–Sí, sí, le sigo -respondió Baillet con embarazo-. Gracias por su presencia. Por el momento, eso es todo.
Advertí, con una sonrisa, que aquella vez el fiscal había capitulado. Aquel discurso no tenía sentido para él… o quizá tenía demasiado. Ante el Diablo, abandonaba el combate.
No le iba a ser tan fácil, no obstante, deshacerse de aquel testigo. Contento por disponer de un público, el padre Francis se aferraba a la barra como si de un pulpito se tratara.
–¿Quieren que les diga qué pasó? Mi sobrino ha sido acusado porque cometió el pecado de fornicación. ¡Está prohibido desperdiciar la simiente humana que multiplica indefinidamente el sufrimiento y perpetúa el reino del Mal, porque el placer es sin lugar a dudas el arma más formidable de Satán!
Señalando con el dedo a Lisa, añadió:
–Esta mujer es peligrosa, se lo aseguro; ¡es impura, es un instrumento del Mal destinado a dominar las almas de los hombres!
Entonces, sin decir nada, Lisa se levantó, caminó con calma hacia él y, al llegar a su altura, permaneció inmóvil unos segundos, escrutándolo, antes de asestarle una bofetada magistral, de esas que vuelven la cara del revés.
Todos los asistentes contuvieron la respiración.
El padre Francis no hizo el menor movimiento. Observó, totalmente desconcertado, cómo Lisa regresaba tranquilamente a su sitio mientras el juez ordenaba que desalojaran la sala.
Capítulo 2
A la mañana siguiente compareció a declarar el padre Franz. Bajo el hábito se intuían unos hombros anchos y una espalda impresionante, pero su cara demacrada y las mejillas hundidas delataban ayunos prolongados.
Sus ojos verdes, algo desorbitados, poseían un resplandor que combinado con la miopía producía un efecto extraño. Respondía con calma, con su francés impecable, sin pronunciar una palabra de más a las preguntas que le formulaba el abogado de la defensa, el señor Ansel.
–¿Desde cuándo conocía usted a Carl Rudolf Schiller? – le preguntó en primer lugar el letrado.
–Desde mi noviciado, hará unos veinte años.
–¿Advirtió en él un cambio de actitud antes de su asesinato?
–Sí, había cambiado, en efecto.
–¿Sabe por qué?
–No. Sé que iba a menudo a París. Y también que se había puesto a leer libros de la tradición judía, el Antiguo Testamento, el Talmud, la Cábala…
–¿Cuál fue el último contacto que mantuvo con él?
–Poco antes de su muerte, me llamó y nos vimos.
–¿Le hizo alguna confidencia concreta?
–Así es -repuso el padre Franz tras un instante de vacilación-, quería decirme que yo tenía razón desde el principio en lo relativo a un conocido nuestro, que había ejercido una influencia nefasta sobre él. Aparte, quería hablarme de un cuaderno, un cuaderno maléfico que le había entregado esa persona y del que se quería deshacer.
–¿Podría tratarse del cuaderno que aparece en la filmación del asesinato de Carl Rudolf Schiller?
–Sí, estoy seguro.
–¿Quién es la persona que entregó ese cuaderno a Carl Rudolf Schiller?
El padre Franz se quedó pensativo un momento, como si no se decidiera a dar la respuesta.
–Se trata de…
–¿Sí?
De repente en la sala se alzó una voz estridente:
–¿No ven que aún está vivo? ¿No saben todos que está aquí, entre nosotros? ¡Creen que está muerto, pero es aún demasiado fuerte para ustedes! ¡Hitler! ¡Hitler está aquí, contando los muertos y riéndose en su propia cara! ¡Sí, el Führer sigue vivo! ¡Por más que se esfuercen, siempre seguirá estando entre ustedes, entre nosotros! ¡El Führer no ha muerto!
Era un individuo de unos treinta y pico años, delgado, de cabellos castaños cortados a cepillo, que se había puesto de pie y gesticulaba con desafuero. Tenía un leve acento inglés.
–¡Yo he visto al Führer! – continuó gritando mientras se lo llevaban dos policías-. ¡Sé dónde está! ¡Está vivo! ¡Viva el Führer!
–¿Quién es? – murmuró Lisa a mi lado.
–¿No lo reconoces?
–No.
–Aparecieron fotos suyas en los periódicos. Es John Robertson, el hombre al que detuvieron por haber hecho que pasaran la película sobre Schiller en Washington.
–¿De quién se trata? – prosiguió el señor Ansel, una vez que hubieron sacado a Robertson de la sala-. ¿Quién entregó ese cuaderno a Carl Rudolf Schiller?
–El padre Francis.
–Padre Franz, muchas gracias. ¿Puedo llamar al testigo precedente? – consultó el abogado al juez. Este asintió.
El padre Francis no se encontraba ya en la sala de los testigos, tal como le había ordenado hacer el presidente el día anterior. Lo estuvieron buscando un rato. Al cabo de media hora, tuvieron que rendirse a la evidencia: se había ido, aprovechando sin duda la distracción proporcionada por los gritos de Robertson.
El ujier hizo pasar a Ron Bronstein. Al verlo entrar en la sala contuve el aliento, como si tuviera conciencia de un peligro. ¿Qué iba a revelar ahora? ¿Por qué había querido apartarme de aquel asunto? ¿Qué se proponía? ¿Y qué sabía en concreto?
A pesar de la barba de varios días, ya no tenía esa mezcla de aplomo y causticidad que le había conocido en Israel. Se lo veía mucho más tenso.
–¿Había visto antes a Jean-Yves Lerais? – preguntó, con su voz pausada, Ansel.
–No, nunca -respondió Bronstein.
–¿Conocía a Carl Rudolf Schiller?
–Sí, lo conocía.
–Las relaciones que mantenía con él no eran precisamente excelentes, ¿me equivoco?
–No, así era.
–¿Se podría decir que llegaban a ser francamente hostiles?
–En efecto.
–¿Qué le reprochaba usted en particular?
–Su participación en el asunto del convento carmelita de Auschwitz y sus vínculos con Maurice Crétel, que fue el causante de la deportación de mi familia.
–¿Por esas razones se peleó con Carl Rudolf Schiller?
–Sí.
–¿Quién fue el primero en levantar la mano contra el otro?
–Fui yo el que empezó.
–Señor Bronstein, muchas gracias; eso es todo por el momento.
Entonces el abogado de la parte civil, Carbot, se levantó y se acercó al estrado.
–Señor Bronstein -dijo con su voz aflautada-, tengo entendido que sus relaciones con Carl Rudolf Schiller habían cambiado poco antes de su asesinato, ¿es eso correcto?
–Sí, así es.
–¿Podría describirnos ese cambio?
–Mi relación con Schiller había mejorado unas semanas antes de su muerte.
–¿Nos puede explicar por qué?
–Carl Rudolf Schiller había modificado su actitud en relación a ciertas cuestiones.
–¿Qué cuestiones, señor Bronstein?
–En relación a la Shoah, sobre todo.
–¿Quiere decir que había variado su punto de vista con respecto al convento de Auschwitz?
–Sí. Comenzaba a poner en duda sus teorías sobre el Calvario.
–¿En qué consistían tales teorías?
–El sostenía que los judíos habían muerto en Auschwitz para expiar sus culpas.
–¿Esas teorías eran radicalmente opuestas a las suyas?
–Yo le repliqué a menudo que aun si hubiera que castigar a los nazis culpables del crimen absoluto, no podría hacerse mediante otro holocausto. En otras palabras, esa afirmación es absurda.
–¿Y sabe usted, señor Bronstein, por qué Carl Rudolf Schiller había cambiado de actitud?
Se produjo un momento de silencio. Ron Bronstein parecía extremadamente turbado.
–Le recuerdo que ha prestado juramento -señaló el abogado-. De ello se desprende que está obligado a responder a mis preguntas y a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
–Carl Rudolf Schiller había cambiado de actitud porque se había enterado de que era judío.
Se produjo una algarabía en la que se mezclaban la sorpresa y la confusión. Un remolino, una suerte de gran oleada, recorrió la sala de un extremo a otro. ¿Carl Rudolf Schiller era judío? ¿Cómo era posible? En todos se repetía la misma sorpresa, la misma pregunta, la misma estupefacción. El promotor del convento de Auschwitz, de la gran cruz en lo alto del campo, el protagonista del asunto Crétel, el amigo del verdugo, ¿era judío? ¿Qué sentido tenía aquello?
El presidente descargó unos cuantos mazazos, reclamando silencio.
–¿Carl Rudolf Schiller era judío? – prosiguió el abogado.
–Era judío -confirmó Bronstein.
–¿Puede explicarnos mejor esta cuestión?
–Yo sabía que era huérfano. Mientras realizaba unas indagaciones sobre mis padres, descubrí que durante la guerra lo habían escondido en un convento. Lo dieron por muerto, como a sus padres y como a su hermano, pero su madre, que estaba encinta cuando la deportaron, había conseguido ocultarlo y dar a luz en el campo, el 27 de enero de 1945. Nació el día en que murió su hermano; por eso Lisa Perlman encontró su nombre en aquella lista de niños desaparecidos. Le habían puesto el nombre de su hermano. Después de la guerra y de la muerte de su madre, una mujer polaca se llevó al pequeño para salvarlo y dejarlo con las monjas, que lo educaron en el cristianismo.
–¿Carl Rudolf Schiller no tenía conocimiento de estos hechos?
–No.
–Entonces -planteó el abogado-, ¿fue usted quien los sacó a la luz?
–Sí.
–¿Porqué?
–¿Por qué? Creía que era importante que ese personaje público, ese político, viera claro en el fondo de sí.
–¿Eso era todo?
–Buscaba también un punto débil en su biografía que me permitiera…
–¿Cerrarle la boca con ocasión de sus altercados?
–¡No! Yo no utilizo jamás esa clase de métodos en público. Sería vulgar. Pero sí quería hacerle reflexionar. No dejaba de toparme con él en mi camino y siempre me preguntaba qué se podía hacer para que comprendiera mejor lo que pasó…
–¿Cuándo le puso al corriente de que era judío?
–Un mes antes de su asesinato.
–¿Y notó un cambio de actitud después de esa revelación? – Me llamaba a menudo por teléfono para recabar información. Revisaba toda su vida, tenía remordimientos. Estaba bastante afectado. ¿Sabe? – añadió con aire pensativo-, si yo fuera religioso, diría… que estaba en la vía de la salvación.
–¿Cree usted que Jean-Yves Lerais, aquí presente, podría haber tenido acceso a esa información, que tuvo unas consecuencias palpables sobre Schiller?
–No lo sé -respondió-. No tengo la menor idea.
Lisa revolvía con nerviosismo en el interior de su bolso, en busca de su cajita marrón.
–¿Sigues con los calmantes? – le dije en el momento en que la abría.
Me lanzó una mirada terrible. La tonalidad gris verdosa de sus ojos se había oscurecido, invadida por una luz negra. Su párpado derecho se agitó con una palpitación convulsiva.
–Ya no estás en condiciones de prohibirme nada de nada, Rafael -contestó en tono cortante.
–Lisa, cálmate, por favor.
–Eres tú quien debería calmarse, Rafael. Si este juicio te perturba, no tienes obligación de asistir, ¿está claro?
–No, no está claro.
Sostuve su mirada desafiante. ¿Por qué estaba tan tensa? ¿Era por la presencia de Jean-Yves Lerais en el banquillo? ¿Y cómo habíamos llegado ella y yo a ese punto?
¿Qué había ocurrido entre nosotros para llegar a aquello? ¿En qué plomo vil se había convertido el oro puro?
Capítulo 3
La declaración de Bronstein había dejado perplejos a todos los presentes. Una vez levantada la sesión, me quedé a hablar un momento con el padre Franz.
–Tengo la impresión -comentó- de que a nuestro amigo no se le presentan bien las cosas…
–¿Usted cree?
–Sí. Algunos testimonios son bastante abrumadores, sobre todo viniendo de personas próximas… Además, Bronstein acaba de revelar un motivo creíble para el asesinato de Schiller.
–¿Cuál?
–El antisemitismo, si Lerais estaba enterado de que Schiller era judío.
–¿A través de Lisa, quiere decir…?
–Por ejemplo.
–Pero ¿usted cree que es culpable?
–No, ya sabe que no.
–No sólo hay cada día más sospechosos, sino que la propia víctima se vuelve múltiple e inaprensible. ¿Quién mató a Carl Rudolf Schiller?
–La pregunta es más bien ésta: ¿a qué Carl Rudolf Schiller mataron? ¿Al político? ¿Al defensor encarnizado del convento carmelita, al teólogo del Calvario, o bien al judío? ¿El que Schiller fuera judío de nacimiento influyó para que lo asesinaran de ese modo, o bien el asesino incurrió en un error en ese aspecto? ¿Es posible que se trate de un crimen antisemita? ¿A quién mataron y dividieron, al judío o al sacerdote cristiano? ¿O al judío porque era sacerdote? ¿O al sacerdote, porque era judío? Y si fue Jean-Yves Lerais quien lo mató, ¿de qué Jean-Yves se trata? ¿El que consagró su vida a la historia de Vichy, o el que se rebeló contra «la obsesión por el pasado» y la «victimización de los judíos»? Estamos sumidos en la confusión, Rafael, la confusión más absoluta.
Al día siguiente, el último del juicio, llamaron a comparecer a Mina Perlman.
Estaba radiante, con su maquillaje y su traje chaqueta. Sus ojos inquietos estaban pendientes de todo y en sus labios se había instalado una sonrisa permanente, la misma que le había visto con ocasión del entierro de su marido.