Los dos teníamos un elevado concepto de nosotros mismos. Llevábamos muy alto el estandarte de la juventud, el idealismo y la libertad. El mundo era nuestro, caminábamos por las calles como si nos pertenecieran, nos dirigíamos a las mujeres como si fueran un regalo que se nos debía, nos servíamos de los hombres según nos parecía. Estábamos unidos por una camaradería de combatientes, aun cuando no hubiera todavía ningún combate que librar… hasta que se produjo el asesinato que iba a marcar un viraje decisivo a nuestras vidas.
Félix trabajaba para un periódico de gran tirada. Después de ocuparse de la sección literaria, se había especializado en el periodismo de investigación: crímenes y asuntos turbios. Yo era historiador, especialista en la Segunda Guerra Mundial, en el genocidio de los judíos durante la Alemania nazi.
Algunos hablan de «holocausto», pero le he explicado muchas veces a Félix que no se trataba de un sacrificio ofrecido a Dios y que no había ningún sentido religioso en el asesinato de judíos perpetrado por los nazis.
Se trata de una destrucción, una desolación, una abominación, Shoah.
Capítulo 2
Ocurrió pues el 27 de enero de 1995, seis meses después de conocer a Félix Werner. Se había cometido un asesinato en la persona de Carl Rudolf Schiller, político alemán, reputado teólogo y personaje público conocido en el mundo entero. Descubrieron la mitad inferior de su cuerpo en su apartamento de Berlín. Lo habían cortado en dos, en horizontal. Se ignoraba el paradero de la mitad superior del cadáver.
Los medios universitarios quedaron conmocionados y la noticia se propagó de inmediato, antes incluso de que apareciera en la prensa. Por lo atroz e incongruente, habríase dicho que era un chismorreo, una especie de rumor como los que circulaban en la Edad Media. Yo mismo manifesté mi incredulidad al respecto antes de que Félix me confirmara el hecho.
–¿Lo conoces personalmente? ¿Has tenido oportunidad de verlo? – me preguntó una noche por teléfono.
Su periódico le había encargado investigar ese asesinato y se disponía a tomar el primer avión para Berlín.
–Llegué a hablar con él en conferencias y coloquios sobre la Shoah. Además, lo he visto algunas veces en casa de unos conocidos, los Perlman. Era una persona fascinante. Un hombre bajo y delgado, de cara demacrada, rasgos bastante finos y arrugas profundas en la frente y alrededor de los ojos. Pero en cuanto se ponía a hablar, encandilaba a su auditorio. De repente parecía poseído y emanaba una especie de fuerza, de violencia, que lo convertía en alguien casi guapo. Era un valor en alza en Alemania, un verdadero tribuno al que auguraban un brillante futuro…
Oí que encendía un cigarrillo.
–Es extraño -dijo al tiempo que exhalaba el humo-. Esta monstruosidad tiene algo tan estrictamente ordenado que me inquieta.
–Sin duda es obra de un demente…
–O bien la ejecución de una sentencia… Lo encuentro todo bastante turbador.
Es verdad que Félix tenía lo que yo llamaba «cierta tendencia a embalarse». Un artículo de periódico lo hacía saltar de rabia, un mendigo en la calle lo trastornaba, una injusticia cometida en el otro extremo del mundo lo afectaba como una ofensa personal, todo le interesaba, todo le emocionaba, todo le parecía importante. Las cosas hallaban en él una resonancia infinita. De tarde en tarde se oía su eco en lo más profundo de su alma. Las vivía en carne propia, en su cuerpo, con todo su ser. Aquello al principio me sorprendía: lo trataba de exaltado, de exacerbado, y me vanagloriaba de ser más ponderado, más reflexivo, menos impulsivo. No comprendía que alguien pudiera sentirse tan involucrado con lo que sucedía a su alrededor.
Yo era diferente. A veces tenía la impresión de que todo me traía sin cuidado. Fueran cuales fuesen los acontecimientos, no conseguía participar en ellos por completo: era un barco que navega plácidamente en un mar encrespado, un árbol salvado de la tempestad, una gaviota sobre un osario hediondo.
Dos días más tarde volvió de Alemania con las manos vacías, sin haber tenido acceso al lugar del crimen ni haber obtenido información importante. El apartamento de Schiller estaba precintado, sometido a constante vigilancia. Habían abierto una instrucción e interrogado a los colegas de la víctima. El muerto no tenía mujer ni hijos. Al parecer, pasaba la vida entre la universidad donde enseñaba teología y su partido político, que desde el anuncio del asesinato estaba sumido en un terrible desconcierto. La noticia, aparecida en primera plana en todos los periódicos, había consternado al país: Carl Rudolf Schiller atraía a las multitudes. Autor de numerosos libros, aquel hombre era percibido como una especie de profeta de voz autorizada que tomaba a menudo la palabra en los medios de comunicación.
En Francia, la noticia había causado sensación. Un periódico de gran tirada había logrado incluso, no se sabe cómo, hacerse con las fotos del cuerpo mutilado. Todo lo que tenía que ver con Schiller adquiría valor. Los informativos invitaban a criminólogos que aportaban su particular explicación de los hechos. Cada uno trazaba el retrato, el perfil psicológico del asesino: para algunos se trataba de un hombre inteligente, cultivado, que vivía solo, retirado en el campo; para otros era un demente, un enfermo mental de tendencias antisociales, un sádico anal que acumulaba basura en un sórdido apartamento. O era un histérico que había ejecutado el asesinato de manera compulsiva.
A su regreso, Félix vino a reunirse conmigo en un sitio que se había convertido en nuestra guarida, nuestro local fetiche: el bar del hotel Lutétia. Lo había citado allí en nuestros primeros encuentros para «conmemorar» los años negros, cuando el invasor transformó ese corazón de París en sede del alto mando militar. Después se había convertido en un ritual del que formaban parte también el gin-fizz y el puro que fumábamos hundidos en los enormes sillones de cuero de la salita de luz tamizada. Preferíamos ésta a la sala grande, demasiado animada para los complots que urdíamos de madrugada.
Hacia las once de la noche, bajo la mirada indiferente de los porteros de librea roja, empujé la enorme puerta giratoria del Boulevard Raspail y penetré con paso augusto en el universo atemporal del Lutétia, de espesas alfombras y mobiliario recargado del más puro estilo Belle Époque; crucé el salón de las arañas de cristal, cubierto de espejos y de vidrio, para llegar, al fondo, a la puerta de la sala pequeña. Allí, en esa habitación rectangular, tan negra que apenas si se distinguían el bar, las mesas bajas y los sillones art déco, se encontraba el escenario de todas las intrigas. Ya no se celebraban los bailes de los siglos de esplendor; corrían los años treinta, burgueses y algo decadentes, y predominaba la idea que de la vida parisina se forma el extranjero que se interesa por ella unos años y se permite ciertas intimidades con una sonriente y peripuesta mujer de tacones altos, una mujer francesa, quizá ni siquiera achispada, a la que se obligará apenas a subir al piso de arriba. Es la imagen del romanticismo parisino que sólo ha existido para quienes han querido que así fuera y para quienes han colaborado a dar cuerpo a ese sueño, a hacerlo aún más maravilloso y real; pero nosotros nos encontrábamos allí en respuesta a la llamada, para reconquistar el sitio pisoteado por las botas militares y mitigar, bajo el cuero de nuestros zapatos, el deterioro de la alfombra roja desenrollada a traición.
A través del humo de su puro, Félix clavó en mí una intensa mirada. Sus pupilas se movían inquietas de derecha a izquierda y de izquierda a derecha para acabar fijándose en un punto que absorbían como un pozo negro.
–La policía alemana no dispone de ninguna pista -me dijo-. Siguen sin encontrar la segunda mitad del cadáver. No se han mostrado muy colaboradores… Tengo la impresión de que intentan tapar el asunto.
–¿En serio? – repliqué yo.
–Schiller no estaba bien visto por el Gobierno, sobre el que vertía violentas críticas. Debido a su creciente popularidad, representaba, con su partido ecologicorreligioso, una grave amenaza de cara a las futuras elecciones. En mi opinión, su muerte ha aliviado a más de uno…
–¿Has conseguido entrevistarte con personas de su entorno, allegadas a él?
–Sólo con uno de sus colegas, el padre Franz, un monje de unos cincuenta años.
–¿Te explicó algo interesante?
–Sí, claro. Me dijo que tomara en consideración la creación: la tierra, el mar, el aire y los astros, los árboles y todo lo que existe…
–Entiendo…, el firmamento y el cielo, con todos los ángeles y seres espirituales…
–… esa inmensa masa, colmada de infinito. También me aconsejó que tuviera presente la existencia del Mal frente a todas esas cosas. ¿Cómo ha podido Dios, que es bueno, crear el Mal? Es un interrogante insoluble. Resumiendo, que para él no merece la pena investigar. Nunca resolveremos el misterio de la muerte de Schiller… Se descubrirá tal vez al asesino, lo castigarán y ahí se acabará todo.
–Un poco fatalista, ese hombre. Y tú, ¿cuál es tu postura?
–Creo que voy a pasar a la acción.
–¿Pasar a la acción? – repetí, sorprendido.
–No podemos permitir que las cosas queden así, ¿comprendes? – contestó con calma tras volver a encender el puro-. Sería imperdonable, después de todo lo que ha pasado.
–¿A qué te refieres con eso? Soy muy consciente de que es horrible lo que le ocurrió a Schiller y es una pena que no hayan encontrado al culpable. Pero de todas maneras, no es algo que nos incumba a nosotros.
–¿Que no nos incumbe? – exclamó Félix-. ¿No crees que eso es precisamente lo que decía la gente, aquí mismo, en 1942? No hay nada, nada que reconozcamos que tiene que ver con nosotros. No es asunto nuestro si tiran a los inmigrantes al Sena, si queman las barracas de los turcos, si se hacen limpiezas étnicas. No es de nuestra incumbencia que corten a un hombre por la mitad… Y así, todos permanecemos indiferentes hasta que nos llega el turno.
Tenía la mirada fija en mí. En su cara bailaban sombras inquietantes. En sus ojos centelleaba la imagen vacilante de la llama que ardía encima de la mesa. No eran ojos, sino mares,mares en llamas, olas encolerizadas bajo un diluvio, océanos azotados por la tempestad, sobre horizontes abrasados.
–Sé de sobra -prosiguió- cómo comienzan y en qué acaban las cosas, ¿entiendes? Si nosotros, historiadores y periodistas, no somos capaces de extraer las lecciones de la Historia, ¿quién lo va a hacer?
–¿Qué propones tú? – pregunté.
–Durante la investigación se ha mencionado, varias veces, el nombre de Samy Perlman. Era un amigo íntimo de Schiller, según parece. ¿Dijiste que lo conocías?
–Sí, así es.
–¿Puedes presentármelo?
–De acuerdo -acepté, tras reflexionar un instante-. Concertaré una cita con Samy Perlman. Pero ya verás que no es un regalo.
–¿Qué quieres decir?
–Mina y Samy Perlman son dos supervivientes de los campos de concentración. Llegaron a Francia después de la guerra… Los conocí cuando investigaba para un artículo sobre la persecución de los judíos de Lodz. Después de varias entrevistas surgió una corriente de simpatía y desde entonces voy a visitarlos de vez en cuando. Son personas encantadoras, no se puede negar, pero…
–¿Pero?
–Tardé varios meses hasta llegar a saber un poco más sobre ellos. Al principio, Samy no abría la boca y Mina hablaba de todo menos del tema en cuestión. La mayor parte de las entrevistas estaban plagadas de silencios. Poco a poco conseguí ganarme la confianza de Mina, y me contó su historia…; sin embargo, Samy…
Callé un momento. Él exhaló una bocanada de humo, tras el cual sus ojos se perdieron un instante.
–Nunca he obtenido nada de Samy.
Capítulo 3
El 30 de enero de 1995, a las cinco y media de una gélida tarde, nos llegamos a pie hasta el Marais, el antiguo Pletzel, donde vivían Samy y Mina Perlman, y nos detuvimos en el número 7 de la Rue des Rosiers.
Unos años antes, la primera vez que estuve en ese piso de techos altos y atravesados por vigas, no pude evitar la sensación de encontrarme en un hogar judío. No era por el candelabro de la biblioteca, ni por los grabados que representaban a los sabios en oración, ni por los viejos libros hebreos; era una atmósfera indefinible, que me había producido una curiosa emoción. Cada objeto resguardaba una especie de misterio: como una eternidad que atravesaba la vejez, una antigüedad venerable, un privilegio de estar allí y cargar con una larga historia, la de un mundo pretérito, recreado por el fervor de quienes eran sus guardianes, sus depositarios: una extraña fidelidad.