El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

El 28 de septiembre de 1995 acompañé a Mina y a Béla a Auschwitz. Lisa se quedó con su padre en París.

Llegamos al aeropuerto de Cracovia a las once menos diez de la mañana; tomamos un taxi y, después de atravesar el pueblo de Oswiecim, circulamos por carreteras desoladas, erizadas de construcciones en torno a las que trabajaban campesinos harapientos. Cualquiera habría podido pensar que estábamos en periodo de guerra. El cielo de Silesia era pura antracita. El cielo de Silesia babeaba vapores grisáceos: era sucio y lastimoso. Al llegar a la entrada del campo, me detuve un instante: sentía vértigo. Era como si una mano invisible me obligara a quedarme atrás. Era como si fuera a violar un tabú.

¿Cuándo había tomado aquella decisión?

¿La había tomado realmente, o había sido un mero impulso?

Auschwitz. El lugar del crimen. El lugar de la nada, la ausencia de lugar. La de allí no era la nada de la creación, esa nada que no existía; era la nada de después de la creación, la del mundo trastornado, esa nada evaporada de respiraciones angustiadas, de cuerpos encogidos, de hambre, de frío o de calor, esa nada de miseria, esa nada del sacrilegio, esa nada que existe en tanto lleva a añorar la ausencia de nada.

La torre de observación se elevaba entre dos sólidos edificios, rigurosamente simétricos. A cada lado había un ala horadada por angostas ventanas. La vía se adentraba en el campo hasta la plataforma donde el ojo del amo decidía qué era derecha y qué izquierda. Alrededor había una larga armadura, una protección. Sus sucias piedras se extendían formando una especie de prado cuadrado, un cercado infranqueable.

Entramos. En medio de varios pabellones, en una especie de patio, un guía explicaba «el holocausto» en polaco. Mina lo escuchó: hablaba del sufrimiento de los prisioneros polacos, de la sublevación de los resistentes polacos, del martirio del pueblo polaco. Delante del edificio del bloque once en la pared, se advertía una gran cruz: era la del antiguo convento de Auschwitz, que había sido trasladado unos kilómetros más allá; la cruz seguía de todos modos allí, dominando el lugar, apropiándose del espacio y del tiempo, absorbiendo la experiencia de la desolación con la pretensión de darle un sentido, abrazando el campo con sus brazos abiertos, abrazando los cuerpos perdidos.

Miró y odió lo que veía. Al contemplarse en el espejo, lo asaltó una oleada de odio que lo sacudió con la fuerza de un huracán hasta lanzarlo violentamente contra la pared. Había dejado de vivir en el mundo como en su medio natural. Sentía vergüenza de estar vivo en lugar de otro, de un hombre más generoso, más sabio o más sensible. Cuando desplegaba sus recuerdos, volvía a ver a hombres más dignos de vivir que él. Él. ¿Por qué él? ¿Por qué había sido elegido para llevar la terrible noticia, para estar vivo a expensas de otro? Acabara como acabase la guerra, los otros la habían ganado ya: él no había podido dar testimonio y, aunque lo hubiera hecho, nadie le habría creído. Ellos sabían que habría sospechas, discusiones, investigaciones, pero habían destruido las pruebas al destruir a los hombres. «La historia de los Lager -decían-, la dictaremos nosotros.»

¿Dar testimonio? ¿Quién era él para dar testimonio? El verdadero testigo no existía ya. Prefería callarse, callar para siempre. Por eso había decidido no hablar más.

En ese momento Lisa comenzó a romper aguas de forma prematura. Intentó avisar a su padre: no estaba. Tampoco había nadie en casa de Paul. Entonces se trasladó al hospital sola y, sola, entró en la sala de partos.

Así, no hubo nadie que sostuviera la mano de Lisa en el trance, nadie que la acompañara cuando tenía las contracciones, para hacerla respirar de manera pausada y profunda. Nadie que le secara el sudor cuando comenzó a empujar, mientras se entreabría lentamente su vagina.

–Esta morada de amor, de oración y de reconciliación, este lugar que fue en otro tiempo hogar de la muerte, irradiará una nueva vida -decía-. ¡Ved a estas buenas hermanas! Ellas construyen con su mano el signo sagrado del amor, de la paz y de la reconciliación que dará testimonio del poder victorioso de Jesús. ¡Las capillas, las iglesias se elevan por todas partes, en Majdanek, Sobibor, Treblinka, Birkenau! Auschwitz es sólo un ejemplo entre muchos otros. El mal y el sufrimiento aproximan a Dios. El destino de la humanidad lo traen consigo estos héroes que riegan las flores, que crían corderos en los escenarios del desastre, ¡y la vida, sí, la vida continúa! La nueva alianza sustituye a la antigua. Créanme: ésta es una nueva era para la teología cristiana. Es la victoria del cristianismo, el mismo Papa lo ha dicho: «Auschwitz es el Gólgota del mundo contemporáneo. Los judíos han enriquecido al mundo con su sufrimiento, su muerte es como el grano de trigo que debe caer sobre la tierra para dar fruto.» Así está plasmado en las palabras de Cristo que llevan a la Redención.

El judío. Lo odiaba. Odiaba a ese judío por el cual lo habían destruido. Se miró otra vez y sólo vio eso, el judío confinado en un espacio exiguo cuyas paredes se aproximaban sin cesar y, con todas sus fuerzas, golpeó la cabeza contra las paredes de aquella prisión, aquella prisión de la que nunca había salido, desde una mañana de junio de 1944.

Las torres de vigilancia, las alambradas, los barracones y los crematorios. Todo estaba allí. Y a continuación, la serie de habitaciones, destinadas cada una a una función específica, todo estaba allí, como la marca tatuada en el brazo de las personas. El fantasma del fantasma que se había prendido de aquellos muros, el hombre desnudo, que lo había dado todo, el hombre rapado, el hombre de rayas estaba también allí, con todas las estrías de su cuerpo, la de las vías de tren, la de las filas, la de los días contados uno a uno y la de los huesos que se hacen visibles y la de las alambradas, interpuestas siempre en el horizonte. El hombre transparente bajo la mirada del otro, útil para el que se desentiende, inútil para el que elige, el hombre descarnado, de cabeza gacha y espalda encorvada, pero hombre al cabo, frente al otro que ha dejado de serlo, las cucharas o las no cucharas para el hombre desnudo que bebe a lengüetadas, todo estaba allí, y nada estaba allí, nada, pues no hay ya nada después de la destrucción.

Mina buscó el siete, su barracón, y luego el catorce, donde había estado su madre. Tenía apenas dieciséis años cuando el abismo exudante la había depositado en pleno infierno, una mañana de febrero de 1944. La mirada había indicado la dirección propicia: el trabajo en la fábrica le había permitido aguantar dieciséis meses, dos inviernos, un milagro.

El catorce era una especie de cuadra con un pasillo central sin más ventana que un tragaluz. En el extremo, una gran puerta daba a unos escalones de madera. En el exterior no había más que barro: ni instalaciones sanitarias ni bocas de agua. En el interior había dos hileras de tablas dispuestas en tres niveles, las primeras a treinta centímetros del suelo, las otras un poco más arriba y las últimas bajo el techo.

Un paisaje inquietante había permanecido pegado a él: una ciénaga llena de fango, una bruma matinal, una chimenea inmensa habitaban bajo su cerebro. Hacía mucho que había dejado de ser el que iba a saltar, tentado por el vértigo del no ser, hacía mucho que se encontraba ya al otro lado del espejo.

¿Por qué haber esperado? ¿Por qué haber prolongado su miserable existencia? Quizá por una debilidad extrema, una fatiga que le había impedido incluso acabar de una vez. Hacerlo representaba, después de todo, el último arranque de la vida. Suicidarse era existir, era tal vez el único acto verdaderamente significativo de la existencia.

En ese momento preciso sonó el teléfono. La suerte no estaba aún echada. Quedaban unos minutos de tregua. ¿Quién sería?

¿Y si era el Diablo? ¿Y si la Shoah era su victoria? Se puede afirmar, desde luego, que el mal no puede ser considerado como una sustancia: de la misma naturaleza del pensamiento filosófico deriva la exclusión de la idea del mal sustancial… y por ende, del Mal. Entonces toma forma la idea de la nada, el ex nihilo contenido en el concepto de la creación. Obrar el mal es alejarse de Dios, es ir hacia la imperfección creciente. Pero el mal de la filosofía no es realmente el Mal, es una distancia entre creador y criatura, una deficiencia, casi una libertad que se mueve hacia la nada. El mal no es una sustancia en sí, sino una relación. Aquí sin embargo se hallaba el mal como acto puro, el mal absoluto, el mal como Mal.

Ni falta ni defecto. Aquí se trataba sin duda de él, plena y totalmente. ¿De dónde provenía? ¿Por qué existía?

Qué más da, al fin. Pensó en todos los poemas que había escrito a escondidas, desde hacía años. Ese era su jardín secreto. La escritura aspiraba a la memoria; así la justificaba él. No obstante, durante todo ese tiempo había experimentado una terrible culpabilidad por escribir, por componer poemas después de Auschwitz. Sus poemas no eran poemas, eran súplicas mediante las cuales se dirigía a ellas, a todas esas almas errantes, para poder compartir su amargura.

Y siempre había aquel algo de menos que lo separaba de esos muertos a los que velaba. Desde aquella mañana de junio de 1944, pedía la liberación como su mayor deseo; la desesperación que había hecho que naciera su poesía.

Ellos, decía, eran como ganado, vagaban, se volvían cada uno hacia su camino; eran corderos llevados al matadero, ovejas que corrían delante de quienes las esquilan. Era el holocausto, que hacía correr a mares la sangre de los toros, de los carneros y de los bueyes y la sangre de los corderos.

No podía más con el peso de sus crímenes: estaba cansado de llevar esa carga. Lavaos, purificaos, dejad de hacer el mal, decía. Y ellos, mudos, no podían abrir la boca. Bajo la coacción, no podían abrir la boca. Sí, fueron suprimidos de la tierra de los vivos a causa de la rebeldía de su pueblo, decía.

Ellos creían que habían comprendido.

Pero ¿cómo comprender? ¿Cómo actualizar sus engranajes, su lenta progresión? Comprender es hacerse cargo, tomar consigo al que es responsable e identificarse con él. Con los pasivos, que veían crecer ante sus ojos el horror y no hacían nada. Con los que, sin que nadie se lo pidiera, buscaban la manera de participar. Con los que velaban por el buen funcionamiento de la maquinaria, los que habían hecho suya la consigna «precisión y minuciosidad». Con los que trabajaban en los organismos del Estado, en el ministerio de Alimentación o de Agricultura, que restringían la asignación de leche desnatada a los trabajadores judíos expuestos a sustancias tóxicas. Con los funcionarios que percibían las pensiones de jubilación destinadas a los judíos que habían sido enviados a los campos de concentración. Con los que en las estaciones contaban a las personas y los kilómetros para facturar a las fuerzas de orden los convoyes de hombres, de mujeres y de niños, como si de remesas de ganado se tratara. Con los juristas que redactaban las nuevas leyes contra los judíos en consonancia con la legislación existente, con los médicos que decidían con un vistazo quién iba a vivir y quién iba a morir. Con los contables, con los ingenieros, con los arquitectos y con los empresarios que diseñaban y construían los campos y las cámaras de gas como si ese proyecto no difiriera de los demás, como si un edificio fuera un simple edificio. Con los profesores universitarios, con los abogados, con los dentistas, con los expertos en arte, con los teólogos y con los pastores que se declararon no culpables en el proceso de Nuremberg y que, sin expresar en ningún momento el menor pesar, se remitieron para su defensa a los valores de la civilización occidental. Y con los testigos y los abogados que alabaron su honestidad, sus virtudes familiares, su sentimiento cristiano y la placidez de su carácter.

Y también con los otros. Con los verdugos. Con los comandantes de los campos. Con los ejecutores, los capitostes, los cabecillas y los seguidores. Con los amos de la selección.

Con Rosenberg, con Mengele, con Himmler.

Con Hitler.

Por fin brotó, pues era ella el símbolo del mal: esa sangre que mana, caliente y espesa, de su muñeca cortada, roja, luego parda, negruzca, que mana como un arroyo contaminado, como un río cargado de escombros, como una lluvia que chorrea sobre un barrizal.