»En la tradición judía -aclaró al advertir nuestra expresión interrogante-, es costumbre poner piedrecitas encima de las tumbas. Son las marcas de nuestro paso y de nuestra presencia fiel.
–Y ese proyecto, ¿ha sido aceptado? – preguntó Félix.
–Al principio gustó mucho. Ahora los responsables políticos nos dicen que es la expresión de la generación judía oprimida, que quiere vengarse de los alemanes infligiéndoles recuerdos penosos. Yo comienzo a dudar de si ese monumento va a perpetuar la memoria de los seis millones de judíos muertos bajo el régimen nazi o si más bien servirá para enterrar ese período. Me parece que la Alemania reunificada prefiere enfrentar el futuro con más libertad, sin la carga de su pasado…
De repente calló y luego, en tono más grave, murmuró:
–Mamá, a propósito de la carga del pasado, ¿has tenido noticias de Béla? Hace mucho que no lo veo y no contesta al teléfono…
–No, no sé dónde está… -repuso Mina con aire contrito-. Estos últimos tiempos he estado muy ocupada, por el cambio de Gobierno…
–A mamá -explicó Lisa, volviéndose hacia mí- la acaban de nombrar consejera de la Comisión Consultiva de Derechos Humanos.
–Sí -confirmó Mina-, y hay mucho que hacer, con lo que se está preparando…
–¿Podrías contarnos qué es eso que se prepara, o es un secreto de Estado? – preguntó Lisa.
–El Gobierno ha nombrado una comisión para establecer nuevas leyes de extranjería. Se habla de impermeabilizar las fronteras y de restringir todavía más los derechos de los inmigrantes.
Lanzó una mirada a Samy, que no había dicho palabra durante toda esta conversación. Parapetado en su sillón, nos observaba con expresión fría, casi ausente.
–Sí -prosiguió Mina con semblante pensativo-. En estos momentos hay en Francia un clima enrarecido. La profanación de cementerios, el racismo… Hasta el famoso padre Daniel, el emblema nacional del Bien, acaba de apoyar en público las tesis antisemitas de uno de sus amigos. Y algunos reiteran a pesar de todo su admiración por ese «santo varón», que les ha aclarado las cosas y que ha tenido, según ellos, el valor de volver a poner sobre el tapete una cuestión tabú. ¿No fue usted -añadió, volviéndose hacia Félix- quien contribuyó a hacer estallar este asunto?
–Así es -respondió él-, hacía cierto tiempo que le seguía la pista. Todo esto no es nuevo.
–¿Cree que se debe a una crisis de senilidad? – apuntó Mina.
–No, en absoluto. No me cabe duda de que ésas son sus convicciones profundas, las que ha tenido siempre.
–Sí -continuó, con aire entristecido, Mina-. Este clima enrarecido me recuerda los años treinta…
–Y el asesinato de ese personaje célebre, Carl Rudolf Schiller -agregó muy oportunamente Félix-, ¿diría usted que se trata de un asesinato ideológico?
–Es posible -concedió Mina.
–¿Conoció bien a Schiller?
–Bien, no… -contestó, titubeante-. No era una persona simple… desde el punto de vista teológico, quiero decir. Si desea saber más al respecto, debería venir al coloquio sobre la Shoah que se celebrará el mes que viene. Yo misma hablaré en él, y seguro que encontrará a otros conocidos.
No recuerdo bien lo que se dijo después. El resto de la conversación queda sumido en una espesa niebla, puro reflejo de mi confusión. Lo que sí recuerdo es la transparencia que se desprendía de Lisa, su voz argentina, sus gestos airosos, su dulzura. Era una mezcla de candor y de serena distancia. En ella había una claridad de alma, que yo atribuía al influjo de su madre, y a la vez una determinación, una perseverancia, que parecía haber heredado de su padre. Aquella mujer, aquella niña, me dan ganas de decir, no había estado jamás en contacto con la infamia. Estaba íntegra, no tenía ninguna herida, era absoluta, inmaculada.
Hacia las siete, Félix y yo salimos juntos de casa de los Perlman y nos encaminamos a la estación de metro de Saint-Paul.
–¿A qué acontecimiento aludía Mina, en tu opinión, cuando ha hablado de los años treinta? – me preguntó Félix.
–¿En relación a la actualidad?
–Sí.
–La cuestión de la nacionalidad era el tema central de los debates políticos en Francia. Se decía que la República había aceptado demasiados inmigrantes y que había naturalizado demasiada gente. Además, en junio de 1940, cuando Pétain asumió el poder, la primera medida de su Gobierno fue revisar las naturalizaciones y prohibir a los que no tenían un padre francés la práctica del derecho o la medicina, por ejemplo, con el pretexto de que el «cosmopolitismo» era la principal causa de la derrota francesa.
Me interrumpí de repente. Félix me observaba con asombro y no le faltaba razón. Había dado aquellas explicaciones de forma maquinal, con actitud de arrobo, porque tenía la cabeza pendiente de otra cosa.
–¿Qué te pasa? – dijo, frunciendo el entrecejo.
–Félix, creo que me he enamorado.
Se detuvo en seco en medio de la Rue des Ecouffes.
–Si decías que el amor era una creación de la civilización occidental que se funda en el valor individual de cada uno…
–Félix…
–«Creencia de origen cristiano, el amor presupone la predestinación» -prosiguió.
–No me vas a convencer.
–«El amor es un misterio cristiano.»
–Sí, todo un misterio.
–Precisamente tú -señaló, volviendo a arrugar el entrecejo-, sucumbes a la fascinación del Pueblo Elegido…
–¿Qué quieres decir con eso?
De pronto echó a andar con paso rápido. Cuando lo alcancé, en sus ojos había un brillo de hilaridad.
–Es el conocido síndrome de la bella judía: la mujer de piel blanca, cabellos negros, largas pestañas y ojos sombríos como abismos, adonde van a perderse los pobres gentiles. La mujer piadosa, misteriosa, inteligente pero sumisa, cuyo destino nefasto no es más que el castigo de un designio secular, la Rebeca de Ivanhoe, la bella cortesana de Balzac… Sólo los auténticos antisemitas enloquecen de amor por una mujer judía, porque no es más que el reverso del odio que les tienen.
–¡Tú estás chalado! Esta sí que es buena. Te digo que me he enamorado de ella y aún te las ingenias para tildarme de antisemita. Para mí, aunque fuera católica no cambiaría nada, en lo más mínimo… ¿A ti no te parece maravillosa?
–No -contestó Félix-, no me va el tipo angelical. Pero ya veo que tu caso es grave.
Se paró y me apuntó con el dedo.
–Escucha este consejo. Yo, que me enamoro cada cinco minutos, puedo decirte que en estas condiciones, cuando la emoción es tan fuerte que parece una evidencia, existe la tendencia a creer que al otro le ocurre lo mismo. Pero es un error. A veces no sucede así y, por más intenso que sea el sentimiento, no tiene por qué ser necesariamente correspondido. Por eso conviene no precipitarse.
Ahí había aparecido el Félix más puro: era muy propio de él darme consejos sobre la seducción. Era su hobby, su afición favorita. La idea del matrimonio le parecía incongruente. Para él, equivalía a encerrarse en la rutina y en la repetición. Después de seducir, huía tal como había llegado; sin esperar a que empezaran las presiones. Podía ser tan brusco como antes había sido encantador. Podía incluso obrar con mala intención.
–Nada de declararse, nada de sentimentalismo -añadió-. No es la clase de chica que se rapta a lo bruto, con un puñal entre los dientes.
¡Qué extraña es la vida! Parece discurrir por caminos tortuosos, por vías impenetrables, pero acaba siempre, siempre, cumpliendo su proyecto. Si lo conociéramos todo desde el principio, si pudiéramos abarcar con una mirada el encadenamiento de los hechos, sabríamos elegir, y el bien y el mal no serían ya tan confusos. Pero poco importan al final las razones, los porqués y los cómo, los motivos y los móviles. Ese día, sin que yo pudiera explicármelo, el suelo se hundió bajo mis pies. El suelo de mis certezas, de mis intereses, de mis costumbres. Había ido a casa de esas personas para ayudar a Félix a investigar un asesinato atroz, pero, de pronto, al conocer a Lisa Perlman, todo me parecía irrisorio.
No imaginaba entonces que mi amor por ella y mi interés por el asunto Schiller fueran a estar tan estrechamente ligados.
Capítulo 4
«Señor, me permito llamar su atención en relación a un individuo judío extranjero que, con su actividad nefasta, compromete la seguridad del país y entorpece la obra de recuperación nacional.»
Las semanas posteriores a mi encuentro con Lisa Perlman, fui todos los días a los Archivos Nacionales, tanto para trabajar -escribía un artículo sobre las denuncias que afectaran a judíos en París y en la región parisina- como para callejear por el barrio. Mi propósito era estar cerca de la Rue des Rosiers, donde había conocido a Lisa. Tal como averigüé de inmediato, vivía justo al lado de sus padres, en el 1 de la Rue des Mauvais-Gargons.
Pasaba más ratos fuera que dentro, deambulando, esperando verla, o simplemente para aspirar el aire que respiraba ella. A mediodía compraba un falafel, cerca del edificio de los Perlman, en la confluencia de la Rue des Rosiers y la Rue des Ecouffes, y lo comía mirando los escaparates de las librerías judías, de los viejos colmados y de las tiendas de alta costura. Otras veces iba a una pizzería oscura y vetusta en la que se celebraban sobre un fondo de música hasídica, eruditas reuniones de estudiantes del barrio. En ciertas ocasiones, antes de volver a los Archivos, subía por la Rue Vieille-du-Temple, con sus elegantes tiendas y bares, y proseguía mi errante curso hasta la Rue de Rivoli, hacia el majestuoso Hotel de Ville, imagen tranquilizadora de la República.
Me gustaba ese barrio amparado por casas antiguas, restaurantes kosher, casas de comida preparada y pastelerías donde había ese strudel a la adormidera que había probado en casa de los padres de Lisa y que devoraba, casi ritualmente, todos los días: mil granos de polvo que me habían trastocado hasta el éxtasis, mil motas de arena pegadas al azúcar, mil días y mil noches de paciencia, de esperar que ese pueblo nacido de una lejana promesa consienta en abrirse y entregarse a mí. Los escaparates del restaurante Goldenberg, curiosamente, no habían sido arreglados desde el atentado, y eran visibles los agujeros que habían dejado las balas de los terroristas. ¿Sería desconfiada, rencorosa, la Rue des Rosiers? Aún estaba un poco pálida, no repuesta del todo, y sin embargo animada por el viento estival, después del primaveral que había diezmado sus yemas apenas despuntadas, que había arrancado de raíz sus sólidos troncos, plantados en épocas antiguas, que crecieron con orgullo y ardor para adornar la Rue de Rivoli, cuadricular la Place des Vosges, dispuestos a defenderla con riesgo de su vida, cruz de madera cruz de guerra, para verse, viejo árbol enfermo, pobre tabla que nadie quiere salvo para quemarla, pero no aquí, un poco más lejos, más allá de la línea azul que antaño fortificaban sus ramajes.
Hoy en día son otras ramas las que, después del desierto, habían venido a dar calor al barrio transido, de sus mejillas macilentas despertar el color y, sazonadas con sales picantes, hacerle recobrar el ánimo.
El resto del tiempo, lo pasaba examinando documentos. Los Archivos, que eran mi segunda casa, el sitio donde en general me sentía más a gusto, comenzaban a agobiarme. Inclinado sobre los papeles amarillentos -esas cartas sórdidas que espulgaba una a una-, ya no formaba totalmente parte de ese grupo de eruditos incondicionales que permanecían sentados ante su pequeña caja gris, delante de sus códices o de su incunable, como coleccionistas que sólo viven para conservar, copiar, descubrir y fijar sus fuentes de consulta. Para ellos, los Archivos eran el templo de la Verdad, en el cual ejercían de oficiantes. La luz brotaba allí de las numerosas ventanas, de las cajas de las que la mano extraía objetos ocultos y de los saquitos transparentes que se entregan a los investigadores para que depositen en ellos sus efectos. Ése es el escenario de todas las revelaciones. Pero no entra en él todo el que lo desea: hay que tener una autorización, y ni siquiera los historiadores tienen acceso a ciertos dosieres: nadie puede mirarlos de frente y seguir con vida.
No obstante, el latir acelerado de mi corazón al franquear la entrada se debía menos a la perspectiva de descubrir un nuevo elemento para mis pesquisas que a la de hallarme cerca de Lisa. Una tarde, cuando volvía al trabajo, la divisé en la calle. Iba con su padre. Los dos caminaban a paso rápido. De improviso entraron en una pequeña tienda. Yo me aposté a corta distancia a esperar que pasasen delante de mí, para saludarlos como si se tratara de un encuentro casual. Salieron, sin embargo, sin verme y yo los seguí para darles alcance. De repente, Lisa volvió la cabeza hacia su padre; sus palabras me llegaron a través de un viento glacial: