El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Observé un instante a ese hombre moreno, fornido y bronceado, de treinta y siete años, que me sonreía con unas Ray-Ban retiradas encima del pelo y una pajita en la comisura de la boca, y me asombró que aquellos judíos del shtetl, del gueto polaco, de la fría Alemania y de los inviernos siberianos hubieran podido adaptarse tan bien al calor del desierto. Bronstein me producía la impresión de un pingüino en medio del Sahara. Su piel diáfana de judío asquenazí, una piel delicada y fina como la de Lisa, tenía el bronceado dorado de un surfista californiano.

–No -respondí-. Soy goy.

Sonreí para mis adentros. Lejos de ofenderme, me sentía un poco halagado. Félix, cuando le hacían esa pregunta, respondía muy educadamente: «No, por desgracia» o «no, pero me habría gustado».

–Dígame, amigo, ¿es usted poli o algo así? – continuó Bronstein-. ¿Sigue indagando por lo de Schiller?

–Sí; bueno, no. Es que acaban de inculpar a un amigo.

–Ah, entiendo… ¿Un amigo suyo?

–Sí…, en cierto modo.

–Escúcheme. No fui yo el que se querelló contra Crétel, sino mi padre, que también se llamaba Ron.

–¿Por qué razón?

–Verá, a mi padre lo deportaron en 1942 por culpa de Crétel, después de aquella operación que bautizaron con el odioso nombre de Viento Primaveral…

–¿Que Crétel fue el causante de la deportación de su padre?

–Él firmó la orden de deportación.

–Entonces, ¿por qué retiró su padre la demanda en 1990?

–Porque se produjeron presiones y calumnias y no las soportó.

–¿Qué quiere decir?

–Lo que quiero decir, Rafael…, es que mi padre se suicidó.

–Oh, perdóneme -me disculpé-. No sabía…

Se hizo un silencio momentáneo. Encendí un cigarrillo y ofrecí uno a Bronstein, que rehusó.

–Hace demasiado calor para fumar aquí…

–Sé que es muy penoso para usted, pero ¿podría decirme en qué consistían esas calumnias?

–Bueno… Mi padre era un superviviente de los campos de exterminio. Llegó a Auschwitz cuando aún no había cumplido los diecisiete años. Crétel los hizo deportar a él y a toda su familia… porque vivían en una casa muy bonita en el distrito XVI de París, una casa y no un piso, que Crétel quería requisar.

–¿Por qué?

–Para dársela un funcionario de Vichy, un amigo suyo, para que viviera en ella, simplemente.

–¿Cómo se llamaba ese hombre?

–Perraud. Michel Perraud. Cuando mi padre quiso recuperar su casa después de la guerra, lo acusaron de estar interesado sólo en el dinero. Mi padre no había pensado siquiera en ese aspecto de la cuestión. Sencillamente, le parecía injusto que el único bien que quedaba de su padre hubiera sido, para colmo, expoliado por el Estado francés… Este asunto acabó consumiéndolo.

–Lo siento muchísimo -repetí-. No pretendía hurgar en esos hechos dolorosos para usted…

Bronstein me miró un momento, pensativo.

–Quizá sea mejor así-agregó-. Cuando uno ve las calumnias que surgen sobre los antiguos deportados… ¿Sabe, Rafael? Sucede lo mismo que con el Estado de Israel, al que muchos se complacen en tratar de torturador: la verdad es que la Shoah resulta tan insoportable para la gente, que transforman a las víctimas en verdugos; de este modo, componen su propia teodicea. Justifican retrospectivamente el mal que se infligió a los judíos argumentando que al final, aunque entonces no lo supieran, lo merecían. Así la Shoah se convierte un poco en un castigo anticipado, una pena impuesta de manera preventiva, pero justificada. Hábil, ¿no le parece?

La sonrisa sarcástica se le heló en los labios al añadir:

–Mi padre se suicidó el 28 de septiembre de 1991, cincuenta años después de la masacre de Babi Yar, cerca de Kiev. Treinta mil judíos ejecutados en dos días…

»Bueno -concluyó, sonriendo-, no es que me aburra con usted, pero tengo que irme. Se acabaron las historietas por hoy, amigo.

Se puso en pie de un salto y, ya delante de la puerta, me soltó:

–Cuando le interese información sobre, pongamos por caso, mi hermano, mi mujer, o si tiene otros asesinatos por resolver, no lo dude, amigo, que para eso estamos.

Me quedé pensativo en el café, donde comenzaba a atronar una ensordecedora música tecno.

No, decididamente, ese hombre no tenía aspecto de filósofo.

Antes de marcharnos, Lisa y yo visitamos Yad Vashem, el museo de la Shoah, que, a diferencia del de Washington, me impresionó por su sobriedad y su ausencia de dramatismo: eran hechos, imágenes, una bóveda oscura donde siempre ardía una vela. Entramos en el edificio de piedra en el que se exponían, en largos pasillos, fotografías ampliadas que recorrían la historia de la Shoah, acompañadas de textos breves y en ocasiones de citas. En varias salas reducidas se proyectaban películas. El primer bloque estaba dedicado a la aprobación de leyes antijudías y a la escalada de las actuaciones antisemitas entre 1933 y 1939: propaganda nazi, deportación, crímenes y pogromos. En el segundo bloque se evocaban la persecución y los ataques contra los judíos en la Europa impregnada de nazismo, de 1939 a 1941. En las fotografías, un grupo de alemanes risueños cortaba la barba a un hombre, unos soldados apuntaban a unos jóvenes alineados contra una pared del gueto de Varsovia.

La tercera sala estaba consagrada al proceso de destrucción, entre 1941 y 1945. En ella se veía a un soldado alemán apuntando con el arma a una mujer que mecía a su hijo; otras imágenes evocaban los cuerpos, los experimentos médicos y la solución final.

El bloque titulado «Las puertas del mundo estaban cerradas» ilustraba la conferencia de Evian donde el mundo decidió rechazar a los refugiados judíos. Se veían las fotografías de los barcos Saint-Louis y Struma, que, al no poder fondear en ningún puerto, tuvieron que regresar hacia la muerte.

Había una sala entera dedicada a la resistencia judía en los guetos, en los montes y los bosques, en la que se mostraban imágenes de guerrilleros que posaban, con sus carabinas y sus granadas.

La última parte de la exposición era la sala de los nombres. Allí estaba escrito que el olvido alarga el periodo del exilio y que el secreto de la liberación reside en el recuerdo. El visitante salía con estas palabras de la noche, cegado por la luz de Judea, para llegar tras dar unos pasos, a la tienda del Recuerdo, Ohel Yizkor, que dominaba las colinas de Jerusalén. Me puse una kipá en la cabeza para entrar en ese espacio sagrado y, estremecido por el frío aire de su interior, tardé un rato en habituarme a las tinieblas. En el suelo estaban inscritos los nombres de veintidós de los mayores campos de concentración, dispuestos en orden geográfico. En un pebetero de bronce ardía una llama eterna, al lado de un recipiente que contenía las cenizas de personas muertas en los campos. Todo lo que quedaba de las víctimas estaba allí: en ese lugar, símbolo del vacío y la ausencia.

Salimos. Fuera había numerosas esculturas dedicadas a los héroes: estatuas imponentes, frisos o grandes pilares. Lisa me explicó la diferencia que había entre los monumentos dedicados a los héroes y los de los mártires. Para ella, el recuerdo de los primeros debía ser afirmado por una fuerte presencia, con figuras verticales y altas, mientras que los segundos debían ser evocados mediante una ausencia.

En la sección consagrada a la memoria de los niños, con la que finalizaba la visita, cinco velas reflejadas por mil pequeños espejos iluminaban unos rostros juveniles. Sobre el fondo de una música sintética, átona, se recitaban sus nombres, con su edad y su lugar de nacimiento, en hebreo y en inglés. Las luces, como las estrellas en número infinito, recordaban la sentencia talmúdica según la cual las almas de los muertos no enterrados vagan por el universo sin hallar nunca reposo.

A Lisa no le gustaba ese bloque, que habían añadido hacía poco al complejo de Yad Vashem: para ella había todavía demasiada pasión en las imágenes evocadas y la música le parecía indecente.

La observé caminar a mi lado, con el semblante inexpresivo y los labios apretados. Me colé en aquella mentira como en una pequeña brecha que daba a un inmenso precipicio.

A nuestro alrededor se extendía, como una madre bienhechora, el bosque cuyos árboles fueron plantados en honor de los justos que habían salvado vidas humanas. Más allá estaba el desierto florido en torno al Jerusalén resucitado y, más allá aún, el mar en el que el navio que no pudo fondear retornó hacia ese mundo dividido que sólo aspiraba a dislocarlo, a esparcirlo en las olas igual como se dispersan las cenizas de los cadáveres incinerados.

Mina decía que Israel era la Redención después del exilio y el sufrimiento. El padre Francis pensaba que Jesús no sería el Cristo sin la traición de Judas; para nosotros los historiadores, existe efectivamente una relación causal entre la Shoah y la creación del Estado de Israel. Sólo el holocausto pudo producir un movimiento de tal magnitud.

¿Era, pues, posible que del mal surgiera el bien? Los judíos habían sobrevivido a los faraones de Egipto, a los sátrapas de Persia, a los reyes de Grecia, a los emperadores de Roma, al Sacro Imperio Romano germánico, a la Inquisición española y también a los zares de Rusia, pero no habían vuelto a ver Sión…

¿Fue necesario que existiera Hitler para abrir la ruta de Jerusalén?

En ese caso, sin embargo, ¿hay que ponerse a saltar de contento en Yad Vashem, porque su recompensa es grande, porque el Señor castiga a aquel al que ama?

Félix opinaba que el sionismo había comenzado mucho antes que la Shoah, que siempre había habido judíos en Tierra Santa, desde la deportación a Babilonia, y que era absurdo decir que fue necesario que los judíos fueran asesinados y sufrieran para tener derecho a un país.

No obstante, si pudiera existir el más mínimo consuelo después de la Shoah, entonces no habría duda: tenía que ser ése por fuerza.

Guardo de Israel el recuerdo del sol, tan fuerte, tan hermoso, fulgurante durante el día, suave en los crepúsculos, sereno al amanecer.

Guardo de Israel el recuerdo de los que fueron los más bellos instantes de mi vida.

Al día siguiente, cuando me encontraba con Lisa haciendo cola en el aeropuerto, alguien me dio una ligera palmada en el hombro. Me volví: era Ron Bronstein.

Me indicó con un gesto que me acercara a él.

–Lo ha conseguido, amigo -murmuró-. Con tantos tejemanejes, ya tiene al Mossad siguiendo todos sus movimientos. No sé para quién trabaja, pero no se fíe, empieza a jugar a un juego muy peligroso.

–¿Cómo que el Mossad me sigue los movimientos? – exclamé.

Bronstein me tapó la boca con la mano.

–¿Está loco o qué? ¿Quiere un megáfono, ya de paso?

Le di a entender por señas que había comprendido y entonces retiró la mano.

–¿Trabajó con Álvarez Ferrara? – me preguntó en voz muy baja.

–Sí, para la investigación sobre Schiller.

–Ferrara se encuentra en este preciso momento aquí, en Tel Aviv, al borde del mar, en una de nuestras más hermosas cárceles…

–¿En la cárcel? – repetí, estupefacto.

–No era precisamente la persona que usted creía.

–¿Qué quiere decir con eso? ¿No era amigo suyo? ¿Un viejo amigo suyo?

–Se llama Helmut Fritz y fue médico en el campo de Auschwitz. Hacía años que le seguía la pista.

Sentí que una araña de desgracia me recorría la espalda.

–Pero ¿no era un agente de la CIA? – pregunté.

–Formaba parte de las redes nazis utilizadas por la CIA. Llevábamos bastante tiempo intentando cazarlo…, desde el momento en que se escondió en Sudamérica con la pretensión de quitar de en medio a la población autóctona de Bolivia para que los blancos fueran amos del país… ¿Se forma una idea de la clase de persona que es? Como lo vieron con él y ahora conmigo, se hacen preguntas. ¿Me sigue?

–No.

–Bueno, le hablaré muy claro: yo de usted, dejaría de ocuparme de ese asunto de Schiller. Se expone a buscarse problemas.

–Pero ¿qué pasa con el asunto de Schiller, dígame?

Bronstein no me escuchaba. Observaba algo a lo lejos, detrás de mí.

–Oiga, amigo, ¿no le estará guardando el billete esa mujer morena de allá? No deja de observarlo…

Me volví.

–Es mi mujer…

–¿Su mujer? – dijo, enarcando una ceja-… Un momento, si la conozco: ¿no es Lisa, Lisa Perlman?

–¡Sí! – respondí, asombrado.

–Felicidades. Un consejo. Cuide bien de su esposa… y del bebé.

–¿Cómo? ¿Qué dice?

Miré de nuevo a Lisa y de repente comprendí. Ese día llevaba un vestido blanco bastante ajustado que permitía advertir una ligera protuberancia a la altura del vientre. Era tan fina que no parecía tratarse de un embarazo. Aquella redondez no me había llamado la atención, porque la veía todos los días, pero al observarla de lejos, con las manos apoyadas un momento en las caderas, de una manera que ponía de relieve sus formas, lo encontré evidente.