El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Entonces contemplo el milagro de la Creación, el firmamento y las aguas inferiores, la vegetación, los árboles y las plantas, y las lumbreras, luna, sol y estrellas, y todos los seres vivos, y no remite mi asombro, y veo, en la distancia detrás de ellos, el mundo anterior a la Creación y la nada de donde nació el mundo y hacia la que tal vez va, y también más allá, el espacio de las estrellas, y, ante ese infinito, yo pregunto: ¿por qué haber deseado ese mundo? Y tras haberlo deseado, ¿por qué no haberlo concebido en su totalidad del lado del bien?

¿Quiere usted que no se vuelva a oír hablar de violencia, de ruina ni de devastación? ¿Quiere que la luz perpetua ilumine la noche? ¿O bien desea que el mal se multiplique, que cobre independencia, que se erija en justicia absoluta, que domine el mundo y que lo cree a su imagen y semejanza?

Que él diga: «Hágase de noche» y que la noche se haga. Que diga: «Hágase de día» y el día se haga sobre el sufrimiento y sobre la muerte.

Fuerte, fuerte como el mal, como el amor, como la muerte. La luna envía la luz del sol y es su espejo y los ojos de Lisa, como luceros del alma, iluminaban todo lo que era visible, sueños de una tarde, perlas de agua, gotas de rocío.

Fuerte como el mal. Su sol no se pondrá ya, su luna no desaparecerá ya, su claridad oscura permanecerá sobre todos, para siempre. Espléndido, poderoso, omnisciente, como el mal. Él es la hermosura y la iluminación.

Fuerte, fuerte como el mal que cava los sepulcros de los justos en territorio de malvados, fuerte como la muerte; terrible, celoso e impúdico como el mal infligido a aquellos que no han cometido violencia alguna, aquellos cuya boca no ha proferido nunca la mentira, aquellos cuya mano no ha golpeado nunca el cuerpo del hombre.

Sí, usted lo sabía desde nuestro primer encuentro, ¿lo recuerda? Y si hoy me confieso con usted es porque me ha elegido de igual manera que yo lo he elegido a usted, me ha llamado, con todo el corazón me ha deseado. Me ha buscado en su exilio, dondequiera que me encontrase, le he gustado porque usted estaba diseminado, me ha llamado en sus caídas, me ha predicho en mi gloria y mi unidad reconstituida; usted es mi redentor, usted ha triunfado sobre la Distancia, que me aleja y me separa de usted, usted me ha seguido en mis tribulaciones, en mis procesiones, a través de la fragmentación de las apariencias, ha captado la intencionalidad espléndida y le ha restituido su verdadero sentido, me ha dado un pensamiento y una voz, un verbo, me ha manifestado, me ha comprendido, sí, me ha comprendido. Desde que lo conocí, supe que el objeto de su presencia era revelarme a mí.

Usted me ha dado un lenguaje que es el arma esencial para la comprensión, ha seguido el movimiento de mis labios, ha conferido un sentido a mis palabras, me ha localizado una multiplicidad de interlocutores para unirme y revelarme.

Desde que acabó el juicio, me vi invadido por una oleada de tristeza: había comenzado a habituarme a aquellas sesiones cotidianas que me permitían ver a Lisa. Después se volvió de nuevo inalcanzable. Intenté en varias ocasiones provocar una discusión con ella. Se negaba a hablar conmigo. Decía que necesitaba tiempo para ordenar sus ideas. Volvió a vivir en casa de su madre, en la cual yo seguía sin ser bien recibido.

Un día fui a su estudio para verla. Me enseñó su última escultura, titulada El oro y la ceniza.

Era una obra figurativa bastante grande, de un metro de altura más o menos. En la base había un montón de gravilla, piedras minúsculas que formaban una especie de polvo gris. Encima había un hombre arrodillado: no se le veía la cara, que quedaba oculta bajo un sombrero. Ese hombre sostenía a una mujer en brazos, una mujer envuelta en un chal, medio oculta bajo las cenizas.

Lo que aparecía en un relieve marcado eran los brazos y las manos del hombre, que enlazaban el cuerpo de la mujer. Eran unas manos impresionantes por su fuerza, su tamaño y su belleza.

Algo brillaba en ellas, un objeto dorado. Me acerqué: parecía mi sortija de sello. Entonces reconocí mis manos.

–¿Qué significa esto? – pregunté a Lisa.

Lisa observó la obra un momento, antes de contestar:

–Las manos delatan la pretensión de nobleza por el oro que se coloca en torno a los dedos para exhibirlo; es como un uniforme o un documento de identidad. Pero en realidad esas manos no conocen el valor del otro, hundido en las cenizas, el otro que sólo emerge de su masa a condición de permanecer ligado a ellas. El pudor, la intimidad arrastrados entre las cenizas, así es como al oro le gusta verlos. Brilla como un usurpador porque permite comprarlo todo. Representa los falsos valores igual que la historia construida por el historiador que pretende explicarlo todo y dar una significación a todo. Explicar la Shoah equivale, sin embargo, a mostrar que no fue una Shoah, sino un acontecimiento como tantos otros. De este modo, en nombre del oro-verdad, el historiador vuelve a hundir a los supervivientes en las cenizas. Si la Shoah no es más que un acontecimiento comparable a otros, entonces los supervivientes no tienen por qué dar su testimonio particular sobre ella, puesto que han sobrevivido a una guerra y a una violencia corrientes, comunes y normales.

–¿Qué hace el hombre, enterrarla o exhumarla? – pregunté.

–No lo sé -respondió ella, mirándome con gravedad-. Aún no lo he decidido.

Sus mejillas adquirieron un leve rubor, al tiempo que esbozaba una débil sonrisa.

La liberación de Jean-Yves Lerais había supuesto un alivio para todos. Al principio, los Perlman tuvieron la impresión de que se trataba de un epílogo feliz, el final de los desastres. Las cosas reanudarían su curso normal en adelante: tenían necesidad de creer que el caso Schiller estaba cerrado y de dar el asunto por concluido. Era un mal recuerdo del que nadie quería volver a hablar. Les había rozado de muy cerca. Habían estado a un paso de la catástrofe.

No obstante, poco a poco comenzaron a comprender que se habían equivocado, que la realidad era muy distinta. Tanto si Jean-Yves Lerais era realmente inocente, cosa que ninguno de nosotros ponía en duda, como si era culpable, lo cierto era que el asesino seguía en libertad. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? Una y otra vez acudían a su recuerdo las palabras del abogado defensor: «Quizás el verdadero culpable era uno de ellos.» Aquella frase resonaba sin cesar en mis oídos; y pensaba en cada uno de ellos, en Mina, en Béla, en Paul y Tilla, en Ron Bronstein, en los Talment, en el padre Francis y sus genios malignos, en Lisa y en Félix.

–¿Cree usted que se trata de un crimen antisemita? – había preguntado yo al padre Franz después de la comparecencia de Bronstein.

–Estoy convencido -respondió-. ¿Es un cristiano quien mató a Schiller por antijudaísmo secular? ¿O es un nazi el que lo asesinó porque simbolizaba la victoria final del derecho sobre la fuerza, de la verdad sobre la mentira, el triunfo de la conciencia moral? ¿Es un ateo de ignorancia culpable o un enfermo de Dios? No lo sé, pero sí sé que la cuestión reside ahí. ¿Quiere saber qué decía Schiller, justo antes de su asesinato? Decía que Jesús había predicado sólo para las ovejas descarriadas de la casa de Israel, decía que el que desconoce al judío se desconoce a sí mismo, que el que no asume la condición del judío como su propia condición mantiene una distancia infranqueable entre sí mismo y su salvación, decía que el que no carga su cruz no es digno de ser cristiano y decía que los cristianos tienen una tendencia excesiva a dejar que Jesús la lleve él solo. Decía que Israel es el hijo del hombre, que aporta a la humanidad entera el testimonio de la misión humana, que consiste en combatir la naturaleza para sobrevivir a ella, y por eso Israel está inscrito en el mundo como una ley. Decía que, a través de Israel, el tiempo del Mesías es el de todos los días, que no es un acontecimiento pasado ni venidero, evocado por las vanas añoranzas y las esperas estériles, es el hilo que los une entre sí, el momento de la reparación, en cada nuevo amanecer y en cada crepúsculo, son los grandes episodios de la historia los que se repiten como un eco por encima de las ciénagas de silencio en que se encalla el hombre, son los rayos que horadan la vida, que animan el gris de la existencia, iluminan las tinieblas, y la promesa de Dios es el esbozo de ese designio, el retorno del pueblo del largo viaje después del sufrimiento y el mal: Jerusalén.

–¿Cree en la Redención?

–No. Creo en la conversión. David escribió los salmos después del asesinato de Urías, san Agustín descubrió la gracia después de una juventud tempestuosa… Existe una esperanza, a pesar de…

Sacudió la cabeza, con expresión afligida, antes de añadir:

–No quería creerlo, ¿sabe? No quería creerlo.

–¿Qué?

–¿No ve cómo se extiende el Mal? El Mal persevera y gana émulos. ¿Por qué logra tantos discípulos, por qué construye más escuelas, por qué actúa más que Dios? ¿Por qué no habita Dios toda la existencia, por qué no es tan hábil como el Demonio? ¿Quién puede responder? ¿El Mesías? Pero ¿dónde está ese mesías que aplasta la cabeza de la serpiente sin que ésta le muerda el calcañar? Mientras tanto, hay que luchar. Me equivoqué. He sido un cobarde. Creo que, en el fondo, tenía miedo.

–¿Miedo de qué?

–Miedo de reconocer en mí a ese hombre, a ese asesino… Al hombre dividido que cometió ese crimen, porque ese crimen no es más que el reflejo de un alma, de una mente que ha perdido su unidad. ¿Quién sabe lo que escondemos en el fondo de nosotros? El Mal bajo las formas más insidiosas, neutras, o bien bajo unas apariencias benévolas, conciliadoras, indiferentes tal vez, el Mal que de repente se desencadena con toda su furia, su violencia, su enorme potencia para la separación y la destrucción. Hasta la misma fe es un disfraz de Satanás. Schiller lo sabía bien, después de sufrir la transformación que le ocasionó la revelación de Bronstein y que lo hizo tan diferente al que era antes. Fue esa conversión, no me cabe duda, lo que desencadenó la cólera del que lo mató. Schilller había tenido la audacia de levantarse desde el fondo del abismo y su asesino no lo soportó.

–¿Por qué me dijo que no continuara, al principio? ¿Por qué no me habló del cuaderno marrón y del padre Francis? ¿Por qué esperó todo este tiempo?

–Desde el comienzo supe que había que apartarse de ese camino: y si yo he permanecido libre de salpicaduras frente a todas las bajezas, se debe a que nunca he transigido. Me mantuve al margen, pero no dije con suficiente fuerza que era una renegación del mensaje de Cristo. Lo sabía, pero no dije que aquí había intervenido el Mal, sí, el Mal radical, el Mal esencial, y que una vez más el foetor judaicus dejaba de ser una leyenda, cuando cuarenta años más tarde, los judíos se suicidan por no haber ardido, y el humo de su muerte empaña todo el horizonte, y yo no lo dije porque temí tener que enaltecerme hasta el martirio o hasta el amor de quien muere por luchar y que me faltara el valor para ello. No obré como debía, lo confieso, Rafael. Sí, previ la terrible soberbia de la conciencia antisemita que, orgullosa de su impunidad, sabiéndose al amparo del desastre, sigue y sigue provocando estragos, no quise ver la increíble perseverancia del mal. Me puse a salvo a mí mismo, adopté una actitud pasiva.

–Y ahora, ¿quiere encontrar al culpable?

–La pregunta que me hace es terrible, Rafael. Desde el principio me ha planteado un problema irresoluble. No lo sé. Sé, en cambio lo que no hay que hacer: escuchar al mal, dialogar, pues comprenderlo es sucumbir a él. Luchar contra el mal equivale a ser también su víctima. No es posible abordarlo cara a cara, ni mediante la comprensión, ni mediante el combate.

–Pero ¿no le presta oídos el cristiano? Lo acepta y sufre. ¿No es ésa una manera de vencerlo?

–La humildad que reduce al masoquismo, la afición a la penitencia, la maceración de la carne y la glorificación de la castidad, que desgaja al hombre de la misma fuente de la vida; si es a eso a lo que llama cristianismo, la respuesta es no. El verdadero cristiano es el que no olvida el sentido del sufrimiento, que lo asume no como una meta, sino como una prueba. ¡Lucha contra ella superándola! Y cuando la ha superado, la rechaza con esperanza.