–No, no se pueden resumir las cosas de ese modo.
–¿Cómo, sino?
Lisa lo miró, con labios temblorosos.
–¿Por qué no me dice directamente qué pretende hacerme decir? – gritó por fin-. Así acabaremos antes, ¿no?
–No pretendo hacerle decir nada, señora Simmer. Quiero sólo la verdad y espero que usted me ayude a encontrarla.
En ese momento, Ansel se levantó.
–Me parece -protestó, dirigiéndose al juez- que el fiscal trata de condicionar la declaración de la testigo.
–Señor juez -dijo Baillet-, he terminado con la testigo.
Lisa bajó del estrado, con la espalda envarada y el paso titubeante. Se sentó a mi lado y yo me puse a escrutarla atentamente.
El corazón comenzó a latirme, de repente, con una violencia terrible. Sin decir nada, le tomé la mano. Ella la retiró de inmediato, asestándome una mirada cargada de irritación.
A la mañana siguiente, Béla acudió al estrado y prestó juramento. Por primera vez desde que lo conocía, llevaba el pelo suelto y le caía sobre los hombros, enmarcando sus finas facciones con una aureola crística. Se aferró con nerviosismo a la barra.
Lo había citado el abogado de la defensa, el señor Ansel.
–¿Cómo conoció a Jean-Yves Lerais? – comenzó el interrogatorio el presidente.
–Por mi hermana.
–¿Mantenía alguna relación con él, al margen de su hermana?
–Sí. Eramos amigos.
–¿Eran? ¿Quiere decir que ya no lo son?
–No, ya no.
–¿Qué provocó su desavenencia con Lerais? – inquirió el presidente.
–Cuando las cosas empeoraron con mi hermana, fuimos viéndonos cada vez menos.
–¿Eso es todo?
–Sí…
Béla parecía dudar. El presidente, escéptico, cedió el testigo a la defensa.
–Bien -dijo Ansel-. Encaremos el problema de otra forma. ¿Reconoce esta pistola, señor Perlman?
El ujier le acercó la pistola que había en la mesa de las pruebas inculpatorias.
–Sí. Es la pistola que encontraron en mi casa cuando la policía hizo un registro.
–¿Es suya esa pistola?
–No.
–Si no me equivovo, usted fue considerado sospechoso del asesinato de Carl Rudolf Schiller.
–Sí. Era un montaje.
–¿Declaró usted eso a la policía?
–Sí.
–¿Puede decirnos exactamente qué les dijo, señor Perlman?
–Les dije que Jean-Yves Lerais odiaba a Schiller y que tenía muchos más motivos que yo para ser sospechoso.
–¿Aportó a la policía elementos concretos que apoyaran dicha afirmación?
–Sí, mencioné las cartas de las que me había hablado Jean-Yves. Las cartas de amenaza que había enviado a Schiller. Iban en serio, puesto que fue asesinado, eso lo prueba, ¿no?
–En esa época, ¿veía aún a Jean-Yves Lerais?
–De vez en cuando.
–Es raro que alguien acuse a un amigo suyo, ¿no?
Béla le respondió con una mirada impregnada de odio.
–¿Conocía a Carl Rudolf Schiller? – prosiguió el presidente.
–No, no lo conocía -contestó con tono desabrido.
–¿No lo había visto nunca en casa de sus padres?
–Yo no vivo en casa de mis padres -respondió Béla, mirándolo con ironía-. No conozco a Schiller. Y le diré algo más: este asunto no me concierne.
–Oh, sí, sí le concierne. ¿Quiere que le demuestre que sí le concierne, señor Perlman?
–¿Qué insinúa? – replicó con brusquedad Béla-. ¿Que yo maté a Schiller? – Le temblaban las manos-. Intenta hundirme con sus elucubraciones -añadió, más bajo-, pero no se lo voy a consentir. La verdad tendrá que salir a la luz.
–La verdad, señor Perlman, es que usted nunca aceptó a Jean-Yves Lerais. Estaba celoso de él porque era más brillante que usted y porque era el compañero de su hermana. Cuando le interrogó la policía judicial, encontró la manera perfecta de vengarse de la persona a quien envidiaba y odiaba desde hacía tanto tiempo.
–La segunda parte del cuerpo, que estaba en la École de Roma, no me la inventé yo -espetó Béla.
–No, pero podría haberla puesto allí después de haber asesinado al hombre que obtuvo la atención que su padre nunca le dedicó.
Béla lo fulminó con la mirada. De repente se estremeció de pies a cabeza, aquejado de violentas convulsiones.
–El inocente al que querían acusar era yo -vociferaba-. Él que puso la pistola en mi casa y dijo a la policía que la buscara, ése es el culpable. ¡Ése es el que quiere acabar conmigo!
–¿Quién es?
–Es él.
Con el brazo extendido, me apuntaba con dedo tembloroso.
–Señor Perlman -continuó, sin perder la calma, Ansel-, ¿pasó usted tres años en un hospital psiquiátrico?
Béla no respondió.
–¿Por qué motivo?
Béla, silencioso, abatió la mirada.
–¿Dónde vive usted en este momento, señor Perlman?
Béla seguía sin responder. Tenía la frente perlada de sudor y cada vez tenía la cara más roja.
–Señor presidente -intervino el señor Carbot-, no veo qué relación tiene esto con el caso que nos ocupa.
–Al contrario, hay un hecho de importancia capital para mi cliente, que trato de demostrar -replicó Ansel.
–Prosiga -indicó el presidente.
–¿Por qué motivo lo internaron en el hospital psiquiátrico, señor Perlman?
–Después de la muerte de mi padre, sufrí una depresión nerviosa.
–¿Y antes? Había pasado ya una temporada en un hospital psiquiátrico, ¿no es así?
–¿Antes? – repitió con ademán rencoroso-. ¿Qué sabe usted, eh, de lo que pasó antes? ¿Qué sabe usted de lo que es ser el judío de la familia, el judío de los judíos, el que ha padecido en primer lugar el reino del terror? El mayor, el blanco perfecto. Olían cada herida y, cuando presentían que algo me afectaba, se abalanzaban sobre la brecha. Cuando volvía a casa con las rodillas ensangrentadas, me castigaban porque me había ensuciado el pantalón, y cuando lloraba me decían que no me comportaba como un hombre, que era una vergüenza llorar por tan poca cosa, y cuando intentaba buscar ayuda, era el hazmerreír de todos… Me pisotearon, me sorbieron hasta la médula… Y yo temblaba de miedo… Cuando tuve mi primer desengaño amoroso, cometí la estupidez de ir a ver a mi madre, esperaba ternura de ella, comprensión; lo único que se le ocurrió fue decirme que era yo quien tenía la culpa… Siempre me machacaron, fuera cual fuese el motivo que me llevaba a confiarles algo…
–¿Por qué le tuvieron encerrado durante tres años, señor Perlman?
–Diríjase al testigo con más consideración -intervino el presidente.
–¿Qué suceso concreto justificó su internamiento en el hospital psiquiátrico? – corrigió Ansel.
Después de un silencio opresivo, renunció a repetir la pregunta.
En la sala se produjo una oleada de murmullos apagados. Béla se volvió y se encaminó despacio a la salida.
El ujier hizo pasar entonces a Pierre Krima, un psiquiatra de unos cuarenta años, de rostro jovial, amplia sonrisa y ojos risueños.
–¿Puede decirnos a partir de qué momento puede considerarse peligroso a un paranoico? – le preguntó el presidente.
–La peligrosidad potencial del paranoico es más marcada en tanto tiene un perseguidor designado, el delirio se ha constituido desde hace tiempo y se ha intensificado con el paso de los años -respondió el médico.
–¿Qué clase de delitos puede cometer?
–Desde la simple agresión verbal a actos de carácter médico legal.
–¿Es decir?
–Asesinato o intento de asesinato.
–Doctor Krima, muchas gracias.
Durante el descanso, agarré a Lisa por el brazo.
–¿Por qué? – le dije-. ¿Por qué no me habías hablado de eso?
–¿De qué?
–Carl Rudolf Schiller… ¿Por qué me mentiste en Washington?
Por respuesta, encendió un cigarrillo y me lanzó el humo en plena cara con insolencia. Tenía una actitud retadora, como una jovencita.
Estaba tan cambiada…
Pensé en el tiempo en que el mundo era para nosotros, latía con nosotros, en que Lisa olía a gloria y su perfume me cautivaba y me llenaba de vigor. Ella colmaba el vacío; ella era como un aliento supremo. Era profunda. Era un nardo que me adormecía, un ramillete, una flor delicada. Entonces olía a humo, a forraje quemado.
Cuando volvimos a la sala, Paul Perlman iniciaba su declaración. La barba y las sienes plateadas le rodeaban la cara de un aureola vaporosa que confería a sus ojos soñadores un aire aún más angelical que de costumbre. Tenía en los labios una sonrisa triste, petrificada.
–¿Conocía usted a Jean-Yves Lerais? – preguntó el abogado de la defensa.
–No, apenas lo conocía. Tuve poco contacto con él cuando salía con mi hermana.
–¿Conocía a Carl Rudolf Schiller?
–Sí.
–¿Cómo lo conoció?
–En casa de mis padres.
–¿No se vio con él en un marco distinto a ése?
–También a través de la asociación humanitaria que yo presidía. Carl Rudolf Schiller había pasado a formar parte del consejo de administración, por cooptación.
–¿Estaba usted satisfecho de dicha cooptación?
–Al principio no vi inconveniente en ello. Después comenzó a resultarme molesto.
–¿Nos puede decir por qué?
–Schiller pretendía poner su grano de arena en todas partes.
–¿En todas partes? ¿Puede explicarse mejor?
–Quería ampliar las actividades de nuestra asociación a terrenos políticos ajenos a nuestras competencias.
–¿A cuáles?
Paul Perlman observó un instante al abogado.
–Tenía una especie de fijación con los palestinos.
–¿A qué se refiere con la palabra «fijación», señor Perlman? – preguntó Ansel.
–No paraba de hablar del «genocidio de los palestinos».No sé si recordarán las imágenes de Bosnia que transmitían por televisión en verano de 1992; hombres esqueléticos detrás de alambradas, campos de concentración en el continente europeo, cadáveres quemados en hornos crematorios… Schiller no quería saber nada de todo aquello. Decía que la situación era peor en Gaza. No se limitaba a hablar: trabajaba entre bastidores, había ido a ver a todos los miembros de la comisión, uno a uno, para convencerlos de que votaran como él. Yo traté de explicarle que los palestinos recibían ayudas económicas considerables. Pero no quería escuchar. Según él, los israelíes hacían a los palestinos lo mismo que les habían hecho los nazis a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces comprendí. Ese era el quid de la cuestión…
–¿Qué hizo usted después de que se votaran los presupuestos?
–Me vi obligado a dimitir…
–¿Por qué había adoptado Schiller esa actitud, en su opinión?
–Creo que tenía una relación complicada con Israel. No podía tolerar que los judíos formasen de nuevo un pueblo, ni que tuviera que cesar el tiempo del sufrimiento. Por otra parte, lo que pasaba en Bosnia le incomodaba. Durante la guerra, uno de los dirigentes del campo nacionalsocialista era un católico, un franciscano… En el fondo, creo que temía que nos pusiéramos a husmear en todo aquello…
–¿Su asociación manejaba grandes sumas de dinero?
–Sí.
–¿De qué orden?
–Doscientos millones de francos.
–No haré más preguntas al señor Perlman -anunció Ansel.
Después del testimonio de Paul, le tocó comparecer al padre Francis. El anciano lucía como de costumbre sotana negra y cruz de madera. Su mentón prominente estaba recubierto por una barba rala, grisácea, y sus ojos aparecían aún más hundidos de lo que era habitual en él.
–¿Conocía usted a Carl Rudolf Schiller? – preguntó Baillet.
–Era mi amigo, mi confidente. Lo quería como a un hermano.
–¿Qué vínculos le unen a Lerais?
–Es mi sobrino.
–¿Cree usted que mató a Carl Rudolf Schiller?
–Por supuesto que no, eso es absurdo -repuso en tono contrariado-. ¿Quiere usted que le diga quién mató a Carl Rudolf Schiller?
No dejó tiempo para que el fiscal le respondiera a aquella pregunta.
–¡Es él -murmuró, adoptando un aire de conspirador-, créanme, Samael! El servidor del Mal, su revelador, su alumbrador. Su sumo sacerdote, su fiel adorador, su zelote. Es el espeleólogo de las rocas insospechadas; ilumina con su lámpara las estalactitas y las estalagmitas que produce la tierra en sus entrañas. ¿No lo oyen en la música ensordecedora; no lo ven en los cabezas rapadas, en los que se tiñen el pelo de rojo o de violeta, en las tiendas abiertas a todas horas y en los cines de dudosa reputación; no ven a ese hombre alto, de pelo negro, barba de chivo y ojos incandescentes? ¡Fue el Diablo, créanme -clamó-, el Diablo lo escindió en dos!
–¿Quiere contestar a las preguntas que le hago? – reclamó el letrado, sin saber si debía proseguir o no-. Aquí no se le pide que formule una teoría metafísica sobre el Mal, sino que responda si sabe algo sobre un crimen determinado y si vio, oyó o tuvo conocimiento de que Jean-Yves Lerais era el asesino de un hombre al que usted conocía muy bien.
–Entiendo, entiendo, hijo mío, quiere saber más cosas, ¿no es eso? – dijo-. Le fascina el tema. Bueno, si quiere que se lo diga, es normal que esté intrigado: la primera argucia del Diablo es su incógnito. No es nadie y es todos. Pero… no es siempre fácil reconocerlo… «Lucifer» significa el que trae la luz. Es el amigo íntimo, el colega, el socio, el hermano. Es aquel de cuya lealtad y buena voluntad no se duda… ¿Me sigue?