–¿Conocía usted a Carl Rudolf Schiller? – preguntó el presidente.
–Sí.
–¿De qué lo conocía?
Se produjo un momento de silencio. Viendo que Mina no respondía, el presidente repitió la pregunta.
–Por sus escritos, sus libros. Uno de ellos me llamó en especial la atención.
–¿Cuál?
–Satán en los campos de concentración.
–¿Porqué?
–Porque hablaba de un cuaderno, escrito por un deportado…
–¿Por qué suscitó un interés especial en usted la mención de ese cuaderno?
–Porque… mi madre me había hablado de él cuando estábamos en Auschwitz. Schiller, en su libro, hacía referencia a una historia similar. Intenté ponerme en contacto con él para saber quién le había hablado de ese cuaderno.
–¿Y se lo dijo?
–Sí. Era otro deportado.
–¿A qué se debía su interés por ese cuaderno, señora Perlman?
–Me intrigaba, no sabía lo que había escrito en él. Pero aun así buscaba una confirmación…
–¿Una confirmación de qué?
–De su singular naturaleza.
–¿Y a raíz de eso comenzó a frecuentar a Schiller?
–Sí. Nos hicimos amigos, en cierto modo. Mi marido lo apreciaba, sobre todo al final.
–¿Sabe por qué?
–Schiller tenía un don para hacer hablar a la gente… Recuerdo, por ejemplo, que coincidió en nuestra casa, con mi yerno, Rafael Simmer, un par o tres de veces y que congeniaron muy bien, pese a que Rafael… no es una persona demasiado locuaz.
–Aténgase a la pregunta concreta, por favor, señora Perlman. No se trata de su yerno, sino de su marido. ¿Sabe por qué Samy Perlman, su esposo, hablaba con Carl Rudolf Schiller?
–Conversaban sobre la guerra. Carl Rudolf Schiller sentía pasión por ese tema y planteaba muchas preguntas a mi marido sobre sus experiencias en el campo de concentración.
–¿Vio usted la película en que se filmó su asesinato?
–No, no la vi, pero me han hablado de ella.
–¿No ha vuelto nunca a Auschwitz?
–Sí, volví.
–¿Por qué motivo?
–Para buscar el cuaderno marrón.
–¿Lo encontró?
–No. Lo único que encontré en el rincón del barracón donde tenía que estar fue un hoyo mal tapado. Estoy convencida de que alguien se lo llevó poco antes de que fuera a buscarlo yo.
–¿Tiene alguna idea de quién pudo ser?
–No, en absoluto.
–¿Con quién había hablado de ello, además del padre Schiller?
–Sólo con mi familia.
–Señora Perlman, puede retirarse.
Observando su recorrido de vuelta a su asiento tuve un sentimiento de desazón, el mismo que me asaltaba cada vez que iba a su casa o que la veía desde la muerte de su marido.
Ella también había cambiado. La mujer apasionada, la mística un poco austera que habíamos conocido se había transformado en una mujer alegre que pasaba el tiempo renovando su guardarropa, saliendo o invitando amigos a su casa para ofrecerles copiosas comidas.
La policía seguía buscando al padre Francis, que había desaparecido de manera misteriosa. Mientras Jean-Yves Lerais se levantaba para responder a las preguntas del tribunal, anunciaron que lo habían encontrado y que prestaría declaración después del acusado.
Jean-Yves Lerais estaba pálido y tenía las mejillas hundidas. Los huesos de los hombros se le marcaban debajo de la camisa blanca que llevaba. Daba lástima verlo.
No sé por qué, en ese momento me volví hacia Félix. Entonces tomé conciencia de un hecho en el que hasta entonces no había reparado: Félix no había vuelto a la vista desde el día de su declaración. Él también había desaparecido como por ensalmo. Nadie, además, hablaba de él, ni hacía pregunta alguna en relación a él.
Yo mismo, demasiado absorto sin duda con los interrogatorios, no lo había llamado desde hacía días.
Decidí reflexionar sobre esa cuestión después de que terminara el juicio y preguntarle por qué había estado ausente de todas las sesiones posteriores a su interrogatorio.
El señor Ansel se inclinó hacia Lerais y le murmuró algo al oído, a lo que éste asintió con la cabeza.
–Querría preguntar al acusado -cpmenzó a interrogarle Ansel- si Lerais es su verdadero apellido.
–Jean-Yves Lerais, ¿ha oído la pregunta? – dijo el presidente.
–Sí.
–¿Puede decirnos cuál es su apellido?
–Me llamo Jean-Yves Vurtz -articuló por fin, muy despacio.
–¿Quién es su padre? – preguntó Ansel.
No hubo respuesta.
–¿Quién es su padre? – repitió el presidente.
Lerais siguió parapetado en su silencio.
–¿Qué hacía su padre durante la guerra?
El interrogado bajó la vista, sin responder.
El presidente repitió la pregunta con su voz gangosa.
–Era soldado de la Wehrmacht.
Un estremecimiento terrible recorrió la sala. Lisa, que se aferraba a mi brazo, me clavó las uñas en la carne.
–Háblenos de su padre -continuó el presidente.
–No puedo decir gran cosa de él -contestó Lerais.
–¿Por qué? – preguntó, en tono sosegado, Ansel.
–No puedo hablar de mi padre.
–Responda a la pregunta -ordenó el presidente.
–¿Qué quieren saber de él?
–Podría hablar quizá de esa mañana de abril de 1942 en que su padre…
–¿Es eso lo que quieren? – lo atajó Lerais.
–Queremos la verdad, señor Lerais -respondió el presidente.
–Era mi padre.
–Diga al menos lo que sabe.
–No puedo insultarlo… Ustedes no saben quién era -añadió con una mirada sombría.
–Me parece que sí -dijo Ansel.
–Era un soldado como tantos otros. Un hombre normal.
–¿Por qué habla en ese tono? – inquirió el presidente.
–Porque… -repuso Lerais con un hilo de voz- porque no puedo, creía que podría, pero… prefiero dejarlo aquí.
–¿Está seguro, señor Lerais? – dijo el presidente.
Ansel, que miraba con fijeza a los ojos a su cliente, prosiguió de todas formas, dirigiéndose al presidente, según el procedimiento habitual.
–¿Querría preguntar al acusado si su padre le habló alguna vez de su… «trabajo»?
–¿Le explicó su padre lo que hacía? – preguntó el presidente.
–No -se apresuró a responder Lerais-, no entró en detalles.
–¿Qué le contó entonces?
–Que era soldado de la Wehrmacht.
–¿No le dijo nada más?
–No.
–¿Seguro?
–Él quería salir adelante, nada más.
–¿Le dijo su padre que mataba a personas? – preguntó Ansel.
–No. Decía que se ocupaba de tareas de administración.
–¿Y después? ¿Le creyó usted?
–Después me enteré de que no era cierto.
–¿Qué hizo usted cuando descubrió que ocultaba algo?
–Era mi padre -murmuró Lerais.
–¿Por qué procura proteger a su padre de ese modo? – preguntó el presidente.
–¿Qué quieren que haga? ¿Que lo insulte? ¿De qué serviría ahora eso?
–Ese es un asunto que le incumbe sólo a usted.
–¿Qué quieren entonces de mí?
–La verdad.
–La verdad. La verdad es que mi padre era un cerdo. ¿Creen que es fácil decirlo?
Se produjo una pausa.
–Tenía, sin embargo, otras facetas -agregó al cabo de un momento Lerais.
–¿Ah, sí? ¿Cuáles?
–Podía ser agradable, amable y encantador, e incluso divertido…
–¿Y qué relación tiene eso? – intervino bruscamente Ansel.
–¿De qué habla? ¿Relación con qué?
–Con lo que hizo.
–¿Quiere que se lo diga? – replicó de improviso Lerais, clavando la mirada en su abogado-. Comprendo que usted le deteste, lo comprendo porque tiene derecho a hacerlo… Pero eso no tiene nada que ver con este juicio. Todo ese odio que lleva dentro -añadió, dirigiéndose al presidente- es un asunto personal suyo.
–¿Y él no tiene odio? – dijo Ansel, también al presidente.
–Yo no odio a mi padre.
–No obstante es un «cerdo», él mismo lo ha dicho.
–Vuelve a insultarlo.
–No dejaré nunca de hacerlo.
–¿No ve que él también sufrió?
–¿De veras? ¿Así que sufrió?
–Las cosas no eran siempre fáciles en Sudamérica. Al principio teníamos que cambiar de domicilio cada seis meses. Había que ser prudente, esconderse…
–Debía de querer mucho a su padre -comentó Ansel al presidente.
–Nunca lo quise; lo respeté.
–¿Y ahora?
–Me inspira repulsión tan sólo.
–¿Por qué no lo quiso nunca?
–Si lo hubiera querido, lo habría odiado de todas formas.
–¿Le resulta indiferente?
–No, no exactamente.
–¿Se siente diferente de él?
–Sí y no.
–¿Puede responder claramente? – reclamó el presidente.
–Me parezco a él en algunos aspectos que me disgustan y en otros soy distinto.
–Especifique más, por favor.
–Déjeme en paz, señor Ansel -gritó de repente Lerais-. ¿Qué pretende demostrar? ¿No ve que me atormentan sus preguntas?
–Debe responder a ellas, por su interés -dijo el presidente.
–No creo que de esto salga nada bueno.
–¿No?
–Creo que el señor Ansel está sacándome de mis casillas.
–No es ésa mi intención. Yo soy el abogado de la defensa, recuerde -terció Ansel.
–Aun así, lo hace -contestó Lerais dirigiéndose directamente a él-. Me está hundiendo en la culpabilidad, me sitúe donde me sitúe. Como si, en cualquier caso yo fuera culpable. Intenta hacerme caer en una trampa con su odio a los nazis. Yo no soy nazi, odio a los nazis…
–Lo sé.
–Usted explota mis sentimientos de culpa.
–¿Cómo?
–Si no lo odio, soy igualmente culpable, según usted.
–No, no, en absoluto.
–Sí. Usted pretende simplificar… Está jugando sucio, señor Ansel.
–¿Qué quiere decir? – le preguntó el presidente.
–Él… exagera.
–No le entiendo.
–Yo no puedo hacer que disminuya su rencor -continuaba Lerais, como si ya no escuchara-. Por eso continúa con su odio a cuestas.
Las palabras brotaban de su boca como si no consiguiera contenerlas. Se había puesto rojo. Con un movimiento convulsivo, se apartaba sin cesar una mecha que le caía una y otra vez sobre los ojos.
–A fin de cuentas, no lo necesito. Puedo recusarlo si quiero, ahora mismo. Es mi abogado y no tiene que tomar partido. De todas formas, esta cuestión no es de su incumbencia.
De pronto Ansel se volvió hacia su cliente y, mirándolo muy fijo, se dirigió a él:
–¡¿Que no es de mi incumbencia, dice?!
–¡No!
–Toda mi familia desapareció en los campos de concentración, señor Lerais. Le aseguro que esta cuestión sí me incumbe y mucho.
Lerais lo miró, sorprendido.
–Entonces ¿por qué aceptó defenderme? – logró articular.
–Decidí defenderle porque es inocente.
Lerais observó a Ansel un instante, con aire de total estupefacción.
–Dejémoslo aquí -imploró por fin, con voz baja-. No tiene sentido continuar.
–Oh, no, no vamos a dejarlo.
–¿De veras? ¿Está seguro de que no es usted el que me necesita a mí? ¿Le resulta agradable, quizá? ¿Le fascina ver al hijo de un asesino?
–No -contestó Ansel-. Es mi deber, en mi calidad de defensor suyo.
–¿Y por qué tiene necesidad de defenderme?
–Para no caer en la desesperanza -respondió Ansel muy quedo, mirándolo.
Lerais se sobresaltó. Los ojos se le velaron y un temblor agitó sus labios.
–Adelante, hágame las preguntas.
–Le recuerdo, señor Ansel, que no está autorizado a dirigirse directamente al acusado -advirtió el presidente-. Haga el favor de respetar el procedimiento.
Ansel carraspeó para aclararse la garganta.
–El acusado decía que su padre era un hombre normal, ¿no es eso? – prosiguió con calma.
–Responda -indicó el presidente.
–Bueno… -dijo Lerais-, me refería a que era padre, esposo…
Bajó la mirada y, en voz queda, añadió:
–También ordenó matar a cientos de hombres, mujeres y niños judíos.
En la sala resonaron unos agudos gritos.
Lisa se desmayó. Mina agarró con violencia el brazo de su hijo Paul. Béla me lanzó una mirada llena de odio.
No sabría precisar cuánto tiempo permanecimos así…, una eternidad. El juez no paraba de dar mazazos, amenazando a gritos con hacer desalojar la sala, pero yo creo que en realidad lo hacía para fingir una serenidad que no tenía.
Al final, me levanté y fui a buscar agua fresca mientras Paul reanimaba a Lisa, que nos observaba con la mirada extraviada.
Capítulo 4
–¿Fue su padre quien le informó de que era soldado de la Wehrmacht? – preguntó, una hora más tarde, el presidente a Jean-Yves Lerais.
–No.
–¿Cómo lo averiguó?
–Tenía doce años. En el colegio hablaban del Tercer Reich. Yo quería saber más cosas. Mientras indagaba sobre el tema vi su nombre en un libro de historia…
–¿Qué sintió al descubrir lo que hizo su padre?
–Me costaba creerlo -explicó Lerais-. ¿Quién puede comprender algo así? Todas las noches sueño lo mismo: unos hombres me arrancan de la cama y me meten en una habitación con duchas. Siento que me falta la respiración, me precipito hacia la puerta y entonces me despierto… Otras veces estoy asesinando a alguien y después me entrego a la policía. Y entonces acaba todo y me quedo en la cárcel durante el resto de mi vida…
»Mis padres huyeron a Sudamérica con documentación falsa y con otros camaradas de guerra. Cuando llegaron, había unas personas esperándolos. Fueron a buscarlos en coche, les dieron una casa. Comenzaron una nueva vida. Se habían llevado dinero de Alemania. Mi padre tenía un pequeño negocio en el que empleó a sus antiguos camaradas. Todos vivían en el mismo barrio. Había un colegio alemán, una tienda alemana, restaurantes, de todo. El domingo íbamos al templo y después a tomar cerveza con los amigos alemanes, oíamos chistes alemanes y leíamos periódicos alemanes… ¡Ah, me olvidaba, no había únicamente alemanes: había también austríacos…! – Esbozó una sonrisa triste-. Era una primavera eterna, la tierra era fértil, el sol brillaba de continuo; era el paraíso, el paraíso de los perdedores…