»-Cuando se está en el seno del mal, el amor no es la solución -contestó Jesús.
»-¿Cuál es entonces la solución, según tú?
»-La justicia. Tu justicia: ojo por ojo, diente por diente.
»-Pero ¿qué dices?
»-Digo que quiero pelear para instaurar la justicia allí donde los hombres son incapaces de amor.
»-¡Calla! Vuelve, Jesús, regresa a mí y sacrifícate por el bien de la humanidad.
»Pero Jesús se iba ya, rabioso ante ese Dios que no había comprendido nada.
»Para subrayar su rebeldía, conservó el uniforme de la SS y se convirtió en verdugo, en un verdadero verdugo, y se puso a matar judíos. Integrado en un comando, recorría los pueblos con sus camaradas de la SS y masacraba familias, hombres, mujeres y niños; a cuantos encontraba a su paso, los llevaba al bosque para asesinarlos, después de saquear y quemar sus casas. Como un vándalo, Jesús se introducía en las sinagogas y profanaba los rollos sagrados, los libros y los mantos de oración antes de prenderles fuego. Se iba a los guetos y allí encerraba a los judíos, condenándolos al hambre, las epidemias y la miseria.
»Integrado en las cohortes de las SS, entraba en las ciudades, quemaba las tiendas, destruía y saqueaba cuanto contenían y las llamas subían a su alrededor, en los pisos y en las casas asoladas, y los cristales volaban por las ventanas y la porcelana se rompía con estrépito contra la acera y las plumas de los edredones destripados formaban unas bolitas como de nieve que caían hasta el suelo.
»Había perdido el respeto por los muertos y por los vivos: en los cementerios, profanaba las tumbas; en los pueblos, tomaba las vidas. Cada día cargaba su fusil, apuntaba a las familias atemorizadas y ponía más empeño en la labor que todos sus congéneres, a quienes no faltaba sin embargo motivación. Poco a poco, se hizo famoso como uno de los miembros más terribles de la SS, como aquel que no experimentaba nunca la menor piedad.
»Un día en que la expedición había sido particularmente sangrienta, un gran relámpago desgarró el cielo.
»-Pero ¿qué haces, Jesús? – clamó la voz de Dios-. Te has vuelto completamente loco.
»-En absoluto -disintió Jesús-. Me pediste que me sacrificara por el bien de la humanidad y eso es lo que hago. He dado a los judíos la oportunidad de ser víctimas; como antes lo fui yo. Por eso deben darme las gracias y también debes hacerlo tú, porque yo soy tu verdadero siervo… He comprendido bien la lección: si hay que morir para salvar al mundo, entonces es necesario que alguien se sacrifique para que otros puedan cumplir su misión. El verdadero sacrificio es el del verdugo, al que no se otorga siquiera la gloria de pensar que muere inocente. ¿Lo entiendes ahora? Yo realizo el sacrificio supremo, el sacrificio de mi sacrificio, y mato a esa pobre gente para gloria de Tu nombre.
–Y bien -inquirió el padre Franz-, ¿qué le ha parecido mi modesta parábola?
–Interesante -repuse-. Poco ortodoxa.
–¿Sabe? – continuó el padre Franz-. Si le dije que se mantuviera al margen de ese asesinato, es porque siento que hay en él algo que supera a la fuerza del hombre…
–¿Qué le lleva a pensar eso?
–Ese cuaderno.
–¿Se refiere al cuaderno marrón? ¿Dónde cree que puede estar?
–No tengo la menor idea, Rafael; y eso es precisamente lo que me inquieta. Yo lo devolví a su sitio en Auschwitz, siguiendo las indicaciones de Mina. No sé quién fue a desenterrarlo otra vez antes que ella.
Al final de la velada, antes de separarnos, el padre Franz me formuló una última pregunta:
–¿Cómo está su esposa, Rafael? No me ha contado nada de ella.
–Lisa… se fue -respondí con voz ronca.
–¿Que se fue? ¿Adónde?
–Se fue, nada más.
–Ah -dijo-. Lo siento. Pero ¿es temporal?
–No lo sé. Ni siquiera sé dónde está. Ya no quiere que la llame. No me ha dado su nueva dirección. La única persona que podría decirme dónde está es su madre, pero su madre está demasiado contenta de que me haya dejado para darme cualquier información.
–La quiere, ¿verdad?
–La querré siempre.
–Entonces no la deje. No la deje desaparecer.
Séptima parte
Capítulo 1
El 24 de octubre de 1997 se inició el juicio contra Jean-Yves Lerais. Entre los testigos citados para declarar estaban además de Mina, Béla, Paul, Lisa, Félix y yo, y Ron Bronstein el padre Francis, Jacques Talment y Michel Perraud, así como el padre Franz.
El primer día del juicio, Félix y yo fuimos juntos al palacio de justicia. Al entrar en el imponente edificio me sobrecogió la solemnidad del entorno; las contundentes escalinatas de piedra, las estatuas y las grandes salas adonde se dirigían, presurosos, los abogados, parecían formar parte de un decorado de teatro, un gran escenario en el que cada cual debía representar su papel, en virtud del poder que la moral -o la República- le confería.
Para llegar a la sala de vistas de lo criminal había que subir por una vasta escalinata a la que acompañaba, cubriendo toda la pared e incluso el techo, un enorme espejo que parecía un lago de cristal. Levanté la mirada: allí estaba, me dije, el secreto de nuestro origen, en la parte celeste de la oscura superficie, omnipresente y opaca, que pesaba como un velo. Quizás ese día íbamos a saber.
Saberlo todo. Eso es lo que todos desean. Saber de dónde vienen, por qué están aquí, adónde van. A su alrededor no hay más que tinieblas y las grandes salas no dejan entrever ninguna luz. ¿Quién va a salvarlos de la angustia infernal?¿Quiénes son y dónde están? ¿De dónde son? ¿Y por qué han ido allí? ¿Adónde van? Van simplemente a conocer la génesis del crimen. ¿Les resultará de este modo menos ajeno? ¿O conseguirán apartarse aún más de él, hasta conseguirlo del todo, hasta conseguir vivir aquí, vivir ahí abajo, sin más vínculo entre los dos mundos que el delirio o la ilusión?
De repente, el corazón me dio un brinco: Lisa estaba allí. Subía la escalera y se dirigía hacia los pasillos. Hacía casi un mes que no la veía. Me puse a correr tras ella.
–¿Lisa?
Se volvió hacia mí. Era como el primer día; pero había habido todo ese tiempo de sufrimiento y el dolor de aquellos años, que había reprimido, subió dentro de mí como una marea incontrolable, como una inmensa oleada de emoción, cuando pronuncié su nombre.
–¿Cómo te va, Rafael? – preguntó.
–¿Y a ti?
–Estoy bien…
Me sonrió con aire triste. Subimos juntos hacia la sala de los testigos.
Jean-Yves Lerais debía declararse no culpable. Al verlo comparecer en el banquillo de los acusados, entre dos policías, reconocí al hombre rubio, alto y delgado al que había visto cuando seguí a Lisa por el Marais.
Parecía completamente abatido. No dirigió una sola mirada a ninguno de los miembros del tribunal ni al presidente, ni a los tres jueces, ni al fiscal. Apenas si levantaba la cabeza para ver u oír lo que pasaba. A veces lanzaba miradas agraviadas a su alrededor. Cuando se echó en suerte la composición del jurado, no hizo valer su derecho a cinco recusaciones y apenas observó a los nueve primeros miembros designados con ojos apagados, del todo inexpresivos. Tampoco reaccionó cuando llamaron a los testigos. Y cuando éstos pasaron a menos de un metro del banquillo, antes de retirarse de la sala, no experimentó la necesidad de contemplar aquellas caras que sin embargo le eran familiares. Con igual distracción asistió a la lectura de los cargos, pese a ser éstos abrumadores.
Una vez comenzados los interrogatorios, no sé a quién llamaron antes al estrado: ¿a Félix o a mí?
Mientras me observaba en el gran espejo de la escalinata, me había parecido ver su cara. Aquella chaqueta negra que hacía resaltar una tez diáfana, aquellas venas azules que palpitaban en las sienes, delatando un nerviosismo extremo, aquel brillo extraño en la mirada, aquellas pupilas un poco dilatadas, ¿eran las suyas o las mías?
Estoy casi seguro de que fui yo el que levantó la mano derecha para jurar que declararía «sin odio ni temor» y que diría «toda la verdad y nada más que la verdad». Conservo en la memoria una vaga imagen de su declaración: era tan parecida a la mía que las he superpuesto en el recuerdo. A menos que sólo hubiera una. Ya no lo sé. Quizás era Félix el que hablaba, diciendo exactamente lo que yo mismo hubiera dicho. O tal vez nos expresamos de manera simultánea, como si respondiéramos al unísono. Presintiendo lo que iba a decir él, yo movía los labios haciendo como que respondía.
El fiscal, el señor Baillet, un hombrecillo flaco de cabellos negros y tiesos, mirada astuta y labios carnosos, se ajustó el cuello de su toca roja, se levantó y se volvió despacio hacia mí…, hacia Félix, quiero decir.
–¿Fue usted quien descubrió la segunda parte del cadáver de Carl Rudolf Schiller? – preguntó.
–Sí.
–¿Dónde y en qué circunstancias?
–En Italia, en la École de Roma.
–¿Y cómo tuvo la idea de trasladarse a Italia?
–Quería ver al padre Francis, su tío. Quería hacerle unas preguntas relacionadas con Jean-Yves.
–¿Qué interés tenía usted en seguir este caso?
–Realizaba una investigación sobre el asesinato de Carl Rudolf Schiller.
–¿Por ese motivo fue a Roma?
–Sí, así es.
–¿De modo que por casualidad, mientras iba por su camino, topó con ese cadáver?
–No, no fue de ese modo.
–¿No? Entonces ¿cómo se le ocurrió ir a la biblioteca de la École de Roma? ¿No estaba acaso cerrada, en esa época del año? ¿Cómo entró?
–Tenía un pase.
–¿Qué fue a buscar allí?
–Eh… Tuve un presentimiento.
Baillet enarcó una ceja y, con una sonrisa sarcástica, dijo:
–¿Un presentimiento? ¿De veras? ¿No sería más bien que sabía que Lerais había cometido ese crimen y quería corroborar tal hipótesis?
–No, no. Viajé a Roma para ver al padre Francis.
–En ese caso, ¿qué le impulsó a ir a la biblioteca de la École de Roma?
–Era el sitio donde trabajaba Jean-Yves Lerais.
–Así pues, en un principio se trasladó a Roma porque pensaba que el padre Francis iba a darle los datos que le permitirían exculpar a Lerais y se encontró de bruces con una prueba abrumadora de su culpabilidad.
–Quería recabar información antes de señalar a quien fuera. Yo soy periodista y llevo a cabo mis investigaciones con el rigor de un historiador. El historiador y el periodista no pueden disociarse, ¿sabe?…
–Pero ¿qué dice? – le atajó el señor Baillet con gesto de extrañeza-. Responda a mi pregunta, si es tan amable. ¿Qué le dijo entonces el padre Francis?
–No dijo nada, pero habló mucho…
El fiscal lo miraba sin entender.
–Le ruego que no se distraiga de lo que se le pregunta y responda con precisión. Le recuerdo que ha prestado juramento.
–Estoy perfectamente atento, aquí y ahora.
–Concéntrese entonces, por favor. El padre Francis le transmitió pues una gran cantidad de información, pero no le dijo nada que permitiera exculpar a Jean-Yves Lerais, ¿no es eso?
–Habló mucho, en efecto, pero no dijo nada…
–¿Que le permitiera descargar de sospecha a Jean-Yves Lerais? – insistió el letrado.
–No -murmuró.
–Más alto, por favor, no le hemos oído bien.
–No -repitió Félix-. Pero tampoco dijo nada que permitiera inculparlo.
–Muchas gracias.
Terminada su declaración, Félix se retiró andando con pesadez. Se apoyaba un poco más sobre el pie izquierdo, como si experimentara un ligerísimo desequilibrio.
Una vez fuera, extrajo un cigarrillo del bolsillo y se lo puso con ademán nervioso en la boca, sin encenderlo.
Yo introduje asimismo la mano en el bolsillo de mi chaqueta, para sacar el paquete de tabaco: eran puros lo que tenía en la mano al retirarla.
Después de la declaración, el presidente, un hombre de edad avanzada y voz gangosa, nos autorizó a permanecer en la sala para asistir al desarrollo posterior del juicio.
El ujier hizo pasar a la doctora Tamara Manoux, en calidad de experta en medicina. La señora Manoux, una mujer aún en la treintena, dinámica, de mirada inquieta y melena morena, respondió a las preguntas que le formuló el tribunal con respecto al cadáver de Schiller.
–Si se corta un cadáver en dos mitades -planteó el presidente-, ¿cuánto tiempo tiene que pasar para que quede totalmente putrefacto?
–Basta con una semana -respondió la experta.
–Usted ha visto las fotografías de la mitad del cadáver de Carl Rudolf Schiller -dijo el presidente, al tiempo que hacíaentrega de éstas al jurado-. En su opinión, ¿cuánto tiempo llevaba en esa biblioteca?
–Se observan algunas zonas cubiertas de moho, pero la putrefacción no está muy avanzada. Dos días, diría yo. Tres como máximo desde que lo asesinaron. A menos que el fallecimiento se produjera mucho antes. En ese caso, la mitad del cuerpo podría haber estado congelada, o bien conservada en formol, antes de ser depositada en el sitio donde se encontró.