El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

»Nadie como el judío desea tanto la unión. El hebreo designa con una misma palabra el conocimiento y el amor: de este modo asocia la luz del conocimiento y la proximidad fundamental de la relación entre el hombre y la mujer. El pecado y la falta residen en la separación y la distancia, y la verdadera realización del amor en la unión es posible sólo a partir de una ascesis, de una realidad transfigurada. Pero ¿cómo puede fundarse esta entidad que es la pareja con dos personas que no tienen la misma religión, que no se sitúan juntas bajo el estandarte de una espiritualidad común, que no comparten la misma visión del mundo? Si Lisa se casa con usted, cada uno de los dos se perderá en el otro, sin acabar de ser uno mismo. ¿Qué será ella, casada con un gentil? ¿Qué será para nosotros? ¿Una judía infiel, una judía que reniega de sí misma?

–Ese no es mi problema, mamá -la atajó Lisa con un tono cortante que no le conocía-. Es el tuyo, ya te lo he dicho.

Tenía un cigarrillo entre los dedos y lo encendió con nerviosismo. Yo la miré con una mezcla de embarazo y de aprensión, sin saber qué decir.

–¿Crees que olvidarás aquello a lo que perteneces? – volvió a la carga Mina-. ¿Es eso, pues, lo que pretendes? ¿No sabes que tendrás que mantenerte igualmente alerta para no sentirte judía que para serlo? Pobre hija mía -añadió, con una mirada terrible-, lo único que conseguirás es ser aún más sensible a esa cuestión.

»Gastarás toda tu energía en no ver y no sentir lo que eres, en esforzarte por parecerte a quienes son tan dispares, te agotarás imitando sus gestos, sus costumbres, copiando su manera de hablar, su forma de vivir y de pensar, pero a cada segundo sabrás que te traicionas y que en lo más hondo de ti subsiste la judía.

–¿Y él? – contestó Lisa-. ¿Y Rafael? ¿Por qué no me dice él que va a renegar de sí mismo casándose conmigo?

Mina me lanzó una mirada carente de odio.

–No es igual para los goyim. El judío que lo abandona todo, incluso si comete traición, continúa siendo judío. Y tú, Lisa, aunque huyas, tendrás siempre la mirada fija en tu Mesías, no olvidarás nunca el retorno a Sión y jamás dormirás el sueño del justo, porque tu Mesías no ha llegado. Y temblarás por Israel y sufrirás por los niños israelíes que son asesinados en la calle y sabrás, en los momentos en que tu corazón se indigne, sabrás que perteneces a tu pueblo igual que tu pueblo te pertenece a ti.

Mina se había levantado. Bajo su tez pálida latían con violencia las venas de sus sienes y, con labios temblorosos y los ojos entornados, miraba intensamente a su hija.

–Crees que te escapas, pero tu alimento y tu sueño se verán envenenados bajo la mirada de los antisemitas. Querrás dejar de ser quien eres, pero sólo conseguirás afirmarte más en tu identidad. Tratarás de olvidar, pero sólo conseguirás erguirte y mantenerte aún más firme. Eres judía y seguirás siendo judía. Llevas marcado en la frente el nombre de Israel entre todas las naciones, entre todos los pueblos de la tierra. En tu condición de burguesa, esposa y madre, sabrás siempre que en tu interior está la judía, la rebelde. Te he contado muchas veces la historia de mi tío, el tío Morali. Esa es, Lisa, tu situación. Aun como obediente ciudadana, esposa de un goy, serás judía y, aunque lo olvides, los otros se encargarán de recordártelo y, aunque te dé miedo serlo, si te inclinas ante las leyes inicuas a causa de tu complejo de culpabilidad, te harán sentir en todo momento que no acabas de ser como ellos, que no eres totalmente digna de serlo, y si la vergüenza te impulsa a cambiar de nombre y si empleas ridículas artimañas para pasar inadvertida, como marrana, quizá, traidora o vendida, esta fidelidad no te abandonará ni aun a pesar de tu cobardía. Judía falsa que intenta en vano negarse, pero judía de todos modos a ojos de los demás, judía confirmada por la conciencia o la condescendencia antisemita, revelación de tu destino, revelación enlutada por estar desprovista de fuerza y de alegría, epifanía y no asunción, porque tú no asumes. Judía vergonzante, renegada pero judía al cabo, judía en rebeldía presa de vértigo, lo serás aún más y ésa será tu servidumbre, porque sin cesar te encontrarás frente a los otros, acorralada por tu necesidad de conformismo, obligada a justificarte, forzada a ser diferente precisamente por tu conformidad. Y el antisemita estará allí, Lisa, acechándote a la vuelta de la esquina de tu calle burguesa, y te preguntará educadamente si eres «israelita» o bien «israelí», utilizando bellos eufemismos, porque no puede decir «judío», porque le quema en la boca, y el demócrata también lo dirá, porque le molestas con tu diferencia oculta, y el republicano lo pensará también, porque para él no eres del todo francesa, porque no entiende cómo se puede ser a la vez judía y francesa. Y si reclamas justicia para Israel, te hablarán de una doble fidelidad patriótica. Y tú, Lisa, te encontrarás ahí, entre tu adversario al que amas y tu defensor al que desprecias, y nunca podrás definirte más que de forma negativa. Tu destino singular no podrá hallar apoyo ni consuelo en la relación con ese Dios al que niegas, con ese pueblo del que te avergüenzas, y tu judaidad será tu problema, tu yugo, tu sufrimiento, tu fisura particular, pues tu mentira te envilecerá a tus propios ojos igual que ante los demás, que te verán siempre judía, y por más que te llames Lisa Simmer, para ellos serás siempre Lisa Perlman.

Lisa había hundido la cabeza entre las manos y su madre proseguía, inconmovible, y sus ojos lanzaban chispas y su boca se torcía en una mueca de rabia, y apuntaba con un dedo acusador, un dedo tembloroso, terrible, a la «renegada»:

–Judía eres y judía serás, en el terror y la vergüenza, negando desesperadamente el carácter judío que llevas en ti. Precisamente en eso eres judía, en el terror o la vergüenza. Quieres irte, Lisa, quieres abandonar a tu pueblo, pero la señal judía no se irá, continuará marcada siempre en tu carne como una circuncisión. Llevas la marca de la Alianza sobre ti, Lisa. Y si te rebelas, no habrá lugar para la tranquilidad en tu vida: porque no se puede rechazar en uno mismo la esencia de la humanidad, el mal que implica y el combate que impone contra el mal.

»Es la tentación de la muerte, Lisa, eso es lo que te impulsa a embarcarte en este matrimonio, es el odio hacia ti misma lo que te arroja a sus brazos. Aunque sea a nosotros a quienes pretendes hacer daño, tú serás la primera víctima. Pero es sin duda culpa mía si no he conseguido inculcarte el orgullo y el gozo de ser judía en lugar de la vergüenza.

Al oír esto, Lisa levantó la cabeza.

–¿Y quién te habla de vergüenza, eh? – gritó-. ¿Y tú, conoces tú ese gozo? ¿Acaso has sido feliz? ¿Fuisteis felices cuando os persiguieron? ¿Habéis conocido el gozo de ser judíos? ¡Vuestra recompensa fue grande, claro, cuando os metieron en los campos!

Mina abrió los ojos de par en par, con las manos agitadas por temblores, y Samy lanzó una mirada inexpresiva a su hija.

–Ah, sí, lo olvidaba: la recompensa será grande en el cielo. Pero ¿quién os creéis que sois, para consideraros salvados? Ya lo dijo el profeta: vosotros sois la sal de la tierra. No podéis disolveros en las naciones, porque sois la sal de la tierra. ¿Y la Shoah? No vais a desanimaros por tan poca cosa. Vosotros sois la luz del mundo, que ilumina a los hombres a fin de que glorifiquen el Nombre divino, instalado bien alto en los cielos, según decís, tan alto que nadie lo ha visto…, a no ser para prender fuego a su pueblo elegido. Pero no todo el mundo pertenece a ese pueblo elegido. Hay judíos y judíos; y no lo son todos los que descienden de Israel.

–Hay judíos practicantes y judíos no practicantes -respondió Mina-, hay judíos desgarrados y judíos ignorantes, pero todos llevan la señal judía y cargan siempre con la conciencia de su misión, porque ésta viene desde el fondo del tiempo. El judío es así: su mirada capta, como el relámpago, la palabra «judío» entre frase y frase, en las conversaciones o en los libros; su corazón sangra cuando hay un atentado en Jerusalén y, donde haya sufrimiento humano, el corazón del judío late afectado, lo quiera o no… ¡Dime, Lisa, que tu corazón no palpita por los judíos! ¡Dime que no lees las páginas de los periódicos que hablan de Israel con una atención particular! ¡Dime que no deseas la victoria de los israelíes cuando están en guerra!

–Es tu pueblo -gritó Lisa-, no el mío. Yo soy diferente. Yo no siento nada de lo que tú sientes. Yo soy como los otros, como él -añadió, señalándome-. No soy distinta de él. El judío se define ante Dios y no ante los demás. Es lo que tú has dicho siempre.

–Pero debe proseguir su camino frente a los hombres y entre ellos. Como Jesús, Israel aporta a las naciones la rebelión contra los falsos valores y el amor auténtico al prójimo.

–Y a cambio recibe el oprobio y el martirio.

–Pero Israel seguirá transmitiendo ese mensaje, cueste lo que cueste.

–Ya sé… y el judío será siempre esa zarza en la que Moisés percibió una llama que ardía, sin que se consumiera la zarza. ¿Quieres saber por qué era una zarza?

–Porque la zarza es el seto de los campos e Israel es el seto del mundo.

–No. Porque la zarza es la planta dolorosa.

–Y si la llama arde en la zarza sin consumirla, es porque Dios no quiere que el dolor consuma a Israel como te consume a ti, Lisa.

–Ese dolor es lo único que nos queda. Eso es lo que transmitiré a mis hijos.

–Tus hijos serán quizá judíos, pero tus nietos ya no.

»No estás sola, Lisa: llevas cuatro mil años de historia a cuestas. Son treinta y ocho siglos los que asesinas en una generación, cuando Occidente no lo ha conseguido en dos mil años.

Al oír esto, Lisa se levantó, me tendió la mano y espetó, desde el umbral de la puerta:

–Treinta y ocho siglos los que asesino, como Hitler, ¿no es eso? ¿Yo remato su obra? ¿Fue eso lo que le dijiste a Schiller? ¿Eh, fue eso lo que le dijiste?

Esa misma noche me encontré con Félix en el Lutétia y le conté la escena de la tarde.

–No entiendo ese mundo compuesto sólo de judíos, cristianos y antisemitas -dijo-. ¿Mina no puede comprender que hay personas, como tú y yo, que no encajan en esas categorías?

–¿Estás seguro de no pertenecer a ninguna de ellas?

–Yo soy ateo -afirmó Félix-. No sólo respeto las religiones sino que, además, me intereso por ellas, aunque mantengo un punto de vista externo.

–¿Superior?

–No, diferente. Yo creo sólo en los valores universales, racionales, los de la sociedad laica, garante de la libertad y la igualdad.

–Todos los valores de la sociedad laica, como tú dices, no son más que los valores bíblicos secularizados.

Félix desistió de continuar con ese tema. Una novedad importante lo tenía preocupado: había conseguido acceder a los archivos del proceso Crétel.

–Oficialmente, Jean-Yves Lerais fue citado como testigo, en condición de historiador. En realidad, yo opino que había una connivencia entre Lerais y Perraud. Creo que el verdadero motivo de su presencia en el juicio era controlar para Perraud lo que en él se decía.

–¿Era un testigo de la parte civil, supongo?

–Sí. Lerais, por otra parte, instruyó a la perfección al tribunal: explicó que el régimen de Vichy no era un gobierno pasivo que esperara órdenes de los alemanes, que la «revolución nacional» era un programa ambicioso que preveía «la homogeneización» del país, es decir, la exclusión de los judíos, de los comunistas, de los masones, para preparar la nueva Europa. Insistió en este punto: Vichy no practicó nunca un doble juego ni se opuso en nada al ocupante… La Resistencia había que buscarla en el maquis, concluyó.

»Entonces el abogado de Crétel intentó minimizar el alcance de su intervención señalando que no se puede llamar a declarar a un historiador. «Un testigo -dijo- es alguien que ha presenciado directamente los hechos, mientras que el historiador habla sólo de oídas. Usted tiene una opinión sobre el periodo, pero algunos de sus colegas tienen otras distintas de la suya. Los que vengan después de usted se complacerán en refutarlo. Usted no pasa de ser un momento en la historia de Vichy. ¿Y es usted por ello un testigo más creíble? Yo no lo creo así. La función de la justicia es distinta de la de la historia. Ustedes, señores -añadió, dirigiéndose a los miembros del jurado-, deben dar un veredicto. Sin embargo, en su caso, a diferencia de lo que ocurre con los historiadores, no bastará con un libro para cambiar las cosas, pues aquí está en juego la vida de un hombre y un error judicial no es comparable a un error histórico.»