Me volví hacia Bronstein.
No había nadie. El animal había desaparecido.
Quinta parte
Capítulo 1
Las humaredas se elevan cual velos blancos y grises sobre el cielo azul, fugitivas del cielo ardiente. Esperáis el día que será tinieblas y no luz y ese día será oscuro y estará falto de todo resplandor. Entonces el orgullo humano abatirá la mirada y la arrogancia de los hombres será humillada, y será el tremendo pavor y la tierra temblará, con las colinas escalonadas y las montañas altivas, las altas torres y las murallas, con sus entrañas malditas. Entonces todos se arrepentirán: Félix en uno de sus terribles arrebatos de cólera, Lisa y su acompañante en medio de la noche, Samy, esa monada de mirada velada, Mina, tan rolliza y jovial, Béla y sus pavorosos celos, yo, holgazaneando de noche en el Lutétia, entregado a uno de esos estados de pasividad que me arrastran hacia las horas tardías, siempre propicias a la angustia.
Oigo la música de Elgar: de pronto, el violoncelo empieza a chirriar. Vuelvo a ver el Sena que se desliza serenamente bajo su cielo de azabache, pero ya no es agua lo que se desliza, sino sangre, sangre rubicunda, roja, negra. ¿Qué me recuerda eso? Nada, una ausencia, un vacío. Ellos. No recuerdo haberles visto intercambiar nunca un gesto ni una palabra de ternura. Mis padres pasaban todo el día en su tienda, de donde volvían de noche, tarde, demasiado agotados para hablarme, para preguntarme cómo estaba o cómo me había ido el día.
Solo. No tenía ni hermanos ni televisor. Me acuerdo del gran piso sombrío de la Avenue des Vosges de Estrasburgo, donde esperaba, durante largas horas cargadas de angustia, a que volvieran mis padres y envolvieran mi silencio con su silencio.
En el avión que nos devolvía a Francia, asedié a Lisa a preguntas.
–Oye, Lisa, ¿hay algo importante que no me hayas dicho?
–No, ¿a qué te refieres? – contestó.
–A algo… algo que nos concierne, a ti y a mí…
–¿Cómo? – dijo-. ¿No estarás otra vez con la historia del tío Morali?
Desde aquella terrible entrevista con Mina, después del anuncio de nuestra boda, en la que ésta había mencionado «la historia del tío Morali» sin precisar de qué se trataba, no había parado de hacerle preguntas a Lisa, que siempre respondía con un encogimiento de hombros, negándose a explicármelo.
–No, no es el tío Morali -repuse con tono fatigado-. Es… tu vestido, eso…
–¿Qué? ¿Qué le pasa al vestido?
Dirigí la mirada a la protuberancia de su vientre. Ella lo vio y se ruborizó.
–Lisa, ¿no estarás embarazada?
Me miró como si no comprendiera. Luego bajó los ojos.
–Sí.
–¿Sí? ¿Eso es todo? Pero ¿por qué no me lo has dicho?
–No sé… Es que…
–Pero ¡si es maravilloso! ¡Es fantástico! Es… ¿Desde cuándo?
–Debe de hacer justo dos meses.
Dos meses… Aquello remitía a la primera noche que habíamos pasado juntos.
Estaba loco de alegría. Esa curva de su cuerpo era como la imagen del mundo, portadora de todos los posibles. Era la vida futura, era el cielo y era la tierra, era todos los astros juntos y todas las lumbreras. Era el sol, que aniquiliba el mal en el vientre de la tierra, era la belleza del sol vivo que se elevaba por el este para salvar a la humanidad. Bronstein, el hombre de luz, era el ángel anunciador y nosotros estábamos en una aureola montada en un carro, suspendidos en las bóvedas celestes, cuyo centro era la vida, ese ardor, principio del fuego, de la sal, del aire, de la tierra. Porque aquello era el nacimiento de un dios con su corona de rayos, un nuevo rostro, era el génesis, el comienzo, el principio del mundo. Había nacido de la primera chispa, había nacido gracias a ella, era el germen instalado en el ser humano gigantesco, el principio primero, la perfección lograda, el verbo remontado a las alturas, y el cielo en el que volábamos era el paraíso y el hijo había sido creado en él, por él: igual que una idea, una esencia, ni masculino ni femenino, descendería a la tierra para ser vida y luz, pues no tenía una naturaleza humana sino una forma supranatural.
Yo era inmortal, tenía un alma que atravesaba todas las vidas, todas las épocas, todos los espacios hasta el fin de los siglos. Pegué el oído a su vientre.
Entonces me estremecí: no era un niño lo que oía. Era algo que se ondulaba como si quisiera lanzar una llamada. Una cabeza se hinchaba, una lengua frotaba unos labios con suaves movimientos.
Era el ángel exterminador y el espíritu del Mal, era el tentador que frecuenta sólo los sitios donde reina la felicidad.
Habíamos decidido instalarnos en mi casa, en Montparnasse. Lisa dejó su apartamento de la Rue des Mauvais-Garçons y trasladó sus muebles y objetos de bohemia a mi interior ordenado, ocupado con mesas y sillones antiguos. La convivencia funcionaba bien: Lisa no era aficionada a los trabajos del hogar, pero yo quitaba con gusto el polvo de yeso con el que ella llenaba el piso. Era feliz: la veía viviendo en mi casa, en nuestra casa, y a veces me costaba creer en la existencia de esa felicidad tan simple.
Una noche, poco después de nuestro regreso, me reuní con Félix en el bar del Lutétia. Cuando le anuncié el embarazo de Lisa, frunció el entrecejo con un vago aire de fastidio.
–¿Tan pronto? – dijo.
–¡Sí!
–Perdona que te haga la pregunta pero ¿ha sido un accidente, supongo?
–¡Sí! – respondí-. Un maravilloso accidente.
Me lanzó una mirada tan penetrante que hizo que me sobresaltara hasta lo más hondo del alma.
–¿Por qué me miras de esa forma? – pregunté.
–Por nada…, perdona.
Entonces le hablé de la conversación con Ron Bronstein y de las revelaciones que me había hecho.
–Ahora se aclara todo -exclamó-. Se entiende mejor por qué Perraud hizo asesinar a Crétel: tenía miedo de que revelara lo que hicieron los dos a la familia de Bronstein durante la guerra. Siendo como era un testigo capital en el proceso contra Crétel, es muy posible que Schiller supiera más de la cuenta sobre Perraud y que, al ver que había cambiado de chaqueta durante el juicio, éste lo hiciera asesinar por los mismos motivos por los que mandó disparar contra Crétel.
–Sí. Pero ¿por qué cortarlo en dos?
–¡Para vengarse de su traición!
–¿No crees que lo habría hecho matar de un tiro, como a Crétel?
»No, Félix -añadí al ver que guardaba silencio-, en este asesinato hay algo más…, algo…
No terminé la frase, pero él me comprendió perfectamente.
–¿Satánico? – dijo, encendiendo un puro ya empezado.
–No es un asesinato, es un pulpo provisto de mil tentáculos. Es como si nos enfrentáramos a algo inconmensurable, a una fuerza destructora de potencia infinita que se multiplica cada vez que alguien trata de asirla…
–¿Qué quieres decir?
–¿No empiezas a creer en ello?
–¿En qué? – replicó-. ¿En el diablo? ¿En el demonio?
–En las fuerzas del Mal, en las fuerzas terribles presentes en cada hombre, consustanciales a todas las almas, en ese doble que vive en cada uno de nosotros.
Félix me miró de arriba abajo, esbozando una sonrisa irónica.
–Otra vez me sales con las bobadas del padre Francis, es tu nuevo referente intelectual, por lo que se ve…
Félix y yo nos miramos. Por primera vez sentí una corriente de hostilidad entre ambos.
De repente se metió la mano en el bolsillo.
–Toma -dijo-, te he traído un regalo de mi último viaje; fui a Suiza.
–¿Qué es?
–Un pequeño lingote de oro. ¿Sabes cuál es su procedencia original?
–Oh no, Félix -exclamé al tiempo que dejaba caer el objeto-. ¿No será…?.
Sí, lo era. Desde hacía un tiempo, Félix me hacía unos regalos un tanto extraños. Un pijama a rayas para mi cumpleaños, un atlas de la Shoah para las vacaciones… Ese era el humor de Félix, un humor macabro.
–¿Qué fuiste a hacer a Suiza? – pregunté.
–Preparo un artículo sobre el expolio de los bienes judíos practicado por los bancos suizos. ¿Sabías que, gracias a los suizos, Hitler pudo procurarse miles de millones con los que compró en el mundo entero las materias primas estratégicas que necesitaba para la guerra?
–Sí -dije-. Los marchantes de arte, los agentes fiduciarios, los joyeros y los abogados se encargaban de blanquear el dinero que la SS había robado en los bancos centrales, las empresas y los domicilios particulares, o incluso a las víctimas de los campos de concentración, mientras el gobierno negaba el paso por sus fronteras a decenas de miles de refugiados, mandándolos de vuelta a sus verdugos. Sin los banqueros suizos, la Segunda Guerra Mundial habría acabado antes y podrían haberse salvado cientos de miles de vidas humanas.
–La potencia de alcance mundial que adquirieron luego los bancos helvéticos se cimentó en esas ganancias de guerra.
La barrita de oro había caído en el cenicero, entre las cenizas acumuladas del puro de Félix.
Era invierno. La nieve caía sin cesar. En la falda de una colina, en la más cenagosa de las aguas, había nacido un monstruo, directamente salido del periodo jurásico. Era una inmensa serpiente, gorda y blanda, de escamas grises y violeta que relucían como si las hubieran lustrado. De la cola a la cabeza mediaba una distancia enorme, de varios kilómetros. Su cuerpo formaba círculos concéntricos, de tal manera que los extremos casi se tocaban. Unas mandíbulas de potencia inaudita enmarcaban una boca entreabierta de la cual escapaban unas gruesas gotas de baba grasienta que acababan deshaciéndose pesadamente en el suelo. Uno de sus protuberantes ojos, recubierto por un párpado anular, vigilaba lo que sucedía debajo, al tiempo que el otro miraba hacia arriba. Los orificios que tenía a ambos lados del hocico le permitían evaluar las variaciones de la temperatura exterior y así se orientaba tras sus presas, a las que también detectaba por el olor de la sangre caliente.
Porque era así: estaba sedienta de sangre. Podía engullir unas presas enormes que la dejaban hinchada como una gigantesca ostra, podía tragarlo todo, digería cualquier clase de materia, pelos y cuernos, ropa, joyas y monedas, con su mandíbula móvil devoraba una cantidad impresionante de objetos. De su boca surgían unos colmillos venenosos que hincaba en la carne de sus víctimas para inocularles el veneno.
Avanzaba ondulante, bajaba por los árboles y volvía a trepar de nuevo a ellos. Todas las direcciones, todas las vías, todos los caminos estaban a su disposición. Lentamente, sin hacer ruido, avanzaba hacia su presa. De haberla visto venir, quizás ésta habría podido conocer, por la fuerza de sus ojos, el poder tentacular de su verdugo; o quizás entonces habría sido cautivada por su mirada hipnótica y habría sucumbido. Era un menudo ser frágil situado bajo el follaje, que pasaba el tiempo trinando y piando a diestro y siniestro, un ser libre de preocupación y exigencias. En cuanto le vio, le clavó la mirada. Sus ojos incandescentes le atravesaban el corazón, le petrificaban el cuerpo. Sin aguardar más, se abalanzó hacia él. Antes de tener conciencia de ello, se había transformado en manjar de la bestia. La serpiente devoraba su carne, le arrancaba el corazón, sus entrañas colgaban del morro de la serpiente, que babeaba sangre.
A su alrededor quedaban los restos de la carnicería. La nieve estaba maculada de manchas rojas, como si un dedo inmenso se hubiera cortado encima del mundo y de él fluyera, gota a gota, la sangre. Cual gigantesco intestino, el reptil asimilaba, mezclados, cuerpos inertes, mutilados, cabezas arrancadas, brazos y piernas, pelos, cabellos, dientes y toda clase de objetos diversos: zapatos, juguetes de niño, bolsos y maletas llenas, y todo lo aplastaba y lo lanzaba hacia un agujero que lo absorbía, a la manera de una inmensa boca.
Despacio, muy despacio, se había acercado a mí mientras dormía, había enrollado la punta de la cola en torno a mi pie, después había subido por mi pierna hasta el torso, y al despertarme, brutalmente, me encontré frente a dos ojos enormes que despedían chispas. Entonces descubrí esa forma larga y viscosa, negra como el ébano, que se deslizaba sobre mi cuerpo. En su boca llena de baba vi una lengua rasposa que se estiró delante de mí.
De repente hizo chasquear la lengua. Un ruido estridente resonó con fuerza en todo su paladar, hasta mi oído.
Me desperté sobresaltado, cubierto de sudor. Durante unos segundos realicé un intenso esfuerzo para recordar dónde estaba. Encendí la luz y reconocí con alivio mi habitación y sus viejos muebles. Lisa dormía plácidamente a mi lado.