El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Sí, igual que ellos. ¿Habría entregado judíos a la policía, escribiendo su dirección con mi impecable ortografía, con todas las letras del alfabeto y con la tinta china cuidadosamente preparada a tal efecto? ¿Habría escrito con aplicación o deprisa? ¿Habría dado su nombre, sus señas, habría indicado el sitio donde se escondían? ¿Habría llevado personalmente la carta de denuncia o la habría enviado por correo? ¿La habría enviado con odio, con regocijo, o con la serenidad de quien acaba de cumplir con un acto cívico? ¿Habría regresado a mi casa aliviado o con cierto desasosiego? ¿Habría tenido remordimientos? ¿Habría dormido bien por las noches o me habría despertado empapado de sudor? ¿Me habría sentido contento por haberme librado de esa gente? ¿Habría denunciado a judíos porque eran mis competidores? ¿Habría provocado el desahucio de judíos para quedarme con su tienda y su piso? ¿Habría echado a unos judíos para instalarme en su espacioso piso de Estrasburgo, de la Avenue des Vosgues? ¿Habría vendido a judíos porque ganaban más dinero que yo? ¿Habría deseado la desaparición de mi prójimo? ¿Por envidia o por afán de lucro? ¿Por rabia, por antojo, por necesidad? ¿Por placer, por sadismo, por vicio o por perversidad? ¿Habría entregado a judíos? ¿Habría entregado a judíos porque eran judíos? ¿Habría entregado a judíos sin hacerme preguntas, sin pensar, o con conocimiento de lo que les iba a pasar? ¿Habría despachado a judíos en los trenes? ¿Habría mandado a judíos a los campos de exterminio? ¿Habría empujado a judíos a la cámara de gas? ¿Los habría denunciado, sí, los habría denunciado? ¿Los habría denunciado, igual que mis padres? ¡Oh, Dios mío!

En mi cabeza sonaban alaridos, voces estridentes que amenazaban con hacerla estallar. Preguntas, murmullos de dolor, de angustia. Cada vez que pensaba en aquello se repetían los mismos clamores, los mismos gritos, gritos terribles, gritos de muerte. Oía imprecaciones que maldecían aquel linaje, a su ascendencia nefasta y a toda su descendencia. Unos golpes ensordecedores percutían en mi cráneo con un horrendo martilleo.

Esa noche, la pregunta era sin embargo distinta: ¿cómo habría reaccionado si hubieran querido quitarme a Lisa? Sólo de pensarlo, me ponía a temblar de pies a cabeza, de miedo y de rabia.

Sí, habría empuñado las armas. Sí, habría matado, por supuesto.

–¿Sabes qué deberíamos hacer?

Tuve un sobresalto. La voz de Félix había resonado entre los muros de la angosta calle como una onda cavernosa.

–No.

–Deberíamos volver al palacio Farnesio.

–¿Cuándo? ¿Para qué?

–Ahora mismo. Es muy posible que encontremos algo.

No faltaba mucho para las doce. Tras seguir paralelos al Tíber, tomamos una bifurcación para encaminarnos a la École de Rome. Ensimismado en mis pensamientos, seguía a Félix de forma maquinal, pese a que conocía Roma mejor que él. Se extravió y fuimos a parar a un viejo cementerio.

Mientras lo atravesábamos, arreció de repente el viento. Nuestros pasos, cada vez más rápidos, despertaban al silencio, violaban el sopor de la tierra, estremecían el alma de los muertos.

Pasamos ante una larga lápida salpicada de musgo. La cruz plantada frente a ella estaba tan inclinada que parecía a punto de caer. Algo atrajo mi mirada hacia los contornos de la sepultura. Entonces advertí que alguien había desplazado la losa: la tumba no estaba totalmente cerrada.

Me paré en seco.

–¿Qué pasa? – preguntó Félix-. ¿Es que has visto un aparecido o algo por el estilo?

Le señalé la losa. Él se inclinó y le pasó la mano por encima.

–Parece que han intentado abrirla. ¿Quién ha profanado esta tumba? ¿Por qué?

¿Quién había osado provocar a las almas de los muertos? ¿Quién había despertado al ave de estridente grito? ¿Quién había turbado el pálido sueño?

Abandonamos el cementerio y nos dirigimos al palacio Farnesio.

Bajo la luna, el viejo edificio renacentista aparecía aún más impresionante en su elegancia y equilibrio. Como había residido en él, yo conocía la manera de acceder a su interior sin pasar por la puerta de entrada. Después de escalar un muro nos encontramos en el patio. Desde allí enfilamos en silencio la monumental escalera y luego pasamos por delante de la gran sala del Amor Divino y el Amor Profano. Desde las paredes de los pasillos, emperadores con cara de verdugo fijaban su mirada vacía en nosotros.

Llegamos por fin a la biblioteca. Era allí, sin duda, donde Jean-Yves Lerais había llevado a cabo sus investigaciones, entre los manuscritos y los libros antiguos. Félix sacó una llave pequeña del bolsillo, un pase universal que conservaba de un reportaje «exótico». Entramos en las inmensas salas abovedadas pobladas de largas estanterías. Al fondo, una galería cerrada con una verja comunicaba con los apartamentos privados del director.

La puerta de hierro daba a una habitación aún más oscura, semejante a una prisión. Avanzábamos despacio, pero la precaución era inútil, pues no parecía haber absolutamente nadie en aquel lugar.

Félix caminaba delante de mí. Cada crepitación nos sobresaltaba. Era el ruido de los libros trabajando, devorados también por el tiempo. Hablaban entre ellos, cuchicheaban, mantenían conversaciones secretas. Algunos, muy viejos, consumidos, dispuestos ya a deshacerse, a convertirse en polvo, daban las últimas recomendaciones a los más jóvenes, a aquellos cuyas páginas vigorosas eran aún un territorio virgen que no había profanado mirada ni mano alguna. Otros, delgados y frágiles, a duras penas se sostenían. No disponían de muchos medios y sabían ya que, a causa de su pobreza, vivirían menos que los otros, los ricos de hermoso aparato: a copia de trabajo, su piel se ajaría antes y sus páginas se volverían amarillas más deprisa.

«¿Qué buscan estos visitantes inoportunos?», se preguntaban unos. «Procuremos asustarlos para que se vayan y nos dejen conservar nuestros secretos», contestaban los otros. Pues los libros se murmuran entre sí cosas terribles. Son ellos los custodios últimos de los crímenes. No les gusta que los molesten por la noches, cuando los hombres se ausentan de las bibliotecas y pueden por fin entregarse a su actividad preferida: fomentar el complot siniestro, el mismo que urden desde hace siglos. Prepararon, la chita callando, la unión de todos los libros. Cada uno aporta su pequeño grano de arena. Los religiosos prodigan fuerza a los espíritus, los científicos aportan los medios técnicos, los filosóficos desencantan, los políticos agrupan y galvanizan, y hay también numerosos libros -la porción más abundante- que sirven para hablar de los otros libros, para propagar la idea y acabar de convencer a las conciencias. Porque ese grandioso proyecto en el que pacientemente trabajan, la gran utopía de los libros, es el fin del mundo, ni más ni menos.

No, no son fabulaciones. Los libros gritan su desesperación, su pavor. Sobre ellos caen salpicaduras de la sangre y la carne de los hijos descarriados, de quienes han escrito libros y de quienes los han leído antes de ser quemados.

Al final de un pasillo, más oscuro aún que las tinieblas místicas, había una mitad de hombre.

Capítulo 4

Un olor acre presagió el descubrimiento, un miasma cada vez más insoportable a medida que avanzábamos. De golpe, me detuve; todos mis sentidos estaban alerta. Me parecía que tenía al acecho hasta las más minúsculas fibras de la piel, de la nariz, de las papilas.

Entonces nos acercamos. Estaba oscuro y era difícil distinguir algo. Eran unas formas rosadas, un poco vagas. Era como una aglomeración de cosas dispersas. Era una masa viscosa y blanda, inerte y flácida como la vida asesinada. En aquellas formas había, no obstante, algo común, algo que hacía que casaran entre sí, como si tuvieran una sujeción íntima. Era una pequeña pila de la que se desprendía una sustancia rojiza, casi negra en ciertas partes.

Bañado en un charco viscoso, había un tronco cubierto de sangre negra, una cara con la mirada extraviada por el horror, una nariz y un asomo de boca bloqueada por una lengua colgante. Las tripas se desparramaban más allá del cuerpo destrozado: visceras e intestinos cortados, huesos seccionados, tendones y carne desgarrados. Aquella anatomía desollada se veía toda a la vez: las entrañas recubiertas de moho verde y gris, las vértebras segmentadas, la abultada bolsa del estómago reventada, los intestinos desmadejados. Era una exudación conjunta de carnes deshauciadas, filamentos que se deshilachaban, membranas descompuestas, devoradas por la podredumbre. Como si fuera una res en una carnicería, en ella se veía todo.

No, no era la muerte lo que aparecía allí; la misma muerte era poca cosa en comparación con lo que teníamos delante. Un hombre, un individuo, se había abalanzado sobre la víctima para desmocharle la cara. No era un estado natural, sino el orden de la civilización cuyos criterios estéticos y éticos se basan en la igualdad, la redistribución y la simetría. Había habido una víctima y un verdugo, un esclavo y un amo, que había decidido que podía, o debía, matarse a un hombre de acuerdo con un determinado ceremonial, una regla capital, permanente, una norma.

No era solo un asesinato; era una degradación de la vida. No había habido furia incontrolada, sino un gesto controlado, meditado, ordenado, organizado. Había habido una decisión y una aplicación inexorable de lo decretado. Había habido, en el principio, una conciencia.

¿Había habido también aquella mirada dirigida a Dios, que restituye a la tierra su esplendor, y el postrer pensamiento: «Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz»?

Delante de mí, Félix vaciló. Yo avancé un paso para sostenerlo. Resbalé sobre una sustancia blanda y caí pesadamente sobre la mitad del cuerpo de Schiller. Entonces noté un sabor en la boca: era algo que brotaba, manaba y se desparramaba fuera de mí, sin que yo pudiera contenerlo.

Bajo la mirada de las estrellas y de todas las constelaciones, resplandeciente de ardor vengativo, abrasado por la ardiente cólera con olor a ceniza, me llevé la mano a la boca: era sangre. Sangraba por la nariz y estaba cubierto de humores igual que un recién nacido. A lo lejos se oía un gemido, un clamor, un corderillo tal vez. O quizá simplemente el grito de un niño que llora. O quizá fuera yo, quizá fuera yo el que gritaba, el que daba alaridos en la fosa.

Salimos precipitadamente de la biblioteca y yo me fui corriendo al lavabo. Tenía unos infames cuajarones negros pegados a los ojos, a la boca, a la nariz. Mi sangre se había mezclado con la sangre putrefacta de Schiller, formando una mezcla, una especie de líquido negruzco en el que se maceraban algunos colgajos. Al contemplar mi imagen en el espejo, me costó reconocer un rostro.

Después de lavarme me reuní con Félix y, medio despavoridos, nos precipitamos hacia el hotel. Llamamos a la puerta de Álvarez Ferrara para informarle de nuestro descubrimiento. No hubo respuesta. Llamamos más fuerte, pero al parecer no estaba. Eran más de las tres. ¿Adónde habría ido? ¿Qué había hecho después de separarse de nosotros?

Cuando volvíamos a bajar nos cruzamos con él, que acababa de llegar.

–Hay que regresar allí antes de que alguien avise a la policía -dictaminó en cuanto le hubimos puesto al corriente de lo que habíamos visto-. Quiero examinar con calma el cadáver. Acompáñenme.

Sin perder más tiempo, llamamos a un taxi y efectuamos en silencio el recorrido inverso. En el palacio Farnesio, nos siguió sin hacer preguntas hasta el sitio donde habíamos encontrado el cadáver.

Con un pañuelo pegado a la nariz, Álvarez Ferrara se puso a examinar el torso sin repulsión alguna, como si de un vulgar pedazo de carne se tratara. Acumulaba los indicios, iba tomando notas, hundía su bolígrafo en las heridas ulcerosas, removía visceras y entrañas, se acercaba para observar con más detalle las distintas partes, que ponía en contacto con su nariz o con su boca. Félix salió. Yo me quedé. Estupefacto, no podía dejar de observarlo.

–Es muy raro -comentó al cabo de unos minutos-. No parece que hayan pasado más de tres días desde que mataron a este hombre.

–¿Qué? ¿Cómo dice?

–Puedo certificarle que, dado el grado de putrefacción, a este hombre lo mataron hace tres días como máximo -repitió.