El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Sí, fue él quien cortó la relación.

–Pero ¿por qué?… ¿Por qué no me lo dijiste?

–Porque estabas loco de amor por ella. No quería ni podía decírtelo. Me habrías odiado. Me habrías detestado. Pero el día de tu boda fue para mí uno de los días más infelices de mi vida…

Tragué saliva buscando una explicación, una prueba de que no era verdad.

–Ahora creo que hay que contárselo todo a la policía. No podemos dejar que cometa otro crimen, ¿lo entiendes?

–Sí…, sí…, Lisa… Pero dame… Danos tiempo hasta mañana. ¿De acuerdo?

Asintió con la cabeza.

Capítulo 7

Hubiera querido olvidarlo todo. Me parece que perdí por completo el conocimiento y que no lo recuperé hasta después de varias horas. Hubiera querido no dar crédito a las palabras de Félix. No era posible que ella hiciera sufrir a su hijo, que lo matara. No era posible que matara a su propio hijo…

Volví a mi casa y me tumbé, desesperado, en la cama.

De pronto comprendí. ¿Su hijo? La verdad me golpeó en la cara con la contundencia de una bofetada: no era mi hijo. Ésa era la verdad. Una verdad como para darse de cabezazos contra la pared, como para comenzar a proferir alaridos de dolor y no parar hasta el fin de los tiempos. Una verdad como para perder del todo las ganas de vivir si hay que hacerlo en un mundo que sigue girando después del colosal engaño de la mujer amada.

¿Qué había hecho con nosotros? ¿Ya no me quería? ¿Acaso no me había querido nunca? Y si era así, ¿por qué, a pesar de todo, a pesar de lo que me había hecho, de lo que había hecho, por qué la quería aún, como un condenado, como un reo maldito? ¿Por qué no paraba de sufrir mi corazón ni siquiera cuando todo mi ser la odiaba?

Quería matarla. Quería hacerle daño hasta ver brotar la sangre. Quería aniquilarla y, sobre todo, quería estrecharla entre mis brazos como no lo había hecho nunca, con rabia, con furor, con fuerza y horror.

Durante varias horas permanecí acostado, postrado; miraba a un lado y a otro y sólo los veía a ellos, sólo veía la imagen terrible de Lisa con el otro hombre.

Ella era el Mal. Era lunar porque amaba la noche y todos los colores oscuros. Descendía y excitaba la cólera de los hombres. A través de ella, el color del fuego bajaba hasta este mundo e incitaba al asesinato o a los actos sanguinarios. Había emanado de las tinieblas y se extendía aquí abajo; bella y terrible, recorría el mundo y cometía en secreto las malas acciones. Aliada con la serpiente, había intentado pervertirme. Ese era su único propósito. Ella había inventado la cólera y la cólera no cesará jamás, nunca jamás.

Yo sangraba, sangraba mucho más que cuando me había pegado Félix. Me sentía herido, ridiculizado, humillado. ¿Por qué la había conocido si era para mi desdicha y el más catastrófico desastre que pudiera experimentar? ¿Por qué la había amado si ella me había engañado? ¿Me había querido alguna vez? ¿O no era más que una seductora, una manipuladora?

De repente me estremecí. Oí ruido en la sala de estar. Me invadió un escalofrío. Era Lisa, sin duda: aún tenía las llaves de mi piso.

¿Y si iba armada? No podía salir. La puerta de la entrada estaba al lado de la sala de estar, que había que atravesar para llegar hasta ella. Había, sin embargo, otra posibilidad de acceso al recibidor a través de la cocina. Intenté llegar allí por el pasillo que partía de mi habitación. Cuando lo había conseguido, oí unos pasos que se acercaban muy despacio. Instintivamente, abrí un cajón y tomé un cuchillo.

La puerta del comedor chirrió. Oí un paso amortiguado sobre la alfombra del pasillo y luego un roce procedente de la puerta de mi habitación. Se me alteró la respiración.

Por la ventana de la cocina se veía la luna, una media luna mora. La luna tenía color de sangre, sus pálidos círculos eran lenguas rojizas que lamían los tejados de las casas.

El roce se detuvo para reanudarse al cabo de un instante. El miedo me acribillaba el pecho. Oí un ir y venir en la habitación que se concretó en una esquina, cerca de la vieja cómoda. Sonó el crujido de una silla. A éste le siguió una especie de suspiro y luego una espiración ronca, un lamento casi.

No sé cuánto tiempo permanecí allí, agarrando el cuchillo con el brazo tembloroso y los músculos contraídos a más no poder. Volví a oír la silla y después los pasos que se aproximaban. Me pegué contra la pared. Tenía los brazos tan tensos que me dolían y la mandíbula tan crispada que oía el rechinar de mis dientes.

Entonces la puerta se abrió lentamente. Lisa entró. La palidez de su cara interrumpió la oscuridad. Apuntaba hacia mí un objeto oscuro de forma oblonga. Un arma.

De lo que ocurrió después no me acuerdo ya muy bien; pero no transcurre ni un día en que no oiga resonar su último grito, un grito terrible, de dolor, de impotencia y de estupor, que exhaló mientras le desgarraba el vientre con la punta acerada. Todavía conservo en el cuello la cicatriz que me dejaron sus uñas cuando, en un último esfuerzo, se agarró a mí para no caer.

Se vino abajo. Yo me agaché.

Entonces vi el cuaderno marrón que me tendía y que yo había tomado por un arma.

Sostuve a Lisa durante más de una hora, mientras leía el cuaderno marrón y leí el cuaderno llorando, mis lágrimas se mezclaban con la sangre de Lisa, a quien había matado, y la sangre y las lágrimas empapaban el viejo cuaderno amarillento, borrando las palabras a medida que iba pasando las páginas.

Cerré el libro con manos temblorosas.

Lisa, oh, Lisa. ¡Oh, Dios! ¡Dios de la luz y Dios de la oscuridad!

Chillé como un perro, como un lobo que aullara a la luna. Lancé alaridos durante horas; hasta que los vecinos avisaron a la policía.

No llevaba ningún arma, simplemente había venido a verme, para darme el cuaderno marrón…, el cuaderno que sin duda le había hecho llegar Félix esa noche, para que me lo trajera, para que la matara.

Creyendo que dormía, se había quedado a esperarme en la sala de estar, leyendo. Después había oído ruido y venía al fin hacia mí, ella, la pura, la bella Lisa, y él, él lo había destrozado todo.

¿Él? La ley no le da miedo y además, no le tiene miedo a nada. La transgresión es su terreno. Su antro es el reino de las tinieblas sin colores, donde todo está oscuro, es el sitio más extraño… más que la luna, el sol y las estrellas que se ven en la lejanía, más remoto que Alaska, con sus icebergs sumergidos y sus hoyos de agua hirviendo bajo el hielo, más profundo que todos los cráteres y más incandescente que un volcán enfurecido. Ese es el sitio de donde viene y donde vive: el hombre.

Los que se cruzan en su camino están perdidos para siempre. Es como un fuego abrasador; hechiza, posee. Toca las cosas arcaicas, las hace desaparecer y, con un golpe de varita mágica, hace que renazcan a sí mismas, distintas y parecidas; parecidas a él. Verlo es ponerse en peligro; oírlo es ir derecho a la perdición. Es lo que se denomina maleficio. Los espíritus débiles sucumben; los espíritus fuertes capitulan. Unos y otros se convierten en discípulos suyos. Él les dice: «Estás en el fondo de un hoyo negro y mis palabras circulan por tu columna y flotas allá abajo. Me miras, fijas la mirada y puedes ver lo que hay en mi interior. No tienes ya conciencia de la existencia de los otros. Ninguna parte de tu cuerpo está en contacto con nada. Me ves sólo a mí y te sientes en el interior de ti mismo. Poco a poco te abandonas. Perfecto, cierra los ojos, ya está. Vamos, deja las riendas. Pronto desaparecerás y yo naceré. Naceré en ti.»

Él es el mal. Es lunar: ama las tinieblas y todos los colores oscuros. Desciende y excita la cólera de los hombres. A través de él, el fuego baja hasta este mundo e incita a los hombres al asesinato o a los actos sanguinarios. Ha emanado de las tinieblas y se extiende aquí abajo; seductor y terrible, recorre el mundo. Él ha inventado la cólera y la cólera no cesará jamás, nunca jamás.

Capítulo 8

Me detuvieron el 3 de noviembre de 1997, dos días antes de que se iniciara, en Jerusalén, el juicio contra Álvarez Ferrara, en el que debía comparecer como testigo.

Me trasladé a la sala escoltado por dos policías. Quedaban ya pocas personas para declarar en su contra. Por mi parte, dije lo que sabía, es decir bien poco. Lo había visto examinar un cadáver con detenimiento y él me había explicado que había sido médico. Eso era todo, no sabía nada más.

¿Álvarez Ferrara de Buenos Aires, Argentina, padre y esposo ejemplar, embajador en la ONU, era Wilhem Kleis, el verdugo, el médico de la SS de Auschwitz?

Sonrió durante todo el juicio. Los testigos manifestaban a gritos su repugnancia y Ferrara se burlaba de ellos.

–¿Vio usted morir a Wilhem Kleis? – preguntó a uno de los testigos el abogado cuya cara desfigurada por efecto del ácido había quedado reducida a una siniestra máscara de ojos caídos, boca deforme y piel devastada.

–No, lo oí decir. No lo vi personalmente -respondió Gladstein, el testigo principal.

–Entonces, ¿por qué está escrito en su diario que había muerto?

–Porque lo había oído decir.

–¿Por qué no precisó en su cuaderno que lo había oído decir

–No lo pensé; escribí lo que vi, justo después de salir del campo. Quería anotarlo todo antes de que se difuminaran los recuerdos.

–¿Por qué cuenta en su libreta que algunos prisioneros lo habían estrangulado? – prosiguió el abogado.

–No lo vi con mis propios ojos, me lo explicaron. ¿Cómo iba a dudarlo? Lo creí con todo mi corazón porque quería creerlo…

¿Era posible que aquel ex embajador de la ONU, agente de la CIA, aquel hombre con el que yo mismo había tenido trato, al que respetaban sus amigos y quería su familia, fuera el verdugo sanguinario que describían? Ferrara reía porque nadie, en el fondo, lo creía y, de pronto, Ferrara se levantó del asiento y habló por el micro abierto que había en la mesa de los abogados de la defensa y gritó a Gladstein: «¡Embustero!» Y luego se echó a reír, aún con más ganas que antes. Embustero.

La diferencia de este juicio respecto a los anteriores era que ya nadie estaba seguro de nada. Los testigos creían haber reconocido en él a Wilhem Kleis, pero al final parecía que fueran ellos, es decir las víctimas y su memoria vacilante, lo que se sometía a juicio allí. Si no se puede confiar en la memoria humana, «parcial» y «partidista», ¿cómo hay que proceder entonces? Igual que cincuenta años antes, aquellos testigos se habían desvanecido al pensar que reconocían a su verdugo. Querían justicia, lo que era bien comprensible, y para ello estaban dispuestos a todo, incluso a inventar recuerdos…

Por otra parte, se había exagerado: es muy normal, claro, bajo el influjo de la emoción…

Todo se acababa con el juicio contra Ferrara y, al concluir éste, Ferrara salió en libertad: había pasado demasiado tiempo, ya no era la misma cara, ni quizás el mismo hombre, o quizá sí, pero no se sabía con seguridad. Ferrara, con sus gafas de sol y su boca relajada, reía y reía con su risa sardónica, reía a carcajadas, y los historiadores y los jueces y los historiadores constituidos en nuevos jueces no creían ya a los testigos, a aquellos que habían vivido la Shoah, aquellos que habían protagonizado la Resistencia.

Todo estaba tan claro, sin embargo, cincuenta años antes: la Segunda Guerra Mundial era la guerra de los hijos de las luces contra los hijos de las tinieblas. Jamás en un conflicto había sido tan fácil saber dónde estaba el bien y dónde estaba el mal.

Y de repente todo era tan confuso… Decían que los testigos eran falsos testigos, que los únicos testigos auténticos habían muerto. Decían que no podían decir la verdad, precisamente porque habían regresado del infierno. No eran fiables para los investigadores serios. Decían que sus textos eran dudosos, «incluso con las mejores personas puede ocurrir que se alteren los recuerdos o que determinadas informaciones sean de segunda mano y que entrañen por tanto algunos errores». Decían que había inverosimilitudes, sí, inverosimilitudes, como si el fenómeno -la Shoah- no fuera de por sí inverosímil.

Noche y niebla: ése era en efecto el proyecto de los nazis. Eran ellos los que habían ganado. Tenían el tiempo a su favor; y el tiempo era su territorio y la circunspección, su cualidad…

Era como los antimonumentos de Lisa. Inmensas columnas de plomo donde cada cual podía firmar, escribir, y así lo hacían toda clase de personas, hasta los neonazis que plasmaban consignas antisemitas, y en la piedra quedaba registrada una memoria viva, cada vez más evanescente y, poco a poco, la columna se hundía en el suelo. Todo desaparecía como desapareció todo en los campos de exterminio y como desaparece en estos momentos con la muerte de los últimos supervivientes.