstein es una pista interesante para el asesinato de Schiller.
–No, cuando ha hablado de Dios.
–Ah, ya… Me parece que hacía alusión a las doctrinas gnósticas.
–¿Lo cual significa…?
–El gnosticismo era una religión de misterio y sociedades secretas. No la conozco muy bien, pero sé que más que una religión era una teosofía: un conocimiento de lo suprasensible.
–¿En qué consiste ese conocimiento?
–Es el saber referente no sólo a Dios…, sino también al Diablo. Los gnósticos son dualistas. Creen en dos dioses, en dos principios que organizan el mundo, uno bueno y otro malo.
–En mi opinión, ese hombre se equivoca en lo de la Shoah -señaló Félix-. La Shoah no es la victoria de Satán. Además, no es un fenómeno religioso, es una manifestación de odio al otro, de aborrecimiento de una minoría en cuanto grupo constituido. No hay nada místico ni metafísico en eso. Tú mismo me lo has enseñado: era un crimen organizado, burocratizado, industrial, consecuencia de una trama precisa, de una sucesión de móviles y de acontecimientos que, al final, desembocaron en el horror.
–Pero precisamente en eso reside la derrota de Dios: en ese resultado imprevisto pero ineluctable de una larga política de persecución, sumada a las dificultades económicas y sociales de un pueblo angustiado.
–No es la derrota de Dios, es la derrota de los hombres… Basta con ver la cara de un niño asesinado para dejar de creer en todas esas bobadas.
Capítulo 5
¡Oh, Dios! Durante un momento, hubo un silencio que ni Félix ni yo nos atrevimos a quebrar. Odioso; ésa era la palabra que me venía a la mente. El Dios único y todopoderoso, el Dios bíblico, el creador que hizo del hombre un ser racional, que no abandona al que peca, que lleva a cuestas la gracia de su misericordia, el Dios gracias al cual se reproduce la vida, crecen las plantas y se abren las flores, aquel de quien emana toda norma, forma y orden, ese Dios, ¿era el que había permitido la barbarie? El que obró el milagro de crear cielo y tierra, al hombre y a todos los seres vivos, de los más grandes a los más pequeños, minúsculos e insignificantes, el que libera y salva, que produce señales y prodigios, el que da plumas a los pájaros, hojas a los árboles y agua a los ríos, que aporta la paz entre los hombres, que los saca de la hoguera y de la llama ardiente, que los salva del Infierno, el que triunfa sobre los malvados, que los combate hasta el confín del mundo, el refugio, la fortaleza, el amparo siempre ofrecido en la necesidad, el Todopoderoso, en fin, ¿era el mismo Dios que el de la Shoah? Evita el mal, obra el bien y tendrás siempre una morada.
–¿De ahí viene tu interés por la Shoah? – preguntó Félix.
–Quería comprender… Sacar a la luz la verdad, adquirir el conocimiento de lo que ocurrió. No podía conformarme con representaciones falsas o simplistas. Quería hacer aflorar la lógica de ese pasado…, algo que sólo ahora es posible.
–¿Por qué sólo ahora?
–Porque comenzamos apenas a disponer de la perspectiva necesaria y la distancia adecuada. Porque hay un relevo de generaciones. Antes todo era confuso, multiforme, ininteligible. Para el contemporáneo de un hecho es difícil discernir la causa del efecto y aún es más duro hacerlo cuando se es juez y parte. La visión que se tiene de él ha de ser necesariamente fragmentaria. Gracias a la historia, es posible saber más que quienes vivieron el acontecimiento…
–¿Más que los testigos, quieres decir?
–Sí, en cierto modo, porque nosotros nos situamos más allá de todo prejuicio moral. Los testigos, en cambio, son parte interesada. A menudo pretenden que los historiadores den fe de su propia visión de las cosas. Pero nuestro compromiso, nuestra única ley, nuestra obligación, es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad… No digo que sea siempre fácil. Cuando me enfrasqué en esta tarea, trabajaba en soledad, vivía en un mundo cerrado en el que me encontraba solo frente a mí mismo y a mis documentos. En el centro de los archivos de Alemania donde trabajaba, éramos dos los que abríamos las puertas cada mañana, a las ocho: un viejo coronel encargado de realizar una investigación para el ejército y yo. Al principio me daban náuseas; es duro estar inmerso todo el día en los bajos fondos de la humanidad, cambia la forma de ver el mundo. Se pierde por fuerza una parte de inocencia. Cuando comencé a estudiar los campos de concentración, me impuse la misión de saberlo todo, todo, hasta el funcionamiento de los hornos crematorios. Para mí aquello tenía una importancia vital, porque los alemanes querían que no quedara ni rastro ni cadáver. Las personas no morían: caían en la nada, desaparecían. Había que comprender. Comprender cómo y por qué asfixiaron y mataron a millones de personas, entrar en la lógica de ese proceso. Por eso son tan importantes los documentos: son objetos, restos tangibles de lo que ocurrió. Con el tiempo aumentó mi convencimiento de lo necesario que es definir las fuentes y las pruebas, necesario y esencial, porque los testimonios se equivocan o bien nos engañan, porque dependen de la fragmentación de la memoria humana. Cuando, a partir de un documento, consigo hacer salir a la luz un hecho nuevo y probarlo, experimento un sentimiento de victoria y orgullo, como si fuera padre…
–Pero ¿padre de qué?