El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Supongamos que fuera así. Estando la biblioteca cerrada a causa de las vacaciones, ¿podría haber notado alguien el olor del cadáver?

–No. El cuerpo no estuvo allí el tiempo suficiente para eso.

–De lo que se deduce que la persona que depositó el cadáver en la biblioteca poseía una llave de la puerta. Dicho de otro modo, dado que la biblioteca estaba cerrada desde hacía una semana, ¿era imposible que el cuerpo hubiera sido introducido en ella antes de su cierre?

–Imposible del todo. El estado de degradación habría sido mucho más avanzado.

–Una pregunta más, doctora. ¿Qué corpulencia se precisa para transportar una mitad de cadáver como la que vio en la foto?

–Teniendo en cuenta que falta una parte del abdomen, la pelvis y las extremidades inferiores, esa mitad no debe de pesar más de treinta kilos. No es necesario ser extremadamente fuerte para cargarla.

–Doctora, muchas gracias por su contribución.

–No hay de qué.

El presidente llamó entonces a Chiara Tropoli, la secretaria con la que habíamos hablado en la École de Roma.

Después de haber prestado juramento, le formuló tan sólo una pregunta:

–Señorita Tropoli, ¿quién, además de usted, posee las llaves de la biblioteca de la Ecole de Roma?

–El director y también los investigadores y los profesores invitados.

–¿Nadie más?

–No.

–Muchas gracias.

Llamado a su vez por el ujier, Michel Perraud entró en la sala y luego se dirigió con paso seguro al estrado. Lucía su eterna sonrisa, augusta y astuta. Sus ojos pequeños, hundidos e inquietos, miraban sin cesar a uno y otro lado, como para calibrar cuál iba a ser su público. Lo había citado el abogado de la defensa, el señor Ansel, un individuo de unos sesenta años de pelo gris, ancho de espaldas, que llevaba unas gafas cuadradas levemente ahumadas.

–¿Cuándo conoció a mi cliente? – preguntó el abogado.

Tenía una manera peculiar de mirar a su interlocutor, un poco de soslayo, como para desarmarlo.

–Hará más o menos un año -respondió Perraud-. Tuvimos varias conversaciones a propósito de un libro que escribía.

–¿Cuál era el tema del libro?

–Analizaba la actividad de los altos funcionarios durante la Segunda Guerra Mundial, creo.

–¿Y qué le dijo usted?

–Nada que no se sepa ya: que fui miembro de la Resistencia. Él lo sabía de antemano.

–¿Miembro de la Resistencia, de veras?

–Pues sí -contestó, enseñando sus dientes grises-, y estoy orgulloso de ello.

–¿No tuvo Jean-Yves Lerais conocimiento de la existencia de ciertos documentos, ciertos hechos que a usted no le interesaba que mencionara?

Al oír esas palabras, Lerais levantó bruscamente la cabeza. Su mirada se cruzó con la de Perraud, que se quedó petrificado.

–No, no lo creo.

–Reflexione con detenimiento, señor ministro -le aconsejó el presidente.

–No hay nada sobre lo que reflexionar.

–Quizá yo pueda ayudarle, entonces. ¿No ofreció dinero a Jean-Yves Lerais para que no hiciera públicos ciertos hechos que le concernían?

–¿Y cuáles serían esos hechos, si tiene la amabilidad de decírmelo, señor presidente?

El señor Ansel lo observó antes de responder:

–Hechos relacionados con su pasado en Vichy, por ejemplo.

–Esta pregunta se sale del tema que nos ocupa -lo interrumpió Baillet.

–Yo me encargaré de demostrar que no -replicó Ansel-. Carl Rudolf Schiller debía participar como testigo en el juicio contra Maurice Crétel. El caso es que no dijo qué cabía esperar de él, y eso podría muy bien haber provocado su muerte, de una forma muy distinta a la que se cree.

–Prosiga -dijo el presidente.

–Señor ministro, ¿fue usted miembro de la Cagoule en su juventud?

A Perraud se le veló un instante la mirada.

–Me parece lamentable que se repitan esas calumnias delante de este tribunal.

Félix me lanzó una mirada irónica. ¿Por qué mentía Perraud de ese modo, de forma tan descarada?

–Permítame que le recuerde, señor ministro, que está usted bajo juramento.

–¿Acaso insinúa que miento, señor Ansel?

–Le decía eso porque existe una lista, la lista Corre, donde constan los nombres de las personas que pertenecieron a la Cagoule y en la cual es posible que figure el suyo.

Perraud lo observó de repente con aire amenazador:

–¿Se da cuenta de lo que acaba de decir? Si no retira de inmediato esa afirmación, voy a demandarle por difamación, señor Ansel.

–¿Sí? ¿Olvida que no se puede demandar a un abogado por lo que diga durante la vista?

–No, no lo olvido. Y usted procure no olvidar cuál es mi función en la República.

El abogado lo observó sin decir nada. Se había iniciado un duro pulso entre ambos.

–Bien, pasemos a otra cuestión -continuó por fin el letrado, tras varios minutos de silencio-. ¿Conocía a Carl Rudolf Schiller?

–Sí, sé vagamente quién es. Me enteré de lo que le ocurrió, como todo el mundo, por la prensa. Pero no puedo añadir nada más: todo esto me parece muy confuso.

–Señor ministro, gracias por su colaboración. La parte civil puede interrogar al testigo.

Carbot, el abogado de la parte civil, era un anciano totalmente calvo que mantenía la boca constantemente abierta y un aire pensativo en la mirada.

Se pasaba el tiempo observándose las uñas con aspecto de profundo aburrimiento.

–¿Mantuvo usted buenas relaciones con Jean-Yves Lerais mientras le hacía preguntas sobre su pasado? – preguntó.

–Sí, excelentes -confirmó Perraud-. Me entendía bien con él. Sentía orgullo al hablarle de mi pasado en la Resistencia. Creo que sentimos un gran respeto mutuo -agregó, lanzando una mirada socarrona a Jean-Yves Lerais.

Por la tarde llamaron a declarar a Jacques Talment, que había sido citado por la defensa.

El anciano avanzó por el pasillo: caminaba despacio, le costaba un poco mantenerse en pie.

–¿Cómo conoció a Jean-Yves Lerais? – le preguntó el señor Ansel.

–Era uno de los historiadores que nos acusaron de mentir sobre la Resistencia a mi mujer y a mí.

–¿Conocía usted a Carl Rudolf Schiller?

–Sí, lo conocí a través de los Perlman. Era amigo de Mina, me parece.

–¿De Mina Perlman? ¿O de Samy?

–Fue Mina quien me lo presentó. Creo que ella lo conocía mejor. Había escrito un libro terrible contra mi mujer y contra mí y ella quería convencerlo de sus errores y pedirle que se retractara de sus acusaciones.

–¿Y lo hizo?

–Sí, pero era demasiado tarde. Ya había estallado el escándalo en la prensa. Además, es evidente que los rumores calaron en el espíritu de todos, aunque fueron totalmente falsos.

–¿Carl Rudolf Schiller le causó pues mucho daño con su libro?

–Sí.

–Señor Talment, gracias por su testimonio.

La tercera persona llamada a comparecer fue Lisa. Llevaba un vestido de terciopelo rojo que ofrecía un vivo contraste con su cabellera de ébano. Un rojo de labios muy intenso, del mismo color que el vestido, le resaltaba la boca. De vez en cuando apartaba con sus largos dedos una mecha que le caía sobre los ojos.

Con su semblante hierático, impenetrable, y su voz suave, afirmaba lo que decía y a la vez todo lo contrario. En su opinión, era imposible que Lerais hubiera cometido un crimen semejante y, sin embargo, durante la última época de su relación había cambiado tanto, que le resultaba irreconocible. Juraba que nunca se había mostrado violento con ella, para pasar a recordar el odio que de repente había sentido contra los antiguos deportados y los comentarios despectivos que hacía sobre sus testimonios. De vez en cuando, Lerais levantaba la cabeza y la observaba con semblante triste y apabullado.

–¿Conocía a Carl Rudolf Schiller? – preguntó el presidente.

–Sí -respondió-. Era amigo de mis padres.

–¿Tuvo alguna relación con él, al margen de sus padres?

–Sí -dijo, en tono vacilante.

–¿En qué ocasión?

–Unas semanas antes de su muerte, me encontraba en Berlín para la inauguración de una exposición. Aproveché para verlo.

–¿Por qué motivo?

–Mientras hacía una escultura -explicó lentamente-, advertí algo extraño.

–¿Nos puede decir de qué se trataba?

–Pues, yo había mandado grabar en esa escultura el nombre de determinados niños muertos en Auschwitz. El caso es que me di cuenta de que entre los nombres estaba el de Carl Rudolf Schiller… y quería hablar con él de aquello.

–¿Y así lo hizo?

–Sí.

–¿Cuál fue su reacción?

–No pareció sorprenderse -contestó Lisa, turbada por la pregunta.

–¿No? ¿Y por qué?

Lisa no respondió.

–Es una tragedia que nos afecta a todos, señor presidente.

–¿Por qué fue a ver a Carl Rudolf Schiller? ¿Por qué se tomó tan a pecho ese asunto, señora Simmer?

–Porque Carl Rudolf Schiller era la única persona con quien hablaba mi padre.

–¿Por eso quiso verlo?

–Sí.

–¿Para saber más cosas de su padre?

–No sabía nada de él, de su familia, de su vida, sus orígenes. En casa no se nos permitía hacer preguntas. Sabía que mi padre era el único que sobrevivió de su familia: sus padres y sus cinco hermanos fueron asesinados. Pero él no decía nunca nada. Nunca nos contó cómo vivía antes de la llegada de los nazis, ni tampoco cómo quedó destruida esa vida. Yo no sabía nada; no sabía qué había hecho durante la guerra. Disponía sólo de retazos de frases, que trataba de interpretar a mi modo. Cuando los alemanes invadieron Polonia, huyó a Rumania, donde lo arrestó la milicia fascista y entonces fue deportado… ¿Comprende por qué era tan increíble que hablara con Carl Rudolf Schiller? A raíz de la muerte de toda su familia, mi padre concibió un odio absoluto contra todo lo alemán. Cuando los rusos liberaron el campo donde estaba, se enroló en el ejército soviético para poder pelear contra los alemanes. No me cabía en la cabeza que de repente hablara a un alemán.

–¿Por qué lo hacía, señora Simmer?

Lisa lo miró con una expresión extraña.

–En todo caso, se entendían muy bien -contestó-. Quizá mi padre tuviera confianza en él…

–Gracias por su testimonio -dijo, tras una ligera vacilación, el presidente-. El representante del ministerio público puede interrogar a la testigo.

–¿Qué tipo de relación mantuvo con Jean-Yves Lerais? – preguntó Baillet.

–Habíamos vivido juntos. Después nos separamos.

–¿Por qué razón?

–Porque, como he dicho… -respondió, cohibida-, porque él había cambiado.

–Pero ¿a qué se refiere en concreto con «cambiar»? – insistió Baillet.

–No era el mismo… Conmigo también, estaba distinto. Era como si hubiera dejado de interesarle, como si hubiera aparecido otro Jean-Yves detrás del que conocía.

–¿Por qué motivo rompieron su relación, señora Simmer?

–Porque… las cosas ya no iban bien entre nosotros.

–¿Qué era lo que no iba bien?

–Había aspectos de él que me parecían inquietantes.

–¿Puede responder con más precisión a la pregunta que le he formulado?

–Sospechaba que tenía una postura antisemita.

Lo había dicho de un tirón, sin pestañear. En la sala se produjo un murmullo confuso.

–¿Sospechaba que tenía una postura antisemita? – continuó Baillet-. ¿Y a qué se debía? ¿En qué lo percibía, por ejemplo? ¿En su relación con usted? ¿Manifestó violencia o animosidad?

–Oh, no -dijo Lisa-. Puedo asegurarle que nunca habría levantado la mano contra nadie.

–Entonces expliqúese. El antisemitismo es una acusación sorprendente vertida contra alguien que ha consagrado su vida a recopilar la historia del régimen de Vichy.

–Exacto. Fue su cambio de actitud con respecto a la Shoah lo que me sorprendió. Decía que se había exagerado, que se estaba convirtiendo en una obsesión estéril.

–Señora Simmer, ¿puede decirnos cómo encajó su ruptura Jean-Yves Lerais?

–Lo llevó muy mal.

–¿Quiere decir que le provocó una depresión nerviosa?

–No, quiero decir que estaba deprimido. Es lógico, ¿no?

–¿Cuándo se casó, señora Simmer?

–En mayo de 1995.

–¿Cuándo tomó la decisión de separarse de Jean-Yves Lerais?

–En el mes de enero de 1995.

–Entonces se separaron después del asesinato de Carl Rudolf Schiller y usted se casó después de la detención de Jean-Yves Lerais. ¿Cuándo conoció a su marido?

–En enero de 1995.

–Esa decisión de casarse con tanta precipitación, ¿tiene algo que ver con las sospechas que recayeron sobre Lerais?

–En realidad, no -respondió con desenvoltura.

–¿Puede responder con claridad, por favor?

–Conocí a mi futuro marido poco después del asesinato de Schiller. Tomé la decisión de casarme con él después de la detención de Jean-Yves.

–¿Porque pensaba que era culpable?

–No, pero la policía lo creía culpable y…

Lisa le lanzó una mirada desesperada.

–Usted pensaba que él era el asesino -prosiguió, con tono perentorio, Baillet- y decidió olvidarlo y casarse con otro.