Entonces se inició el largo calvario, la tortura infame del parto: era un espectáculo de una violencia asombrosa. Con la cara desfigurada por el horror y los ojos desorbitados, comenzó a chillar. Retorcida con los dolores y los espasmos, respiraba de forma ruidosa, espiraba y resoplaba como si fuera la última vez, como si inhalara el último aire del mundo. Era bestial el espectáculo de aquella mujer que, con las piernas abiertas de par en par, intentaba con todas sus fuerzas, mediante contracciones salvajes, extirpar aquello que tenía dentro, que la devoraría si no se deshacía de ello. Era una lucha a vida o muerte entre ella y esa vida que la combatía, que la roía desde el interior.
Entonces la vagina se abrió aún más y se vio asomar una pequeña bola de carne y cabellos negros. La comadrona puso las manos alrededor de la matriz. El niño permaneció así durante más de media hora, dentro del cuerpo de la madre, sumida en el esfuerzo del parto, y el pequeño cráneo giraba sobre sí y trataba de salir al aire libre, como si dudara aún entre la vida y la muerte. Era lastimoso el calvario de aquella mujer, con las piernas separadas en torno a aquella masa viscosa y blanda, aquella mujer que penaba atenazada por el dolor, que penaba desesperadamente para tratar de expulsar al ángel o a la bestia. De repente sonó un alarido aún más terrorífico que los anteriores.
Era ella la que gritaba, gritaba su rebeldía y su incomprensión: su repulsa contra el mundo, el mal y la muerte. Execraba, aborrecía a esa sociedad pseudo cristiana que invocaba el nombre de Dios para justificar un orden inicuo. Execraba y escarnecía al Dios que, después del Diluvio, había hecho voto solemne de mantener el orden de la Creación, abjuraba del Dios que había abjurado, odiaba al Dios que había dado la vida al mal y tanta fragilidad a la Creación.
Había dicho que intervendría en el trueno, la conmoción, que se produciría un gran fragor, un torbellino, había dicho que enviaría la tempestad y la llama de un fuego devorador. Había dicho que sería como un sueño, una visión de la noche, para la multitud de personas que atacaban, para todos aquellos que combatían. Había dicho que era el salvador, lo había prometido: No temáis, dejad de temblar, cantad al Señor porque ha obrado con magnificencia, que sé haga público en toda la tierra, que suenen los gritos de gozo y de júbilo.
Y ella veía un campo de batalla donde se había desarrollado una lucha terrible, un combate escatológico con el monstruoso adversario, el terrorífico monstruo de Job. Que se haga público en toda la tierra.
¿Era una nación pecadora, un pueblo cargado de crímenes, una raza maléfica, de hijos corruptos? ¿Habían abandonado al Señor, habían desdeñado al santo de Israel, se habían desentendido de su Ley? De la planta de los pies a la cabeza, ¿era todavía preciso golpear a quienes persistían en la rebelión? Ninguna parte de su cuerpo permanecía intacta: estaban cubiertos de heridas, llagas y magulladuras que nadie había limpiado ni vendado, ni aliviado con aceite, y ese país estaba desolado y sus ciudades ardían y su culto horrorizaba a Dios. ¿Qué mal habían cometido para merecer aquello? Su crimen debía de ser grande, muy grande. No, es absurdo, decía él, no hay teodicea después de la Shoah. ¿Puede la falta más completa y absoluta desencadenar un mal tan inmenso? ¿Cómo realizaría Dios ese cálculo?
Entonces, Auschwitz no podía ser el Calvario, el fin del Paraíso. Sería más bien el pecado original: aquel fruto había revelado quién era el hombre. Era el Mal radical, referente exclusivo de lo que era el mal a secas. Era el Mal trascendente, indecible, impensable. Era la forma más absoluta del Mal.
Que la desgracia caiga sobre quienes provocan la cólera de Dios, decía ella. Por eso su pueblo será deportado, porque ha faltado a su deber; por eso murieron de hambre y se resecaron de sed. La fosa abrió las fauces, sí, con desmesura y se hinchó su garganta y el hombre fue humillado bajo la justicia del Señor, el Todopoderoso exaltado en su juicio.
Era el día del gran desenfreno, de la cólera ardiente que reducía a la desolación y exterminaba a los pecadores. Las estrellas del cielo y sus constelaciones dejaron de irradiar su luz, el sol se oscureció desde el amanecer y la luna no volvió a ofrecer su claridad. Sí, castigó al mundo por su maldad y a los impíos por sus crímenes y puso fin a la soberbia de los insolentes e hizo caer la arrogancia de los tiranos. Volvió a los hombres más escasos que el oro fino, hizo que se estremecieran los cielos y la tierra tembló en sus cimientos y era el día de la ardiente cólera y ejecutó a los niños y las mujeres. La furia del Señor se abatió sobre ellos y tiraron a los muertos en desorden y de sus cadáveres subió la pestilencia infame y las montañas rezumaron su sangre y todo el ejército de los Cielos se disgregó.
–Y la milicia, ¿no es uno de los aspectos de Vichy? – había preguntado él.
–La milicia es una expresión tardía del régimen de Vichy, cada vez más vinculado a la Alemania nazi.
–La redada del Vel d’Hiv, ¿no fue obra de Vichy?
–Fue obra de la policía francesa, que actuaba bajo órdenes terminantes de los alemanes de la zona norte. La población era seguidora de Pétain y De Gaulle: Pétain era el escudo y De Gaulle, la espada. Había también milicianos de buena fe, que se encontraban por azar en la milicia. Yo mismo tenía un amigo que era muy impetuoso y que no soportaba ver vencida a Francia; por eso se enroló en la milicia. Son las circunstancias, las amistades, ¿comprende?, lo que hace que unos se inclinen hacia Londres y otros hacia Vichy. No es tan sencillo determinar la verdad.
–Pero la verdad no es nunca confusa, la verdad es clara y evidente: la verdad es que Francia perdió la dignidad ese día y que aún no se ha recuperado. Cuando los alemanes extendieron la Solución Final a Francia, Vichy habría podido alegar que aquella operación sobrepasaba los límites legales del armisticio. No podían impedir que deportaran a la gente, pero podían abstenerse de participar, o de tomar incluso la iniciativa en las deportaciones. Verá, señor Perraud, lo que es terrible es pensar que los alemanes tenían menos de tres mil hombres para llevar a cabo sus redadas en toda Francia. Dicho de otro modo, si Vichy se hubiera negado, no habrían podido culminar todas las detenciones.
¿Por qué?, decía. ¿Por qué la resistencia judía era la única de Europa que no podía contar con el apoyo de los aliados para abastecerse de armas y por qué los resistentes del gueto de Varsovia habían recibido tan poca ayuda de la resistencia polaca? ¿Por qué el Papa no dijo nunca nada, cuando una palabra suya habría podido salvar miles de vidas? ¿Por qué las fuerzas aliadas no quisieron destruir las instalaciones de exterminio de los campos, aunque disponían de mapas precisos de todos sus emplazamientos? ¿Por qué el gobierno americano retrasó el salvamento de los judíos, por qué desalentó las protestas contra el hitlerismo entre los judíos americanos, por qué insistió para que no se hicieran públicos los informes sobre la Solución Final, por qué rechazó un plan sueco que habría podido salvar a veinte mil niños judíos con la excusa de que aquello «disgustaría a los alemanes»? ¿Por qué los americanos no aumentaron sus cupos de inmigración entre 1933 y 1943, cuando Hitler utilizaba ese hecho en su propaganda para argumentar que ni siquiera Estados Unidos quería a los judíos? ¿Por qué ese cupo rígido en todos los países, que les impidió escapar? ¿Por qué sugirió el gobierno suizo a los nazis que identificaran los pasaportes de los judíos con una letra J? ¿Por qué Suiza permitió a la banca obtener enormes ganancias gracias al oro nazi y a la expoliación de bienes judíos? ¿Por qué sus clientes de ayer eran Hitler, Himmler y Goering y los de hoy se llaman Sadam Hussein, Mobutu y Abu Nidal? ¿Por qué continúa vigente la misma situación?
¿Lo ves?, siempre ocurre lo mismo, decía, los judíos siempre tienen la culpa; culpa por vivir, culpa por morir, culpa por haberse dejado masacrar y culpa por recordarlo, culpa por sobrevivir y culpa por proclamarlo.
En cierto sentido, todo esto forma parte del trabajo del historiador, decía él: la revisión es un elemento clave del trabajo histórico. No se puede confiar en la memoria individual, incierta y parcial, que recompone los recuerdos. El historiador está sometido a un deber para con la verdad.
Según él, entre la verdad de Crétel, que afirmaba que Jacques Talment había sido un agente de la Gestapo, y la del interesado, era imposible dilucidar cuál era la buena. Pero, decía ella, ¿acaso no tenía Crétel motivos de sobra para odiar a los Talment, que habían contribuido a desenmascararlo? ¿Era necesario que aquellos héroes, que estaban comprometidos con la lucha desde 1940, fueran obligados a justificarse en el ocaso de sus vidas? Como si la víctima y el verdugo estuvieran en el mismo plano, como si no se pudiera ya distinguir quién era uno y quién era el otro…
Como si ya nada estuviera claro: entre la palabra del colaborador y la del resistente, no se sabía ya a cuál dar crédito.
–Yo no creo en la demonización del mal, creo en su banalidad, en su normalidad. El mal es la suma de una multitud de elementos ínfimos. Los judíos fueron durante la guerra un parámetro de poca importancia, un hecho único entre muchísimos otros. Un historiador digno de tal nombre no puede admitir que Auschwitz sea el punto cardinal hacia el que converge el complejo encadenamiento de sucesos del periodo nazi; no se puede reducir toda la historia de Alemania a Auschwitz. ¿Cómo podría, en tal caso, hacerse justicia al número inmenso de víctimas no alemanas y no judías que tuvieron que soportar también su carga de sufrimiento?
–Pero en Auschwitz se produjo algo -decía él- que no había ocurrido nunca antes. Es lo que llaman Shoah, desolación; ¿por qué habla usted de nacionalsocialismo y no de la Shoah? ¿Es que le da miedo la palabra?
–Simplemente porque el término «nacionalsocialismo» está menos saturado, no se refiere sólo al asesinato de los judíos y contiene además «socialismo». Yo creo sobre todo que se olvida una y otra vez que la sociedad alemana no percibió todo lo que pasaba.
–Las tesis más recientes sobre ese tema indican que la población estaba perfectamente enterada. Había en todo aquello la idea de una labor de excepción que cumplir, de un empeño sobrehumano, ¡de una guerra ordenada por los dioses!
–En mi opinión, Auschwitz no es una consecuencia del antisemitismo tradicional: es sólo una reacción ante la ansiedad provocada por la revolución rusa. Si se demoniza al Tercer Reich, se le priva de todo rasgo de humanidad. No se puede afirmar que algo sea totalmente bueno o totalmente malo. Hay que relativizar los acontecimientos, situar las cosas en su justa proporción. Hay que tener en cuenta sobre todo el interés de los descendientes en hacerse pasar por víctimas y beneficiarse de un trato de privilegio. Hoy en día, la culpabilización de los alemanes recuerda la de los judíos: se les acusa de todos los males como antes se vilipendiaba a los judíos. No olvidemos que el personal de la SS asignado a los campos de exterminio forma también parte a su manera de las víctimas de la guerra. Conviene, en especial, no olvidar que no fueron los alemanes los que inventaron los campos bolcheviques en 1920. Todo el problema deriva del hecho de que la historia del Tercer Reich ha sido escrita por los vencedores: por eso se ha convertido en un mito negativo.
–¿Los vencedores? Es decir… ¿los judíos?
–Exacto. Era una guerra entre los judíos y los nazis. Hitler tenía motivos fundados para pensar que sus enemigos querían destruirlo. Como prueba, puedo citar la declaración de guerra contra la Alemania nazi que hizo Chaïm Weizmann en 1939, en el Congreso Judío. Hubo asimismo un panfleto publicado por un americano, Theodore Kaufmann, en 1940. Estos dos acontecimientos otorgaban a Hitler el derecho a tratar a los judíos alemanes como prisioneros de guerra y a deportarlos. Lo que quiero decir es que la Solución Final es sólo la respuesta de Hitler al peligro cuya amenaza sentía.
–¿Que los judíos amenazaban con destruir a Hitler?