–¿Por qué surgió entonces el nazismo, si no fue a causa de la declaración de guerra de los judíos contra Alemania?
Dios tendrá piedad…
El Señor tendrá piedad de su pueblo…
Decía que proveería de lluvia para los sembrados y de simiente para la tierra y de rebaños para apacentar en los pastos y de ríos en abundancia y que la luz de la luna sería como la del sol y que la luz del sol se multiplicaría por siete. La justicia reinaría por fin, como un refugio contra el viento, un abrigo contra la tormenta, un río en una tierra reseca.
En Ararat había formulado una solemne promesa a Noé: «No volveré ya más a maldecir la tierra por causa del hombre. Cierto es que el corazón del hombre se inclina hacia el mal desde su niñez, pero no volveré a castigar más a todo ser viviente como lo he hecho. Desde ahora y por todos los días de la tierra, sementera y siega, frío y calor, verano e invierno, día y noche nunca cesarán.»
¿Por qué, entonces?
Tal vez el Mal sea demasiado fuerte para Él. El Mal radical, el Mal cometido como un fin en sí mismo y no como un medio para llegar a otro fin. El Mal radical como un misterio, como la parte negra de la creación, lo incomprensible, el ser privado de ser, la nada de la nada, el triunfo del caos sobre el orden, la destrucción del espíritu y del cuerpo, la reducción de todo a nada; la nada, el insondable poder de la nada.
El Mal trascendente, ignominioso, el del asesinato individual, el del asesinato en masa, el de la tortura y de la degradación física, el mal ingenioso y vicioso, servil y dominador, el Mal pensado y calculado, lentamente preparado, concienzudamente ejecutado, el Mal aventajado por el mal, superado, aumentado sin pausa, el Mal en relación al cual la crueldad es un juego de niños, el Mal civilizado, el de las personas instruidas y educadas, el Mal decidido, inquebrantable, al que llamamos barbarie.
Parece loco, insensato, y sin embargo se aplica de forma racional, como una máquina implacable. Supera todos los horrores de la imaginación, todas esas pesadillas que nos despiertan de noche con esa extraña impresión de realidad; pero allí es al revés, allí se vive en un decorado alucinante, de fuego, de carne y de sangre, y el sueño es el único momento de tregua. Ese mal supera la idea que se tiene del infierno, pues el infierno es las llamas que arden de manera indefinida, es la tortura y el suplicio para los hombres que han cometido faltas y eso todavía tiene un sentido.
Incluso cuando se mata a un hombre, no es preciso degradarlo como lo hace el mal radical; incluso cuando se mata a un hombre, no se lleva a cabo esa clase de mal y es posible perdonar a los asesinos de los propios hijos, si se sabe por qué y cómo han actuado, por sufrimiento o por pobreza, por amor o por celos. Esa clase de mal, en cambio, no es explicable. Shakespeare no lo comprendió y por eso pintó jorobado a Ricardo III: cualquier hombre tan feo, deforme y repugnante como él haría el mal para vengarse de los hombres que lo detestan por lo que es; ese aborrecimiento es tan insoportable que prefiere ser odiado por lo que hace. Pero el mal radical lo ejecuta el hombre de facciones agraciadas y altivo porte, de estatura elevada y cuerpo recio, el hombre afortunado en el amor, el hombre próspero, el hombre casado que se reúne con su mujer y sus hijos después de haber destruido a una multitud. No, el mal no es repulsivo como Ricardo: es seductor; sugiere, tienta y atrae, arroba los sentidos, cautiva a la razón y, situado en pleno centro del tiempo, engatusa al hombre con el espejismo del Poder.
Manipulador, hábil calculador, refinado estratega, es forzosamente inteligente, tiene una capacidad inventiva genial, es prolífico y nunca le faltan argumentos. Lo propio del mal es engendrar males, propagarse, ser legión. Se extiende como una plaga, como una enfermedad contagiosa, como una peste. Así es como se normaliza, se banaliza y se aburguesa. Así se transforma en costumbre, norma y ley. Es erróneo pensar que el mal se reconoce por su caos: lo propio del mal es llevar una existencia respetable.
Es como un carnicero que corta carne todos los días, que la pesa y la vende porque es el acto más natural del mundo; porque ése es su cometido; porque hay que comer y nadie podría poner en tela de juicio tal necesidad. Pero de repente, la carne es la carne del hombre, es la sangre que circula por sus venas, flores del barrizal, renuevos aplastados.
El mal monstruoso, infame, ahuyenta la vida; el mal es la muerte, ese escándalo intolerable, es la muerte que se inmiscuye en el fuego sagrado, es la muerte que entra en la vida a través de la vida, a través de la voluntad del hombre.
Si es el Príncipe del Mundo, si nos acecha sin descanso, si conduce a la lucha, si esparce la confusión, la duda, el pánico, es debido a que la realidad no es siempre hermosa. El mal seduce porque reviste la forma del bien. El hombre es así: desea lo bello, lo bueno y lo verdadero, no desea el mal, que es como una enfermedad; no desea el Mal, que hace daño.
El mal se insinúa en el hombre adoptando la apariencia del bien, gracias a la duplicidad del lenguaje, diciendo lo verdadero y a la vez lo falso. El mal es el hijo de la mentira, que, una vez salida de uno, se desarrolla de forma autárquica hasta tener vida propia y convertirse en un ser autónomo.
Un valle, decía ella, un valle lleno de esqueletos, de numerosos esqueletos secos ya del todo: ¿acaso pueden renacer esos esqueletos? ¡Hablad, vamos, insufladles el hálito para que vivan, añadidles nervios, haced crecer la carne, extended la piel, dadles un poco de vuestro hálito! ¿Es que no veis que esos esqueletos son estériles, que nuestra esperanza ha desaparecido y que estamos destrozados?
Ernst Spitz sobrevivió gracias al sacrificio de su padre y a la suerte, que no lo abandonó jamás, ni siquiera después de la evacuación de Auschwitz, durante la marcha de la muerte. Su alistamiento en el ejército francés, en Alemania, le llevó a vivir otras aventuras. Ni héroe ni mártir, un humanista que no perdió nunca su fe en el hombre.
Aunque Joseph Altman hubiera querido olvidar lo que vivió, el número grabado en su brazo con tinta indeleble le habría devuelto al deber de la memoria. Cincuenta años después de su regreso de los campos de exterminio, emprendió la tarea de contar lo indecible con el fin de transmitir ese testimonio desgarrador a las generaciones futuras.
Sophie Bénissa, en Comme une goutte dans la tempéte, explica cómo, crecida en el seno de una familia judía implantada en Francia durante generaciones, en un país atenazado por el miedo y el odio, descubrió, tras la cobardía de la gran mayoría, la generosidad de las personas que no dudaron en arriesgar su vida para ayudarla. Ella relata el terrible aprendizaje de una adolescente proyectada a la madurez.
«Mi hijo, nacido en el campo de concentración»: cuando apenas tenían veinte años fueron detenidos por la Gestapo, en la primavera de 1944 y luego separados. A Jacques lo mataron y Michelle, recluida en Ravensbrück, se da cuenta de que está embarazada. Se inicia entonces el combate encarnizado de una joven rodeada por sus compañeras, solidarias, decididas a mantener con vida al hijo que lleva dentro. Ni el hambre, ni la sed ni la extenuación de la esclavitud ni la amenaza de la locura: nada la doblegará.
Y además, decía él, ¿cómo se puede creer en los testimonios de quienes escriben cincuenta años más tarde? La verdad es que no todos los supervivientes son héroes. El recuerdo de la Shoah se ve necesariamente alterado por las aproximaciones falaces de los testigos, ya sean anónimos o figuras públicas.
¿Cómo decirlo? ¿Cómo decir lo indecible? ¿Cómo describir el horror, lo innombrable, el colmo de la abyección? ¿Qué palabras elegir? ¿Qué metáforas? ¿Quién tiene derecho a decir y a no decir y quién decide ese derecho? Ese no poder decirlo, ¿se debe a las limitaciones del lenguaje? Hablar fríamente. Decirlo sin énfasis, sin fascinación. Pues no se puede insertar ese pasado en las dimensiones respetables de la narración, del curso de las cosas, de la atmósfera y la vida cotidianas.
No se trata de una novela burguesa. No se trata de ninguna clase de novela ni relato. Es algo que hace saltar los marcos de la narración.
¿Es irrepresentable? En ese caso, ¿cómo transmitirlo? Porque a pesar de todo, decía ella, sólo las obras de arte transmiten. Hablar de la Shoah, pero no enseñarla nunca, decía. Para un acontecimiento semejante se necesitaba una representación, explicaba: una película compuesta de testimonios, sin trama narrativa, sin historia, sin reconstrucción ideológica. Un testimonio por memoria, que consiguiese captar la nada, el vacío, la muerte, que describiera sin explicar: únicamente el porqué resiste frente al Mal absoluto, la pregunta sin respuesta.
En las mesas redondas y en los debates filosóficos, los finos oradores sitúan los hornos crematorios en el mismo nivel que los otros horrores de la guerra en general, o que la historia del Mediterráneo en la Antigüedad. Esto es lo que dicen, en realidad: si todo el mundo ha hecho lo mismo, no merece ya la pena indignarse, si todo el mundo es culpable, nadie es culpable. Intentan encontrar otros Auschwitz en la historia. Se escandalizan terriblemente con el bombardeo de Dresde o el de Hiroshima. Comparan, olvidando que la Shoah, tristemente específica, no tiene punto de comparación con nada, ni por sus orígenes, ni por su desarrollo, ni por su ideología, ni por sus consecuencias.
Capítulo 3
En el barracón de su madre, Mina nos miró a Béla y a mí y nos dijo que deseaba quedarse sola. Quería tener un momento de recogimiento. Además, prefería buscar sola el cuaderno.
Salimos.
Tus cabellos de oro Margarete
Tus cabellos de ceniza Sulamith[8]
Me paré un instante en el centro justo del campo. Observé las huellas que dejaban mis zapatos en la tierra fangosa.
Dios vio que era bueno, decía él.
Al principio de la Creación, la tierra estaba desierta y vacía y las tinieblas cubrían el abismo y el espíritu de Dios planeaba sobre la superficie de las aguas, y dijo Dios: «Hágase la luz» y la luz se hizo. Pero la luz no era buena: sirvió para iluminar a los nazis en la ejecución de sus crímenes.
E hizo Dios el firmamento entre las aguas que hay debajo del firmamento y las que hay sobre el firmamento y dijo «reúnanse en un solo lugar las aguas de debajo de los cielos y aparezca lo seco», y llamó «tierra» a lo seco y a la reunión de las aguas llamó «mar». Pero los cielos no eran buenos: presenciaron lo que ocurría, sin rugido ni cólera.
Dijo Dios «produzca la tierra vegetación: plantas con semillas, árboles frutales que den sobre la tierra fruto según su especie, con la semilla dentro», pero en verdad, todo aquello era bastante malo: aquella vegetación crecía sin preocuparse por la composición de sus abonos.
Creó lumbreras en el firmamento de los cielos para separar el día de la noche, como señales para dar luz a la tierra. Hizo la lumbrera mayor y la lumbrera menor, pero éstas se sucedieron sin detenerse para protestar contra lo que ocurría. La oscuridad no fue total y el sol asistió al exterminio de los hombres sin velarse el rostro. La gran lumbrera no dejó de brillar sobre los campos y la pequeña lumbrera apareció puntualmente sobre ellos. Eran los espectadores de ese crimen abominable.
Creó a los animales, a los grandes monstruos marinos, a las fieras salvajes según su especie, a los ganados según su especie y a todos los reptiles de la tierra según su especie: pero los monstruos marinos no engulleron a los navios en el mar y las aves siguieron volando sobre los campos, las fieras salvajes no se abatieron sobre Europa, no protegieron a los judíos en su horno ardiente.
Y después creó al hombre: y éste fue el peor de todos ellos. Y el hombre que Dios hizo a su imagen creó el Mal absoluto conforme a su modelo.
Y la serpiente, que no precisaba de gran astucia para constatar aquello, tentó a la mujer, tentó al hombre, que no se hizo de rogar para cometer la falta irremediable, y así fue como abandonaron el Edén.
Mina se puso a cavar con la gran pala que había traído consigo, removió la tierra negra, cavó y cavó con violencia, con rabia, con pena. Grita cavad la tierra más hondo vosotros y los otros cantad y tocad.