Había resuelto olvidarlo todo, la maldición de Mina, la investigación furibunda de Félix y las sospechas que pesaban sobre todos. La lucha empecinada cesaba; como si por fin tuviera acceso al mundo de las alturas, que es el lugar del reposo. Jamás había disfrutado de una sensación tal de lasitud del alma, que ya no corría, que se abandonaba por fin y que, después de haber buscado tanto, se encontraba.
El día era la luz, la noche el misterio. Lisa lo alumbraba con un esplendor sin igual; omnipotente, ella creaba la materia a partir del vacío. Entonces yo veía, con una turbadora mezcla de pavor y de admiración, a aquella sin la cual no se explicaba todo ese misterio y eso me inspiraba, me envolvía en un gozo sin contradicción, y mi corazón se calmaba. Nos mirábamos al fondo de los ojos: mi cara, reflejada en el espejo oscuro de su mirada, expresaba por primera vez felicidad.
No éramos sólo dos personas que se casaban; lo nuestro era el matrimonio entre el cuerpo y el espíritu, la materia y la forma, la reconciliación. En la habitación de la novia reinaba una atmósfera que me tenía cautivo. Cada vez que veía a Lisa y cada vez que contemplaba aquel país, tenía la impresión de que sus rasgos me eran familiares, que los había percibido ya, aunque sin saber dónde…, en algún sitio de la primera morada, no lejos de los orígenes.
Tendida a mi lado, cerca de una onda de agua pura, ella no despertaba a la vida: ella era la vida misma. Las formas estrechas de su torso y sus caderas eran como felices prolongaciones de mi cuerpo. Sus cabellos eran suaves hojas, sus ojos de ardiente azul, tachonados de pétalos blancos, eran más hermosos que todas las flores. Las cejas negras remataban los ojos de largas pestañas, los pómulos prominentes enmarcaban una nariz delgada; una boca de labios apretados, ajena a los mohines, dejaba entrever una hilera de minúsculos guijarros blancos; el mentón formaba una breve curva afrutada. Una piel cual velo traslúcido, absolutamente liso, drenada por finos hilos azules, envolvía aquel rostro con una frágil y luminosa protección que, más que el agua de la fuente, encarnaba la pureza. Ella llevaba en sí misma, por medio de lo que era más sensible, la idea más elevada que yo hubiera tenido jamás.
Era más fresca que la gota de rocío que perla la flor. Era más cálida que el vientre de la tierra. Su belleza me cegaba más que el sol en el cénit del día: era una fuerza más serena que el azul del cielo. Su aliento era una suave brisa, sus cabellos lisas laderas, sus ojos estrellas incandescentes al claro de luna.
¿A quién me recordaba? ¿Dónde la había visto? Lejos, más lejos aún que en la Pieta, porque ahora lo sabía: no era la Pieta lo que amaba en ella, la había reencontrado a ella en la Pieta. Entre luces y tinieblas, era el crepúsculo de mi espíritu: un claroscuro, una noche de promesas en la que centelleaban las estrellas y las constelaciones llegadas de las más altas cumbres, pues ella era la forma más bella del mundo. Con ella, la oscuridad era más clara que el día, la noche no era sombría, la noche era malva, la noche era ardiente; ella era espera ferviente del día que va a nacer.
¿Dónde me había cruzado con ella? ¿De dónde provenía esa reminiscencia? ¿Dónde había visto esos ojos que como soles lanzaban rayos taladradores? ¿Dónde había oído esa voz suave que me había hecho estremecer, esa boca de bermellón?
Sobre nosotros estaba el sol; pues los objetos carecían de luz propia, reflejaban la del gran astro. Bajo su esplendoroso fulgor subsistía la tierra y nosotros estábamos allí, tomando prestada su claridad, nutriéndonos de ella como de un seno maternal.
Era un lugar donde los arbustos de color esmeralda y violeta lindaban con los rastrojos tostados, de infinitos visos, púrpura y añil, oliváceo y plata dorado.
¿Dónde? ¿Cuándo la había visto?
–Cuando le dije que quería casarme contigo -me contó Lisa una mañana, en la terraza de un café de Tel-Aviv-, Béla me preguntó: «¿Te ves con él y con dos hijos dentro de diez años?» ¿Sabes qué le contesté?
–¿No?
–Sí. Le dije que sí. Cuando te vi en casa de mis padres la primera vez, era como si te reconociera. Tenía la impresión de haberte visto antes en algún sitio, hace mucho. Eras como un recuerdo lejano, un recuerdo de infancia.
–¿Me amaste desde el primer momento?
–Amar, no… Pero sentí algo, sí, como un miedo terrible, una sensación de vértigo. Y luego vi tus ojos, Rafael. Me embrujaste con tus ojos. Cuando me miran, me da un brinco el corazón. Me conmueven hasta el fondo del alma.
–¿Qué más?
–Tu sonrisa. O más bien tus sonrisas, porque tienes varias. Está tu sonrisa encantadora, zalamera, y tienes también una sonrisa feliz, calmada, y luego está tu risa interminable, con los hoyuelos marcados. Me encanta ver cómo aparecen y dibujan sombras maliciosas. Y después están tus manos -añadió, tomándomelas-. Son grandes y blancas, tan blancas que se destacan todas las venas. ¿Sabes una cosa? Me conozco de pe a pa todas esas venas: unas son pálidas, tímidas, y otras abultadas y recias. Son manos de hombre, sólido y viril, y a la vez son refinadas. Me encantan las pequeñas manchas que tienes en la piel: esas pecas, como un resto de la infancia que no quiere irse. Muchas veces, cuando te miro las manos, me dan ganas de esculpirlas. Un día lo haré.
–¿Por qué las rechazaste en Washington, cuando estaban tendidas hacia ti?
–Tenía miedo, Rafael. Tenía miedo de amarte.
La observaba sin cansarme. Me perdía en su límpida mirada azul. ¿Dónde la había visto? ¿En qué camino nos habíamos cruzado? ¿Qué senda habíamos emprendido juntos?
Al comienzo, en el principio del mundo, cuando Adán y Eva comieron el fruto y cometieron la falta irreparable, la serpiente, cabecilla de los impíos, instalada tranquilamente en su asiento de fuego y de humo, los acechaba para concluir su obra.
Capítulo 5
Félix me había hecho prometerle que iría a Tel-Aviv antes de partir, para tratar de mantener un encuentro con Ron Bronstein. Tras diversos intentos infructuosos, conseguí una entrevista con el filósofo israelí el día antes de nuestro regreso. Nos dimos cita cerca de la fuente de la plaza Dizengoff. Eran alrededor de las tres y media de la tarde. Me senté en un banco, cerca de varios hombres de edad avanzada. Poco a poco llegaron otros y pronto formaron un pequeño y animado corro.
Debían de reunirse sin duda todas las tardes a esa hora y habría dado algo por saber qué decían. Hablaban esa lengua que no me resultaba ni del todo desconocida ni del todo familiar. Reconocí algunas palabras en alemán y me pareció que evocaban la guerra. Era primavera, hacía ya bastante calor e iban todos en manga corta. Muchos de ellos tenían un número tatuado en el antebrazo: aquellos hombres, que se hallaban en el ocaso de la vida, estaban marcados sin remedio como bestias. Pronto morirían y entonces desaparecería la huella indeleble de la Shoah.
Tenían cara de viejos, de facciones acentuadas y arrugas profundas, testimonios del paso del tiempo, pero el brillo de su mirada era un signo de eternidad. Pensé en las palabras de Mina. ¿Cabía la posibilidad de que tuviera razón? ¿Había transformado ese pueblo el desastre más atroz que haya soportado nunca en el más clamoroso de los triunfos? Ella decía que ningún destino encarnaba de forma más desgarradora aquel duro combate que el del pueblo judío que retornaba a su tierra. Desde el fondo del sufrimiento, se ponía en pie para ir al encuentro de la culminación y la salvación. Treinta y ocho siglos de historia.
De repente todos callaron, varios viejos exhalaron un suspiro y uno de ellos se fue. Poco a poco, los demás se marcharon también.
Entonces me vino a la memoria la cuestión que se plantea todo historiador de la Shoah, el misterio que nada ha podido esclarecer: en 1945, cuando los alemanes tuvieron que elegir entre la intensificación de la guerra y la continuación del genocidio, consideraron prioritario el segundo objetivo, poniendo en peligro la victoria. ¿Qué explicación permite comprender que se optara por la destrucción de los judíos de Europa como meta válida, aun a riesgo de perder la guerra y precipitar el fin del Estado alemán? ¿Qué fuerza del mal era tan potente como para empujar a un pueblo a adoptar el proyecto de destruir a otro pueblo a riesgo de provocar la derrota y devastación de su propio país?
Responder a esa pregunta equivalía a llegar al centro de la experiencia de la Shoah y allí, precisamente, se hallaba el secreto del asesinato de Schiller.
En ese momento vi llegar a Ron Bronstein al volante de un coche deportivo rojo, del que arrancó un chirrido de neumáticos al frenar. Luego vino hacia mí con paso rápido.
–Lo siento -dijo-. Me he quedado aprisionado en mi barrio por una alarma de bomba.
–¿Era grave?
–No, en absoluto. Aquí pasa con mucha frecuencia. Tranquilícese, no vamos a saltar por los aires -añadió, reparando en mi mirada de inquietud.
Me llevó a un café de la calle Shenkin. El ambiente cargado de humo, el estilo art déco y la luz anaranjada no tenían nada que envidiar a los bares del Soho. Las jóvenes, con peinados a lo chico, altas y hermosas, tenían una vitalidad, una rudeza, que no se daban en las francesas o en las americanas. Un soldado rubio, de ojos de un verde límpido, reía con sus amigos. Llevaba el uniforme beige del ejército del aire, el más prestigioso, según dicen.
Eran todos judíos, pensé. Las mujeres maniquíes, los hombres musculosos y bronceados, aquellos soldados míticos como los que aparecen en las películas americanas. Todos judíos, como los viejos supervivientes de la Shoah que había visto cerca de la fuente…, pero diametralmente distintos. Entonces comprendí que ese pueblo se había forjado, en la estela de Ben Gurion, por oposición al modelo que había querido imponerle la Alemania nazi. De no ser porque me encontraba en Israel, me habría costado mucho «identificar a un judío». Les habían dicho que eran canijos y enclenques, feos y pusilánimes: serían fuertes como rocas, bellos como dioses griegos. Les habían dicho que eran incapaces de realizar el auténtico trabajo, el trabajo de la tierra: serían una nación de campesinos y nadie destacaría como ellos en el cultivo de la tierra, en la agricultura y la horticultura en clima desértico. Les habían dicho que eran los judíos errantes, los perseguidos, los corderos conducidos al matadero: tendrían un territorio propio y sabrían defenderlo. Ahí estaban los nuevos judíos, pensé, los judíos que nadie había visto nunca: los soldados, los agricultores, los ciudadanos de su país.
Entonces comprendí lo extraordinario de ese pueblo. Jamás había existido en la historia del mundo un Estado que, después de haber sido completamente aniquilado, hubiera resucitado dos mil años después; jamás había existido otro pueblo que, dispersado por los cuatro confines de la tierra, se hubiera reunido para volver a formar una nación en su territorio ancestral. Israel creía en aquella misión desde hacía miles de años y un destino excepcional confirmaba su creencia. Ellos habían creído en él y lo habían deseado con todo su corazón, con todas sus fuerzas y toda su capacidad, y con ello se había invertido el curso del tiempo, de la probabilidad histórica y de los determinismos. El viejo pueblo resurgía, como si dispusiera de garantía, hacia todos y contra todos, a veces incluso contra sí mismo, de una palabra que debía transmitirse, de una idea audaz pero simple, «no hagas al prójimo lo que no querrías que te hicieran a ti», una idea capaz de eliminar las fronteras a pesar de todo, a pesar de esa pérdida humana y moral, pero sobre todo metafísica, de ese drama cósmico que fue la Segunda Guerra Mundial.
–¿En qué puedo serle útil esta vez? – preguntó Bronstein en su francés medio germánico, medio oriental.
–Esta vez se trata del proceso a Crétel… He sabido que usted fue el primero que presentó una querella contra Maurice Crétel. Si no es indiscreción, ¿podría decirme por qué?
–Y yo -replicó, tras unos segundos de desconcierto-, ¿puedo preguntarle por qué me hace todas esas preguntas, señor Simmer? Se llama Rafael Simmer, ¿verdad?
–Sí, así es.
–Simmer -dijo con aire pensativo-. Conozco a algunos Simmer que son judíos. Y además Rafael es el nombre de un ángel. En hebreo significa «Dios cura». ¿No será usted judío, por casualidad?