El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

La mujer que había arrojado ácido sulfúrico a la cara del abogado de Ferrara y cuya familia había sido casi por completo exterminada en Auschwitz era una israelí que vivía en Francia: se llamaba Tilla Perlman.

El segundo abogado del acusado se había suicidado misteriosamente en su despacho unas semanas después de hacerse cargo del caso. Su cadáver había sido descubierto por un médico que se encontraba allí por casualidad: se trataba de Paul Perlman.

El 2 de diciembre de 1997, en el aeropuerto de Tel-Aviv cuando se disponía a tomar un avión con destino a Brasil, Alvarez Ferrara murió abatido por un balazo en la cabeza. Su asesino era un conocido filósofo, hijo de un superviviente del campo de Auschwitz II-Birkenau. Se llamaba Ron Bronstein.

Capítulo 9

Pronto se celebrará mi juicio.

La policía dice que Lisa Simmer no fue la autora del asesinato de Carl Rudolf Schiller.

La policía dice que fui yo el autor de ese asesinato.

La policía dice que fui yo quien mató a Carl Rudolf Schiller.

Los encargados de la investigación dicen que fui yo quien filmó la escena del asesinato y que yo envié la película a Robertson, adjuntando instrucciones sobre su posible utilización.

Dicen que fui yo quien escondió la pistola en casa de Béla Perlman para que lo acusaran a él y para que, a su vez, él hiciera recaer las sospechas sobre Jean-Yves Lerais.

Dicen que fui yo quien puso la mitad del cadáver en la biblioteca de la École de Roma para inculpar a Jean-Yves Lerais.

Dicen que fui yo quien envió el cuaderno marrón al padre Franz. Después fui yo el que fue a desenterrarlo a Auschwitz, justo antes de que fuera a buscarlo Mina.

Dicen que había coincidido a menudo con Carl Rudolf Schiller en los coloquios o en casa de los Perlman. Dicen que estaba fascinado por ese personaje y que la fascinación era mutua.

Dicen que comencé a odiarlo cuando me enteré de su repentina transformación. Según ellos, no habría soportado que hubiera encontrado dentro de sí un alma justa y que hubiera cambiado de comportamiento con ocasión del juicio contra Crétel o bien hablando en favor de los Talment después de haberlos calumniado.

Creen que fui yo quien fue a buscar el cuaderno marrón a Auschwitz y que éste se hallaba en mi piso cuando Lisa me lo tendió.

Tengo que dárselo. ¿Dónde está? ¿Qué hay escrito en ese cuaderno?

En la primera parte, se explica cómo se toma posesión de un individuo.

En la segunda parte, se refiere la muerte de un niño. En la tercera, se detallan los planos de un cementerio. ¿Qué significa todo eso? ¿Dónde está ese cuaderno? ¿Qué contiene?

Ese cuaderno contiene el secreto del origen del Mal. ¿Dónde está?

¿Dónde está ese cuaderno? Ese cuaderno se ha esfumado. Ha desaparecido, desaparecido para siempre.

O quizás esté delante de mí, en todas partes. Se dispersa para propagar su nueva por toda la tierra. Quienquiera que lo lee comprende el mal y se vuelve malo. Como él. Como ellos. Como yo.

Capítulo 10

Mi abogado, el señor Ansel, quiere que me declare culpable. Dice que alegando locura tendré posibilidades de evitar la cárcel.

–¿Que sea un hospital psiquiátrico o una cárcel, qué más da? – le contesté yo.

Dice que debo tener una actitud más colaboradora.

–¿Por qué se empeña de ese modo en defenderme? – le dije.

Dice que quiere defenderme porque, aunque soy culpable, no soy culpable de ser culpable.

No entiendo muy bien lo que dice el señor Ansel. Creo que, en el fondo, le gustan los criminales, los perdularios, los canallas.

He mantenido largas conversaciones con los expertos psiquiatras. Les he contado mi historia durante horas.

Ellos dicen que nunca hubo ningún Félix Werner. ¿Quién es Félix Werner?, me preguntan una y otra vez. ¿Quién es Félix Werner?

Entonces yo les dije:

Félix Werner era algo más que un amigo para mí. Nos veíamos o hablábamos casi a diario, charlábamos y comíamos o cenábamos juntos. Había una confianza mutua absoluta. Yo tenía la llave de su piso y él la del mío. Antes de mí, él no había tenido nunca a nadie en quien apoyarse, nadie que le escuchara y comprendiera hasta ese punto.Yo era todo lo que no era él, todo lo que yo habría querido ser; un hombre seguro de sí, un intelectual feliz, un seductor. Él era tímido y reservado, desconfiado en ocasiones; yo era abierto y generoso. No tenía miedo de dirigir la palabra a los demás, de ir hacia ellos, de apreciarlos y granjearme su afecto. Él admiraba mi inteligencia, mi clarividencia. Me consideraba lúcido en mis ideas, genial en mis intuiciones. Decía que era dinámico y alegre. La perspectiva de verme le llenaba de gozo, mis palabras seguían con él mucho después de haberse separado de mí. Cuando estaba en mi compañía, se sentía plenamente él. Decía que yo era de esa clase de personas que hacen aflorar el lado espiritual de los demás. Le inspiraba. Muchas veces me asaltaba una peculiar exuberancia que hacía de mí un ser casi inquietante. Fumaba, caminaba, escribía, hablaba, lo hacía todo a la vez porque yo era la vida misma, con todo lo que ello comporta, incluido el apetito bestial, algo desmesurado que poseen las personas de talento.

Él era lo opuesto a mí, mi complemento. Era tímido, apagado, pensativo. Yo era expansivo y voluble. Él era soñador y distraído, yo era realista y organizado. Él tenía tendencia a evadirse en desvarios solitarios, en viajes imaginarios; a mi me interesaba lo real por encima de todo. Leía todos los periódicos, estaba al corriente de lo que ocurría en el mundo. Él no sabía nada de la actualidad.

Dicen que Félix Werner no existe. Dicen que Félix Werner es una invención mía, un doble ideal de mí mismo.

Yo les digo: «Vayan al Lutétia y pregunten al camarero si no nos vio todas las noches juntos a los dos.»

Fueron al Lutétia. El camarero del bar dijo que se había fijado en un hombre que gesticulaba y hablaba solo. Pero ese camarero no estaba siempre allí y su turno se acababa a las doce. Después había otro, pero ya no trabajaba en el hotel.

Yo les digo: «¿No era periodista? ¿No escribía artículos firmados con su nombre?» Fueron a verificarlo: en el periódico, les dijeron que el tal Félix Werner enviaba siempre sus artículos por fax.

Yo les digo: «Vayan a su casa, yo tengo la llave de su apartamento.» Fueron a su casa: allí no hay nadie, nadie. Los vecinos no lo conocen, no lo han visto nunca.

¡Eso es, les digo a esos aprendices de brujo, yo lo he hecho desaparecer! Llámenme Samael, ya puestos, Samael Rifer.

Félix decía que el fenómeno burocrático traía como consecuencia la amoralidad. Decía que en el aparato nazi la burocracia funcionaba a través de la formulación de un objetivo concreto y la posterior realización de informes que permitían tener una visión técnica de la destrucción, en términos éticamente neutros. La deshumanización fue posible debido a esa disposición que, con el distanciamiento generado entre sujeto y objeto pretendía reducir al primero a una mera medida.

Félix habría dicho que yo era una presa de esa maquinaria infernal que constituye el aparato judicial, que cree tener la verdad pero que es el emblema de la deshumanización burocrática, corolario de la tendencia racionalista del pensamiento occidental, según el cual el hombre es un objeto del que se puede hablar en función de un lenguaje técnico.

Félix se habría reído si me hubiera visto a merced del aparato psiquiátrico, de su lenguaje neutro desprovisto de connotación moral, que, en su adaptación perfecta a la ideología del odio, coloca el mal en un universo borroso, situado más allá de la moral. Si alegáramos esquizofrenia, decía el abogado, tendría una posibilidad de evitar la cárcel. Pero si yo he cometido realmente esos crímenes, señores del jurado, ¿por qué no condenarme? ¿Por qué justificarme?

Félix decía que había que huir del peligro de la relativización y la historización, que al implicar que el mal cometido no puede considerarse único, conducía de modo inevitable a la apología.

No, no era éso lo que decía. ¿Qué decía?

Pero ¿dónde está? ¿Dónde está Félix Werner?

Félix decía que cuando uno queda atrapado en un sistema, pierde los puntos de referencia. Es propio del Mal comprender a quien quiere comprenderlo. No, no era eso lo que decía. Decía que había que comprender, que era lo único que valía la pena hacer.

Félix decía… Pero ¿quién es Félix Werner? ¿El ángel caído, el que aporta la luz o las tinieblas, el bien o el mal?

Nunca sabrán hasta qué punto me inspiró con su genio, lo mucho que me cambió, la apertura al mundo que produjo en mí su contacto. Nunca sabrán hasta qué punto lo detesto, a él y a todo lo que es él, ni hasta dónde me pervirtió.

Lo veo a través de una columna de humo que asciende, se alza y se desliza en las alturas del cielo, que se lleva los fragmentos del universo, cosas quemadas, escoria de hierro, carbón y papel, liviano, liviano. El humo se eleva para desaparecer para siempre. Conmigo. Yo, un suspiro que hace volar las cenizas.

Dicen que Félix Werner no existe. Dicen que es un personaje que me inventé, un doble de mí mismo. Dicen que Félix Werner soy yo.

Capítulo 11

Esta mañana, el padre Franz ha venido a visitarme a mi celda.

–¿Qué hace aquí? – le he dicho-. ¿No sabe que los demonios de las personas poseídas se apoderan de todos los que las ven?

–Mi vista ha empeorado aún más. Ya no veo casi nada.

–¿Qué quiere?

–Lo sabe muy bien. Convertirlo.

–¿Convertirme? – dije-. ¿Convertirme a qué? ¿No cree que mi pecado es demasiado grave?

–Incluso en usted hay una fisura.

–¿Una fisura, cuál?

–¿No la amó de verdad?

Guardé silencio.

–¿No deseó sinceramente, por ella, que le fuera recreado un corazón puro, un espíritu nuevo? ¿No se dijo, en el fondo de su alma: dame la fe para luchar contra la muerte que priva a mi alma de gracia, acepta mis sacrificios, sácame de las tinieblas y déjala unirse a mí? Si ha amado, ha sabido reservar en su interior un shio al otro: ha conocido la experiencia de la abertura, de la falta del otro. ¿Sabe? Es esa misma oquedad la que crea el mal, es ese mismo vacío lo que hay que oponerle, vacío de ser, vacío de sentido…, no de palabras, pues no es el silencio lo que le pido; lo que quiero es que cree en usted esesitio que se niega a absorberlo, esa desgarradura semejante a la herida del amor. La atracción que ejerce en usted la pureza: ésa es su fisura.

–Ese asesinato de la escisión lleva una firma inconfundible. Usted mismo lo dijo: el Diablo los mató a todos.

–Y usted se encuentra en manos de su sacerdote.

–¿A quién se refiere?

–A él, a su confesor que viene a visitarlo con regularidad: ya le dije que se alejara de él. Desconfíe del padre Francis, huya de él, huya de él como del diablo; eso mismo le había dicho yo a Schiller cuando entabló amistad con él.

–Pobre padre Franz… No entiende nada, veo. ¿Qué vamos a hacer con usted? ¿Habrá que infligirle el mismo destino que a Schiller para que comprenda al fin?

Entonces el padre Franz dirigió los ojos al cielo, aquellos pobres ojos que no veían nada.

Capítulo 12

Al menos usted lo sabe, lo sabe todo. Usted es la mirada absoluta. Usted sondea las entrañas y los corazones. Es mi hermano, mi confidente, mi compañero. Me otorga confianza. Me escucha, me comprende, me admira. Es lo opuesto a mí, mi complemento. Cuando estoy en su compañía, me siento plenamente yo mismo. Sople: su aliento me inspira.

Sople…, ¿lo ve? Está allí, muy cerca de usted, se aproxima. En los ríos y en los estanques donde borbotean los metales fundidos, las hogueras, en las ascuas y los calderos de pez y de azufre y en las llamas devoradoras, alrededor de las cadenas y los clavos candentes, en el centro justo de las bolas de fuego que suben y bajan sin descanso en una lluvia de cenizas, dentro de las humaredas asfixiantes, ¿lo siente?

En medio de las exhalaciones nauseabundas que suben de los pozos, en los efluvios pestilentes, en el aire irrespirable, cuando las aguas límpidas se transforman en ciénagas inflamadas de miasmas, allí está. En la mordedura del frío, en el sudor y el calor, cuando el cielo desmenuzado truena y salen de él como excrementos las lluvias torrenciales, en las heladas y los huracanes, entre las bestias inmundas, las serpientes, los sapos y las sabandijas, y todo lo que desgarra, la destrucción y la devastación, es él.