–En la razón humana, más bien -matizó Tilla-, que cree poder alcanzar la verdad absoluta y que está dispuesta a todo para conseguirlo.
–Y después de esa falta -dijo Mina, lanzándome una mirada significativa-, queda la vergüenza de quien comprende y esconde lo que ha descubierto detrás de hermosos razonamientos.
–¿Se refiere al historiador? – contesté, herido en lo más hondo-. Siempre me ha sorprendido la falta de interés que tienen los judíos por la historia. Parece que para ellos la historia es como una mujer de dudosa reputación que toleran de vez en cuando, pero a la que nunca acogen sin reticencias.
–Es algo recíproco, ¿no? Los historiadores se encargan de enterrar los mitos, comparándolos, denunciando su historicidad, inscribiéndolos en su contexto, explicándolos, en resumen.
–Nuestro objetivo es comprender, no juzgar -repuse-. Nosotros no creemos que se pueda llegar a un estado de estasis, de ausencia de historia, por medio de la observancia de una ley atemporal que proteja del fluir de los años.
–Es cierto -reconoció Mina-. En el fondo, tiene razón: no nos interesa la historia, sino la memoria.
–Pero es en la memoria donde se cuela Satán -dije-. La visión del combate cósmico de las fuerzas del Bien combatiendo a las fuerzas del Mal deriva en un principio de los orígenes apocalípticos judíos. La desarrollaron unos grupos sectarios que fundaron una cosmología partida, con una revisión radical del monoteísmo.
–La visión del mundo dualista nació de estas sectas marginales. Marcos cuenta la historia de Jesús como un conflicto entre el espíritu de Dios y el poder de Satán, cada uno de los evangelistas invoca esa dicotomía apocalíptica para caracterizar las disensiones entre los discípulos de Jesús y las otras tendencias del judaismo. La gnosis es un pensamiento fundado enteramente en el combate entre Bien y Mal, entre Dios y Satán, que la teología cristiana, después de haberlo combatido con violencia, retomó como propio. Más tarde, al fundar el protestantismo, Lutero reconoció a los agentes de Satán en todos los cristianos que habían permanecido fieles a la Iglesia católica romana, así como en los judíos que se negaban a reconocer en él al Mesías. Lo que quiero decir, Rafael, es que el peligro no está en Satán, sino en la satanización del otro, que origina su exclusión.
–Pero Satán existe entre los judíos, ¿no?
–Sí, pero es consejero de Dios y no una potencia rival. Se dice que forma parte de la corte divina. Es el tentador, como en el Libro de Job, el que impulsa a Dios a poner a prueba al hombre.
–Y ¿al final, quién gana? ¿El hombre o el Diablo?
–El hombre, gracias a su rectitud.
–Pero el Job victorioso habrá perdido a toda su familia en la tormenta -objetó Lisa-. ¿A eso le llamas una victoria?
–Dios acaba dándole otra familia -respondió Mina.
–¡Pero es absurdo! ¿Cómo se puede creer que sean sustituibles una mujer, unos hijos? ¡Dios debería haber resucitado a los otros!
–Es verdad -admitió Mina-. Desde el punto de vista del individuo, los nuevos hijos de Job son una absurdidad, pero desde el punto de vista de la comunidad, la resurrección de una nación es posible, a condición sin embargo de que…
Se interrumpió de pronto y se produjo un silencio.
–¿A condición de que esa nación no incurra en matrimonio mixto? – dijo Lisa en tono glacial.
Mina calló, con expresión repentinamente ensombrecida.
Entonces Béla, que estaba a mi izquierda, se inclinó hacia mí y murmuró:
–A propósito, ¿parece que mi hermanita está encinta?
–Sí, ¿estás enterado?
–¿Cuánto tiempo, dos meses?
–¿Que está encinta? Sí.
En sus ojos relumbró un destello de odio.
–No, para que dé a luz.
–¿Qué quieres decir, Béla?
–¿De veras crees que ese crío es hijo tuyo?
Sentí que se me crispaban los puños bajo la mesa. Le dirigí una mirada furibunda sin responder. Tuve que hacer un esfuerzo inmenso para controlar la cólera que estallaba dentro de mí.
Como un niño mal educado, no me quitaba la vista de encima.
Miré a mi alrededor. Nadie parecía haber oído aquella provocación. Nadie a excepción de Samy, que nos observaba sin perderse nada de lo que se decía.
–¿Has dejado de tener problemas con la policía desde que detuvieron a Lerais? – dije a Béla, a modo de venganza.
Todas las miradas convergieron en mí de inmediato. Las otras conversaciones habían cesado mientras tanto; todos habían oído mi pérfida pregunta.
–Lo que quería decir -balbucí- es que quizá Jean-Yves no sea el culpable. Siguen sin encontrar el cuaderno marrón en su casa. Ésa es la única prueba de peso que podría acabar de acusarlo.
–O de absolverlo -señaló Lisa con vivacidad-. Mamá, creo que es hora de que le digas a Rafael lo que sabes a propósito de ese cuaderno…
–Creo conocer -comenzó a hablar despacio Mina, tras observarla un instante- la procedencia de ese cuaderno marrón.
–¿Sí? – dije.
–Cuando estaba en Auschwitz -continuó Mina-, mi madre me habló de un cuaderno que le habían confiado. Lo había escrito un hombre, un alemán que se había inscrito voluntario en la SS con objeto de saber lo que pasaba, de conocer para actuar desde el interior. Trabajaba en el campo de exterminio y contó lo que vio, lo que oyó y lo que comprendió…
Se produjo un incómodo silencio.
–¿Y qué comprendió? – me aventuré a preguntar.
–Lo que comprendió… el Mal, Rafael. Ese cuaderno contiene la verdad sobre el origen del Mal.
Pasó un ángel.
–¿El origen del Mal? – dije-. Pero ¿qué significa eso?
–Mi madre era una mujer muy sabia. Cuando mi padre, que era rabino, murió, antes de la guerra, lo sucedió en sus funciones. La gente acudía a pedirle consejo. Y después, en Auschwitz, ocurrió igual. Cuando ese hombre fue a verla, estaba ya sin fuerzas. Le dijo lo que contenía el cuaderno y le pidió que lo guardase. Poco después se enteró de que se había suicidado. Entonces ella enterró el cuaderno en su barracón.
–¿Leyó usted el cuaderno?
–No, nunca. Lo vi cuando ella me lo enseñó, pero nada más.
–¿Nunca sintió deseos de ir a buscarlo?
–Nunca he vuelto al campo.
–Pero ¿está segura de que el cuaderno de la filmación es el mismo que el que le dio ese hombre a su madre?
–No me cabe duda. Es por la costura roja de la encuademación. Además, yo le había hablado a Carl Rudolf Schiller de ese cuaderno. No sé cómo ni por qué, pero estoy convencida de que lo tenía.
–¿Por qué le habló de él a Schiller?
–Hacía mención a un cuaderno similar en uno de sus libros y quería saber si se trataba del mismo que me había enseñado mi madre. Schiller me dijo que sólo tenía conocimientode su existencia por terceros, por deportados, pero estoy segura de que mentía. La verdad es que fue a desenterrarlo al sitio donde lo puso mi madre. Por eso puedo aseguraros que no está en casa de Jean-Yves Lerais.
–¿No? ¿Por qué no?
–¿Por qué no? Porque yo sé dónde está.
–¿Dónde está? – pregunté, tras un momento de silencio.
–En Auschwitz -contestó.
–¿En Auschwitz? – exclamé-. Pero ¿cómo es posible?
–El padre Franz me confesó que Schiller le había legado ese cuaderno con la instrucción de que lo «devolviera a su sitio» y eso es precisamente lo que hizo.
–¿Cómo pudo legarle Schiller el cuaderno, si lo vimos en el documental?
–Lo recibió por correo poco después.
Entonces recordé que el padre Franz nos había hablado, en efecto, de un curioso legado de Schiller, llegado por correo, poco después de la apertura de su testamento.
–¿Quién se lo envió?
–El asesino, supongo.
–¿Estaba al corriente del testamento de Schiller?
–Es posible. Quizá le interesara hacer circular el cuaderno. Por eso Carl Rudolf Schiller le dijo al padre Franz que lo devolviera a su sitio. Y el padre Franz me confió esa cuestión. Cuando me lo explicó, juntos pudimos reconstituir el hilo de lo ocurrido y decidimos que lo mejor era devolverlo al lugar donde estaba antes. Y así lo hizo, hace poco tiempo.
–Oye, mamá -se interesó de repente Lisa-, ¿sabes de dónde procedía el envío y en qué fecha se realizó?
–No, no lo sé.
–¿Por qué lo preguntas? – dije a Lisa.
–Porque es la única manera de exculpar a Jean-Yves. Es posible que en el periodo en que se mandó el cuaderno, Jean-Yves se encontrara ya en Italia. ¿El padre Franz tiró el sobre?
Mina se levantó de inmediato de la mesa y se dirigió al salón. La oímos descolgar el teléfono y marcar un número.
Al poco rato volvió.
–El padre Franz recuerda que recibió el cuaderno el 31 de enero, procedente de Berlín. El sobre en el que iba era bastante curioso. Era de color púrpura, como si lo hubieran impregnado de sangre. Dice que dejó el cuaderno en su interior cuando lo enterró en Auschwitz.
–Pero… Hay que ir a buscarlo -exclamó Lisa.
Su madre frunció el entrecejo.
–Es una prueba decisiva -insistió-. Localizar ese cuaderno supone exculpar a Jean-Yves y descubrir quizá la causa del asesinato de Schiller y también al verdadero asesino…
–No, Lisa. No pienso volver allí. Nunca.
–Pues entonces iré yo -replicó Lisa-. Voy a ir, ¿me oyes? – añadió más alto, mirando a su madre con una expresión terrible.
Yo le dirigí una mirada sombría. ¿Todo aquello por Lerais?
–No, Lisa -intervine-. Tú no puedes ir en tu estado. Si es imprescindible que vaya alguien, iré yo.
–¿Y tú -dijo Mina volviéndose hacia Samy-, qué opinas tú?
La observó un instante y luego se encogió de hombros y bajó la vista.
En ese momento comprendí que su mirada vacía no estaba tan extraviada como parecía. Con la espalda encorvada, el aire ausente, la boca cerrada, las mandíbulas apretadas, las cejas enmarañadas, Samy Perlman no hablaba; Samy Perlman permanecía callado hasta la desesperación.
O tal vez Samy hacía como que no sabía nada.
Capítulo 2
Transcurrieron varios meses hasta que acabamos de convencer a Mina para ir a Auschwitz y obtuvimos la autorización para buscar unos «documentos familiares» en el recinto del campo. Finalmente, Mina y yo decidimos desplazarnos a Polonia a finales del mes de septiembre. Béla insistía en venir con nosotros.
El verano pasó muy deprisa. Lisa y yo nos quedamos en París. Félix estaba ocupado con sus actividades periodísticas, a causa de los diversos atentados terroristas que se produjeron en el metro de París. Paul y Tilla se encontraban de vacaciones en Israel, en casa de los padres de Tilla. Veíamos de vez en cuando a Samy, Mina y Béla, que cada vez estaba más agresivo conmigo.
El vientre de Lisa crecía día a día. Aun así, seguía trabajando en otra obra, un encargo para un monumento en Estados Unidos. Su proyecto consistía en hacer construir seis chimeneas de cristal que simbolizarían los seis millones de muertos o los seis campos de exterminio nazis. De esas chimeneas, que estarían iluminadas de noche, debía salir humo continuamente.
–Pero ¿no te parece que ese humo crea un espectáculo tipo happening? -objeté yo-. ¿No es eso, precisamente, lo que tú calificaste en Washington de representación «obscena»?
–No -contestó-. Lo que yo rechazo es la pasión que pueda haber en las imágenes.
Entonces me acordé de la escultura bajo la cual había visto el nombre de Carl Rudolf Schiller. Continuaba sin aclarar aquel misterio. ¿Qué significado podía tener? ¿Cómo preguntárselo a Lisa? Sabía que me había mentido, que no se trataba sólo de una simple coincidencia.
Por mi parte, seguía con la redacción de mi tesis sobre Hitler y los judíos. En el tercer capítulo indagaba en la génesis del antisemitismo hitleriano. Descubrí su origen en la terrible derrota de la Primera Guerra Mundial, el «diktat de Versalles», que había inculcado en Hitler la idea de que el judío era el agresor contra el que había que defenderse, pues su religión y su psicología habían penetrado en todos los espíritus y los habían debilitado. Trabajaba sobre un pasaje difícil, en el que trataba de demostrar que Hitler había sufrido mucho a consecuencia de la guerra, por su historia personal y colectiva, y que, por empatia con su pueblo víctima, su deseo no era tanto batirse como combatir: combatir al enemigo que tenía a sus puertas, cumplir un acto de venganza, de expiación de la sangre alemana derramada. Demostraba que al principio Hitler había pensado en la expulsión y en la emigración de los judíos, más que en su destrucción. Según mi tesis, había mantenido hasta el final la idea de una solución territorial. Así, en verano de 1940 estaba todavía dispuesto a hacer emigrar a los judíos y lo mismo ocurría durante la campaña de Rusia. Pero los alemanes habían sufrido demasiado después de la guerra: había que encontrar una vía de escape a sus penalidades. ¿Por qué los judíos? Porque eran, argumentaba yo, la encarnación del liberalismo y la democracia, el materialismo y el hedonismo, el marxismo y el comunismo. El miedo al comunismo, así como el antibolchevismo, era el motivo principal de la exterminación de los judíos. El último factor desencadenante de la solución final fue, en mi opinión, la guerra mundial iniciada por Estados Unidos. La destrucción de los judíos de Europa fue el precio de la victoria de 1945: ésa era la conclusión de mi capítulo.