El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–¿Y qué pensaba usted de todo aquello? – continuó el presidente.

Lerais levantó de repente la cabeza:

–El detestaba a los judíos, a los homosexuales y a los comunistas, pero se había vuelto demasiado cobarde para reconocerlo en público. En su fuero interno pensaba que llegaría otro Führer; cuando yo intentaba llevarle la contraria, se ponía a vociferar; «qué sabes tú de esa época, los judíos y los comunistas del gobierno te han hinchado la cabeza». También decía: «Mira lo que hacen en Israel. Se han vuelto militaristas, han demostrado su verdadera naturaleza de verdugos.»

»La noche posterior al entierro de mi padre, meé sobre su tumba. La pisoteé y después vomité. ¿Cómo se les pudo ocurrir tener un hijo después de lo que pasó? ¿Cómo pudieron hacerme eso a mí? Querían jugar a ser una familia normal. Recuerdo los árboles de Navidad que ponían en nuestra bonita casa, los coros de niños, que mi padre adoraba, y los días 30 de enero: cada año se celebraba una gran fiesta en casa. Mi padre no manifestó nunca el menor arrepentimiento, ni sufrió ningún sentimiento de culpabilidad. Cuando estaba un poco borracho, el domingo, se transformaba de nuevo en el héroe, el vencedor de la guerra.

–Querría saber cómo murió su padre -planteó el señor Ansel.

–¿Cómo murió? – repitió el presidente.

–¿Qué puedo responder yo? – Observó Lerais al abogado con expresión desconsolada-. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que murió en un accidente o, mejor aún, que yo lo maté, no de una vez, sino poco a poco? Mi padre falleció de muerte natural, igual que mi madre.

–Señor Lerais, ¿puede decirnos qué opina de los judíos? – preguntó el presidente.

–No lejos de donde vivíamos, había unos judíos emigrados, alemanes también; desde niño me fascinaba verlos. En la adolescencia trabé amistad con varios chicos judíos: cuando mis padres se dieron cuenta, se pusieron furiosos. «En aquella época te habrían hecho llevar una estrella», gritaba mi madre. Eso me animó a seguir. Invitaba a mis amigos a casa. Por ese tiempo comencé a leer todo lo que encontraba sobre el Tercer Reich y decidí dedicar mi vida a elaborar su historia. Tras la muerte de mis padres, vendí todos sus bienes y vine a Francia porque el francés era mi lengua materna… Y después…, y después…

Bajó la mirada.

–Y después conocí a Lisa…

Lisa, a mi lado, clavó los ojos en el suelo.

–¿Sabía ella quién era usted?

Se produjo un silencio momentáneo.

–El hijo de Helmut Vurtz -murmuró Lerais-, antiguo oficial de la Wehrmacht y criminal de guerra. No, por supuesto que no.

–¿El acusado conocía a Schiller? – preguntó Ansel.

–Sí.

–¿De qué lo conocía? – prosiguió el presidente.

–Lo había visto en los coloquios sobre la Shoah.

–¿Sabía que era judío?

–No. Lo ignoraba.

–¿Le envió usted unas cartas de amenaza?

–Sí, fui yo.

–¿Porqué?

–Me parecía peligroso. No soportaba lo que decía a propósito del convento de Auschwitz. Además, era amigo de Crétel.

–¿Qué sabe de Maurice Crétel?

–¿Qué sé? – Lerais enarcó una ceja con socarronería-. Sé que hizo deportar a miles de judíos durante la guerra, eso es lo que sé. Y aparte, sé que estaba en connivencia con Perraud en la colaboración.

–¿Sabía Michel Perraud lo que había descubierto usted?

–Sí. Estaba tirándole de la lengua, antes de que me detuvieran…, y no por dinero. Sólo por placer, para verlo angustiarse en cada instante de su vida.

La sala se agitó y se llenó de murmullos ahogados.

Ansel se levantó y se acercó a su cliente.

–Quisiera que Jean-Yves Lerais responda ahora a la siguiente pregunta: ¿mató a Carl Rudolf Schiller?

Lerais lo observó un momento, totalmente descompuesto.

–Responda -ordenó el presidente.

–Me importa un comino -dijo en voz baja-. Todo me da igual.

–¿Mató usted a Carl Rudolf Schiller?

Ansel lo miraba entonces con calma, como si supiera que la respuesta brotaría, ineluctable.

–No -murmuró por fin-. No lo maté.

Lisa me apretó la mano con tal fuerza que me hizo daño.

Capítulo 5

El ujier hizo entrar al padre Francis para el último interrogatorio del juicio.

–¿Puede decirnos qué sabe en relación a un cuaderno marrón, que supuestamente fue entregado a Carl Rudolf Schiller antes de su muerte? – preguntó el presidente.

–Oh, por supuesto que sí, hijo mío -dijo el estrafalario hombrecillo como si hablara con un futuro novicio-. Fui yo quien le entregué ese cuaderno.

–¿Puede decirnos cómo llegó a sus manos el cuaderno?

–Oh, sí. Me lo dio un hombre que lo había encontrado en Auschwitz. Aseguraba que ese cuaderno tenía extraños poderes y yo también lo creo.

–¿Por qué se lo dio a Schiller?

–Porque quería que me diera su opinión al respecto. Su opinión como teólogo, quiero decir.

–¿Cómo se llamaba el hombre que le dio el cuaderno?

El padre Francis se volvió entonces hacia mí y, con raro ademán, respondió:

–Se llama Werner. Félix Werner.

Creo que nadie prestó atención a lo que acababa de decir el padre Francis a propósito de Félix. Todos pensaban que el anciano desbarraba. ¿Acaso no había acusado ya a Lisa? No, nadie prestó atención a lo que había dicho el anciano. Nadie excepto yo, que me había fijado muy bien. Félix Werner. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía? ¿Por qué había desaparecido de manera tan repentina?

Los alegatos de los letrados comenzaron al final de la tarde.

Nos encontrábamos todos en un estado de tensión extrema. En el fondo creo que, aparte de Lisa, la familia Perlman no había acabado de decidir si Jean-Yves Lerais era culpable o no y esperaban la sentencia del jurado para descargar su conciencia del peso de la decisión.

Lisa, por su parte, temía que aquello desembocara en un error judicial y que el verdadero asesino permaneciera en libertad. Mina decía que había que confiar en que el tribunal haría justicia.

El informe del fiscal era simple: Jean-Yves Lerais había enviado varias cartas de amenaza a Carl Rudolf Schiller. No se dedicaba a sonsacar información a Michel Perraud, sino que era un ferviente admirador suyo.

Era posible que no supiera que Schiller era judío, pero su cambio de postura en el juicio contra Maurice Crétel lo había enfrentado a sus propias dificultades personales. Había comenzado a estudiar la Shoah por idealismo y poco a poco, tal como habían demostrado los testimonios de Lisa Perlman y Jacques Talment, había desarrollado un odio creciente hacia los deportados: se había identificado con su padre, no había conseguido superar su pasado.

Había matado a Schiller el 27 de junio de 1995, exactamente cincuenta años después de la liberación del campo de Auschwitz; sólo un historiador podía hacer algo así. Había trasladado la mitad del cadáver de Schiller a Italia, a la École de Roma, al otro país protagonista del fascismo. Jean-Yves Lerais no era un asesino, sino un bárbaro.

Un hombre que había partido en dos a otro hombre: dejarlo en libertad era arriesgarse a que repitiera un acto igual de atroz.

Para acabar, el fiscal reclamó cadena perpetua.

El abogado de la parte civil abundó en el mismo sentido.

El señor Ansel pronunció un alegato incisivo. Jean-Yves Lerais era una víctima. Víctima de su pasado, de su historia, víctima de una maquinación diabólica. Todo había sido cuidadosamente calculado, planificado hasta el más mínimo detalle: las cartas de amenaza en el apartamento de Schiller. Después la mitad del cadáver en la École de Roma, el sitio donde trabajaba. Todo parecía muy convincente…, con una salvedad. En esa maquinación infernal, se habían fabricado pruebas contra Lerais, pero no se había tomado en cuenta un elemento: no tenía ningún móvil. Jean-Yves Lerais no tenía ningún motivo para matar a Schiller.

¿Querían que les explicara qué era un móvil? Lisa Perlman, por ejemplo, podía haber querido matar a ese teólogo cuya condición de judío había descubierto ella. Lo había averiguado cuando grababa los nombres de los niños en el bloque de granito. Por esa razón había ido a Berlín a ver a ese hombre que la tenía intrigada porque había conseguido hablar con su padre. Allí se había enterado de la verdad. Lisa Perlman sabía más cosas de las que había dado a entender. Su mentira, con la que había incurrido en perjurio, tenía un cariz inquietante: ¿qué grave información intentaba ocultar?

Su hermano Paul podía asimismo haber querido matar al individuo que entorpecía la buena marcha de su asociación, porque tenía una «fijación» con los palestinos, que le impidió asignar según le parecía las sumas disponibles y le había obligado a dimitir. En cuanto a Béla Perlman, que había pasado tres años en un hospital psiquiátrico, había podido matar a Schiller en el transcurso de uno de sus accesos de furia y de odio contra el mundo entero y procurar hacer recaer las acusaciones en Lerais, a quien envidiaba y detestaba. Tal como había indicado el psiquiatra, Krima, un paranoico puede ser peligroso hasta el punto de pasar a la acción y cometer un asesinato: de Béla Perlman podía esperarse cualquier cosa. ¿Y qué iba a decirles de Jacques Talment, cuya reputación había mancillado Schiller en su libro, causando un grave perjucio tanto a él como a su esposa?

Habló también de Mina Perlman y del cuaderno marrón, misteriosamente desaparecido. ¿Era absolutamente seguro que había desaparecido? ¿No habría sido la propia Mina la que envió el cuaderno a Carl Rudolf Schiller, con el fin de perjudicarlo y desestabilizarlo? ¿Por qué había logrado Schiller desatar la lengua de aquel hombre que no hablaba jamás? ¿Le sonsacó algo? ¿Lo sabía, en tal caso, Mina? ¿Por qué se había suicidado? ¿Llegaría a saberse el porqué alguna vez?

En cuanto a Ron Bronstein, ¿no tenía motivos sobrados para odiar a Schiller? ¿No tenía motivos más que suficientes para matar al hombre que había insultado la memoria de los suyos?

Y Michel Perraud, a quien Schiller había traicionado al renunciar a apoyar a Crétel, ¿no era igualmente un posible sospechoso del asesinato de aquel a quien denominaba «su amigo»? Tenía motivos más que suficientes para mandar matar a Schiller y para hacer que acusaran a Jean-Yves Lerais, que conocía detalles secretos de su pasado colaboracionista con el régimen de Vichy.

En el caso del padre Francis, su desvarío podía desencadenar por sí solo cualquier locura. ¿Qué clase de objeto era ese cuaderno marrón dotado de extraños poderes? ¿Y quién era el tal Félix Werner al que había aludido?

Ésas eran las pistas que había que seguir si de verdad se quería dar con el asesino.

Todas aquellas personas tenían móviles, sí, todas tenían motivos para odiar a Carl Rudolf Schiller hasta el punto de matarlo, pero no Jean-Yves Lerais.

No se trataba de una casualidad. Quizás uno de ellos fuera el verdadero culpable. En todo caso, el asesino estaba aún en la calle, puesto que Lerais era inocente. Condenar a Jean-Yves Lerais era asumir el riesgo y la responsabilidad de dejar en libertad al verdadero asesino, un hombre que no sólo había cometido un crimen atroz, sino que había puesto en marcha un mecanismo implacable para hacer que acusaran a otra persona en su lugar. El individuo que dejarían en libertad no era un simple asesino; era un monstruo, un genial manipulador, un ser diabólico.

Capítulo 6

El 30 de octubre de 1997, a la una y media del mediodía, Jean-Yves Lerais fue absuelto.

Ese mismo día, en el periódico apareció un artículo en el que se comentaba la decisión de la justicia. No bien comencé a leerlo, reconocí la marca de Félix.

De golpe, el corazón me dio un vuelco en el pecho, cuando reparé en la firma que había al pie de la página: figuraba como autor Félix Simmer.

¿Qué sentido podía tener aquello? ¿Por qué había empleado Félix mi apellido para firmar ese artículo?

Un vez más traté de ponerme en contacto con él. No estaba en su casa. En el periódico me respondieron que estaba de vacaciones. El artículo publicado había llegado por fax. Nadie tenía noticias de él. Félix Werner había desaparecido.

Octava parte

Capítulo 1

A menudo, mientras fumo, miro cómo se elevan las volutas azules y dejo vagar mi espíritu sobre el vacío de los primeros instantes, sobre el aire transparente, el fluido imponderable. Ese flujo se transforma en un gas incoloro, ni blanco ni negro, ni rojo ni verde, que conforma el aire propicio al resplandor del comienzo. Un vapor asciende como una columna, sube hacia los cielos; después la luz, fuego y sol, cual si fuera el origen, ahuyenta las tinieblas y en torno a ella se esfuma el vacío.