El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Pasé más de una hora dando vueltas en la cama, sin conseguir volver a conciliar el sueño. Tenía la sensación de hallarme en un mundo en el que ya no se situaba uno a la escala humana, en el que los instrumentos de trabajo habituales para el periodista y el historiador no eran ya adecuados. Toda la ciencia que había aprendido parecía irrisoria frente a la monstruosidad -no la que supone un acto de barbarie, como en Herodoto, sino la de un sistema-. Pensaba en la frase de Karl Barth que un conferenciante había citado en el documental de Washington: «Explicar el mal es borrar el escándalo.»

Matar judíos no constituía una novedad: la historia está llena de vejaciones y de expulsiones, de cruzadas y de pogromos. Pero allí fue distinto: las personas habían dejado de tener identidad, vivían para comer un mendrugo y un poco de sopa y todos los días se iban debilitando bajo la mirada del verdugo. Si queréis comprender lo demoníaco, observad las caras de los miembros de la SS: pertenecen a otra categoría humana.

La noche siguiente, Lisa y yo fuimos a casa de Samy y Mina Perlman, donde también se encontraban Béla y Tilla. Paul estaba de viaje.

Samy, más sombrío que nunca, ya no miraba a nadie a los ojos. Tenía algo en la mirada que me intrigaba cada vez que lo veía: siempre había pensado que los ojos eran la parte más brillante del cuerpo humano, que simbolizaban la vida, tanto biológica como intelectual o espiritual. Una mirada es como un oráculo: pueden saberse cosas de una persona escrutando atentamente sus ojos. Se refleja en ellos el pasado y el futuro: las heridas y las ambiciones, la inocencia real o perdida, la inteligencia del corazón y la del alma, la maldad. Hay miradas que, como los lobos, engullen a las personas, las devoran y someten: son las de los políticos o los guerreros. Hay miradas que calan, que penetran hasta lo más profundo del alma, y otras en las que uno se hunde. Hay miradas malvadas y mezquinas, miradas tristes que evidencian que han sufrido.

No olvidaré nunca la del padre de Lisa. Aquella mirada no era desgarradora, dulce y violenta a la vez como la de su esposa. Aquella mirada estaba muerta. Ninguna vida, ningún destello de vida surgía de sus ojos. Parecían dos bolas negras carentes de brillo. Parecían ciegos: su mirada pasaba a través de los seres y de las cosas como si fueran transparentes del todo. Samy Perlman tenía los ojos apagados.

Hablamos del juicio de Jean-Yves Lerais; aún no se había fijado la fecha, pero era probable que citaran a declarar como testigos a ciertos miembros de la familia Perlman.

–Espero que podamos defender a Jean-Yves -dijo Lisa.

–Sí -murmuré yo-, pero será difícil, dada la talla de su enemigo.

–¿Quién es su enemigo? – preguntó Béla, que no perdía detalle y menos si venía de mí.

–¿Quién es su enemigo? – repetí, turbado-. Una fuerza demasiado grande para nosotros, me temo.

–¿Demonólogo? – dijo Tilla-. Me interesa el tema. ¿Sabe que la psiquiatría se ha implantado en sustitución de la brujería y las técnicas chamánicas para acabar con el mal que persigue a los enfermos, psicóticos, depresivos o neuróticos? Estamos en la misma línea.

–Sí, pero vosotros no sabéis erradicar el Mal. Al contrario, la gente lo acepta gracias a vosotros. Lo normalizáis. En lugar de librar a las personas del demonio, hacéis de él un personaje tolerable.

–Se equivoca: lo combatimos desdramatizándolo, demostrando que se encuentra presente, al fin y al cabo, en todos y cada uno de nosotros.

–Más o menos -dijo Béla. Luego se volvió hacia mí y agregó-: En mayor medida en unos que en otros, quiero decir.

Aquella vez quedó claro: yo era el blanco indudable de su hostilidad.

–Tú, por ejemplo -prosiguió-, ¿qué habrías hecho durante la guerra?

–Sé que habría luchado por Lisa -respondí sin vacilar.

–Sí… ¿Y si Lisa no hubiera existido? ¿Te habrías sentido implicado?

–Oye, Béla, ¿no te parece que vas demasiado lejos? – lo atajó Lisa.

–No, déjalo -dije-. Ha dado en el clavo. Creo que ésa es la clase de pregunta que todo el mundo se plantea.

–Es a la vez simple y complicado saber la respuesta -comentó Tilla-. Basta pensar en el experimento de Milgram. Yo misma caí en la trampa cuando era estudiante: un amigo psicólogo que preparaba la tesis me pidió que participara en algunos experimentos. Tiene que ver con la repercusión nerviosa de los electrochoques en individuos normales, me dijo. Me recibió en un laboratorio, vestido con una bata blanca, y me explicó lo que debía hacer: tenía que accionar el botón que envía una descarga eléctrica a un individuo cada vez que él me lo indicara. Durante ese tiempo, él anotaría los resultados.

»Cuando me hizo la señal apreté el botón, por supuesto, sin pararme a pensar en las consecuencias de mi acto. El hombre, el paciente del experimento, que estaba sentado a corta distancia de mí, comenzó a agitarse con violentos espasmos.

Mientras lo contaba, Tilla imitó con un gesto la reacción del conejillo de Indias.

–Mi amigo no pareció darse cuenta de nada. Estaba en el fondo de la sala, delante de una máquina que registra las variaciones. A la segunda señal volví a hacer lo mismo, con una vaga aprensión. El hombre se agitó de nuevo, pero esa vez con un grito de dolor.

»Entonces me levanté y pregunté:

»-Oye, ¿estás seguro de que no le hace daño?

»-No, no, es sólo una pequeña descarga. No afecta a ningún tejido nervioso.

»-Pero parece como si…

»-No, de verdad, no es nada.

»La tercera vez, el hombre volvió a crisparse con gran violencia: se le desorbitaron los ojos y se le alteró la respiración. Entonces, decidí que ya podían buscarse a otra persona para continuar con aquellas atrocidades. Me marché con una impresión extraña. Al llegar a casa, encontré en el buzón el libro de Stanley Milgram Obedience to Authority: An Experimental View. Empecé a leerlo de inmediato y así descubrí la verdad.

»Con un poco de sentido común, de presencia de espíritu, habría deducido enseguida que el objeto del estudio no eran los efectos de los electroques en un individuo, sino yo. Acababa de pasar por una experiencia similar al célebre experimento de Milgram. El supuesto paciente que recibía los electrochoques era en realidad un actor que fingía sufrir y el experimento consistía en saber hasta dónde puede llegar el que acciona el botón en el daño que inflige al otro, bajo la presión de una autoridad científica.

»En mi opinión, este experimento demuestra que cualquiera puede causar el mal en determinadas circunstancias y no sólo cierto tipo de personas, de mentalidad denominada «autoritaria». Tal como lo evidenció Milgram, el mal que el hombre provoca al hombre no se debe a la crueldad de los individuos ni a determinadas personalidades más predispuestas a ello, sino que puede provenir de hombres y mujeres normales, que intentan cumplir de la mejor manera posible con su cometido.

–¿Significa eso que los nazis criminales de guerra ponían en práctica las órdenes de sus superiores, como si el daño que hacían fuera inconsciente o, en cierto modo, involuntario? – pregunté.

–No, no lo creo. Estoy segura de que el ejecutor, el que participaba en el proceso de destrucción de los judíos, tenía plena conciencia de lo que hacía y obraba con conocimiento de causa. Lo que efectuaba no era el cumplimiento de una norma cuyos pormenores desconocía: el ejecutor es un actor que opta por la mala acción, pero que recurre a la autoridad para justificarse. Yo, por ejemplo, sabía que obraba mal. Pero estaba bajo el influjo del extraño poder de la ciencia, al que todo el mundo se somete como a una fuerza incontestable, un ideal absoluto, que disocia los medios de los fines. Cuando una persona situada en una posición superior de la escala jerárquica dicta lo que hay que hacer, la conciencia moral del sujeto se difumina ante objetivos del tipo «intereses de la investigación» o «necesidades de experimentación». En el caso de Milgram, esa «conciencia de sustitución» aflora con rapidez -los experimentos no duran más de una hora- y, sin embargo, su eficacia es muy grande.

–Sí, claro, exacto -dije-, el mal escinde en dos: a eso es a lo que yo llamo el Diablo. Seguro que usted, por ejemplo, después del experimento volvió a su casa, dispuesta a abrazar a su marido e hijos y a jugar con el perro. Lo que quiero decir es que el mal no se produce sólo cuando las personas dejan de pensar, por ejemplo en el caso de una multitud presa del pánico. No es que la humanidad esté en el lado de lo racional y la inhumanidad en el de las pulsiones incontrolables. Sería demasiado simple si así fuera. El mal no utiliza solamente los instintos y las pulsiones: argumenta con la razón, busca justificaciones. Los que obran el mal encuentran siempre motivos para hacerlo, se convencen a sí mismos y persuaden a los demás.

–¿Se refiere al Mal, al Mal absoluto? – inquirió Tilla.

–Hitler no encarna el mal ordinario -le contesté-. Algunos han afirmado que en su presencia experimentaban una especie de escalofrío, de horror sagrado. Tenía el carisma suficiente para despertar los demonios de los hombres por medio de una especie de contagio. No temía los atentados, se sentía protegido… Igual que el Anticristo: construyó una iglesia, organizó e instituyó un clero; y se invistió a sí mismo como Dios.

–Rafael -me interrumpió Lisa-, ¿no puedes parar un poco con tus obsesiones?

–No -disintió Béla-, es interesante. Déjalo que siga.

–Antes de 1939 -proseguí-, la mayoría de los hombres sabía que Hitler preludiaba un desastre inminente y, sin embargo, nadie lo contuvo. El lugar donde nació, Braunau am Inn, tenía fama de ser la ciudad de los videntes y el ama que lo crió fue nodriza de un vidente célebre, Willy Schneider. Más tarde fue iniciado por Dietrich Eckart, un mago que practicaba el magnetismo y la magia y que le enseñó cómo subyugar a una multitud. Al verlo en las películas de la época se aprecia su expresión demoníaca. La gente decía que tenía un poder magnético. ¿Acaso el nacionalsocialismo no era más una religión que un movimiento político?

–¿Una religión satánica, quieres decir? – preguntó Béla-. ¿Crees que Hitler era el Diablo?

–Ni siquiera se sabe cómo desapareció -continué.

–Se suicidó al final de la guerra con su amante Eva Braun -me atajó Lisa, al tiempo que me lanzaba una mirada severa-. Murió el 30 de abril de 1945, se disparó un tiro e hizo que sus generales quemaran su cuerpo.

–Sí, ya lo sé, eso es lo que cuentan -respondí-. Pero ¿quién lo sabe con certeza? Nunca encontraron su cadáver. Se evaporó, se volatilizó… El 30 de abril es la noche de Walpurgis, la gran fiesta del satanismo. Nadie vio lo que ocurrió. Los generales que estaban con sus esposas en el bunker oyeron unos disparos, entonces Axmann, el dirigente de las Juventudes Hitlerianas, entró en la habitación donde estaban Hitler y Eva Braun y salió con un cadáver envuelto en una sábana, supuestamente el del Führer, y otro sin cubrir, el de su amante, con la que se acababa de casar. Hitler había previsto que se utilizaran ciento ochenta litros de gasolina para la cremación. Incluso con tal cantidad de combustible, debería haber quedado algo; sin embargo, por más que se registró el jardín, nunca se encontró ningún hueso.

–¿Adónde quieres ir a parar? – preguntó, cada vez más exasperada, Lisa.

–¿Y si Hitler hubiera huido? – me apresuré a responder, después de tragar saliva-. ¿Y si aún estuviera con vida?

–¡Tú estás loco! ¡Loco de remate! – gritó Lisa-. Este asunto te está trastornando.

–Hay que buscar el mal en lo humano y no en lo demoníaco -dijo Tilla-. Usted, que es historiador, debería saberlo ya.

–Sí -la apoyó Mina-, así es como vemos nosotros las cosas: en el pensamiento judío, Satán es el ángel malo que acompaña a todos los hombres; es una fuerza que trata de hacernos cometer actos malvados, que actúa mediante el engaño. No es una entidad cósmica, sino una tendencia que existe en el interior de cada uno.

–¿Y la serpiente del jardín del Edén? – repliqué-. ¿No es una fuerza cósmica, exterior a Adán y Eva?

–El jardín del Edén es un enigma para todos los teólogos. ¿Por qué creó Dios a la serpiente tentadora con anterioridad al hombre? ¿Por qué hizo al hombre falible? ¿Y por qué creó el mal? ¿Por qué comieron Adán y Eva del fruto del árbol prohibido? ¿Cómo se puede aceptar un mito que indica que la falta suprema se halla en el conocimiento?