El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Ésta es la historia de mi vida… la única historia que podré nunca contar. Pero ¿qué es mi vida? ¿Soy yo el hombre de la memoria, del rastro grabado en el suelo igual que una huella? ¿Soy yo el hombre de los pasos perdidos, de las palabras borradas, el testigo del tiempo que pasa, del tiempo que huye? No hablo aquí de todo lo acontecido desde mi nacimiento; selecciono un periodo y no lo hago al azar, sino porque debo evocarlo, revivirlo mediante las palabras. Ahora ángeles de rebelión, ahora mensajeros de luz. A veces son dóciles y maleables y otras las fulmina la impotencia, cuando deben expresar el horror, lo inconfesable, lo obsceno.

El día después de la noche de tormenta me costó una enormidad despertarme. Había bebido demasiado: una resaca espantosa me mantuvo clavado en la cama gran parte del día. Hacia las siete de la tarde, Lisa me llamó por teléfono y me pidió que me reuniera con ella en casa de sus padres. Habían organizado una pequeña reunión en torno a Béla, que acababa de ser puesto en libertad.

Me extirpé de la cama como pude, me vestí a toda prisa y fui a casa de los padres de Lisa.

Mina me acogió con un caluroso abrazo y me dirigió amablemente hacia un pequeño bufet. No había comido nada en todo el día, de modo que devoré con placer los arenques en salmuera, el geffilte-fish, los latke y otras especialidades asquenazíes que no había probado hasta entonces.

Samy me saludó brevemente con la cabeza. Estaba con una pareja de antiguos miembros de la resistencia, Jacques y Geneviève Talment, héroes de guerra de quienes había oído hablar a menudo: los Talment formaban parte de la mitología nacional.

Jacques Talment era un septuagenario muy delgado, con la piel arrugada y los ojos brillantes. Geneviève, que debía de tener la misma edad, era una encantadora abuela de cara alegre, pelo blanco recogido en un moño y sonrisa fácil. Su voz delicada contrastaba con el hablar, más bien ronco, de su marido.

Crucé algunas palabras con los Talment mientras buscaba a Lisa con la mirada. Estaba hablando con dos hombres de mediana edad. Al final me acerqué a su pequeño grupo.

Lisa me gratificó con un beso de bienvenida y me presentó a sus hermanos antes de eclipsarse hacia la cocina.

Béla, de cuarenta años, resultaba impresionante por su estatura y su complexión. Con el pelo largo recogido en una cola y la camisa blanca medio abotonada, ofrecía un aspecto totalmente desgarbado. Mostraba, al sonreír, una dentadura amarilla. Fumaba un cigarrillo tras otro observando con aire burlón a su hermano, que lo sermoneaba sobre los sufrimientos del fumador pasivo. Al cabo de unos minutos acabó por salir de su irónico mutismo y, al tiempo que encendía otro cigarrillo, dijo:

–Ya basta, Paul, yo no vivo contigo. No te preocupes tanto. Me ves demasiado poco para correr ninguna clase de riesgo… De todas formas, reconozco que me costaría seguirte a todas partes.

Entonces se volvió hacia mí y, con ademán fingidamente pomposo, añadió:

–En la familia están todos muy orgullosos de Paul. Mi hermano acaba de volver de Bosnia: pertenece a Médicos Sin Fronteras. Admirable, ¿no?

–¿Ha estado en Bosnia? – pregunté yo por cortesía para con Paul.

–Sí, he pasado tres meses allí.

–No debió de ser fácil.

Paul no tuvo tiempo de articular palabra. Su hermano contestó por él, con brusquedad:

–Sí, así es. Para cortar piernas a niños heridos hay que tener el corazón muy en su sitio, digo yo. Y todo esto para cuidar a hijos de verdugos…

–No es fácil, no… -dijo Paul, ruborizado, tras dirigirme una mirada de embarazo-, pero todavía es más duro al volver: el ver cada día las masacres por televisión, mirarlas y acostumbrarse a no hacer nada. Ahora, con las noticias que se transmiten veinte horas al día, no se puede uno quejar por falta de información…

Tieso y delgado como su padre pero más bajo que él, Paul tenía el pelo castaño, barba entrecana y los ojos de un azul grisáceo que, en el fondo de la mirada, traslucían la misma pureza que Lisa, el mismo aire de niño maravillado, sincero e inocente. Era de esas personas a quienes la edad adulta no les merma la ingenuidad, sólo se la había teñido de una pizca de desesperanza. Paul Perlman era un hombre justo: llevaba plasmado en la cara el infinito de las almas atormentadas que, incomprendidas, planeaban por encima del mundo sin entenderlo. Tenía la expresión generosa del hombre que siente desapego por los bienes materiales, que domina los códigos de la vida social aun cuando no le merezcan el menor interés, pues lo que busca está en otra parte. Paul Perlman estaba libre de mentira: carecía de doblez. Su corazón, con el cual debía juzgar a las personas y las cosas, desbordaba amor.

–El mundo entero está horrorizado por lo que ocurre -prosiguió-. Pero nadie hace nada. Una vez más, la comunidad internacional demuestra una impotencia total. Europa y la ONU son incapaces de tomar medidas…, igual que la Sociedad de Naciones en otro tiempo. La gente se pregunta siempre cómo puede producirse lo impensable y, al final, lo único que se hace es volver a repetir la misma historia.

–¿Y qué opina tu mujer de que te vayas así, cada dos por tres, eh? – lo atajó Béla, con agresividad.

Se refería a la preciosa mujer morena de ojos almendrados, labios carnosos y tez pálida que acababa de acercarse.

–Le presento a Tilla, mi esposa -dijo Paul.

Me saludó con una sonrisa inmensa y luego se encaró a Béla:

–Su mujer opina que más te valdría que solucionaras tus problemas yendo a un psicoanalista. Tú aún no has digerido la Shoah. Pero se ha acabado ya, Béla. ¿No ves que ahora es distinto? En Israel no hablamos de todo eso. El Yom Hashoah es el día del recuerdo y del heroísmo. Se celebra la insurrección del gueto de Varsovia; nadie quiere recordar que se dejaron atrapar como corderos en un matadero, todos nos avergonzamos de eso, ¿lo entiendes?

Sus cabellos plagados de rizos indomables, sus vaqueros y sus zapatos planos formaban una curiosa imagen de gracia y de determinación.

–¿Y usted? ¿También piensa continuamente en la Shoah? – preguntó, volviéndose hacia mí.

–Sí -respondí-. Por fuerza. ¿Usted no?

–Yo soy psiquiatra -explicó-. Es distinto.

–Tilla Perlman… -dije-. ¿No será usted la que acaba de publicar un libro sobre Hitler?

–En efecto. ¿Lo ha leído?

–Sí, preparo un artículo sobre la juventud de Hitler. Según parece, su casa familiar no era el lugar idílico que tanto le gustaba describir…

–Yo creo que Hitler heredó de su padre su personalidad sádica y narcisista. Además, sufrió la perturbación de una ascendencia incestuosa. Su padre, Aloïs, se había casado en terceras nupcias con Klara Pölz, una mujer a la que llevaba veintitrés años y de la que nació Hitler. Dado que Klara era prima hermana de Aloïs, el matrimonio tuvo que celebrarse previa dispensa de Roma.

–¿Usted también es historiador? – inquirió Béla.

–Sí, pero ¿por qué «también yo»? – pregunté-. ¿Qué otro historiador hay aquí?

Béla iba a responder, pero Paul lo interrumpió con una mirada cortante.

–En todo caso, es muy amable por su parte el haber venido a apoyar a Béla -dijo.

–¡Ah! ¿Así que ha venido a apoyarme? – exclamó Béla con fingida ingenuidad-. ¡Es increíble la cantidad de amigos que uno llega a descubrir!

Siguió un silencio tenso. Béla nos miró alternativamente a Paul, a Tilla y a mí, orgulloso por su pequeña victoria.

–«El hombre que no tiene amigos tiene el corazón tan estrecho como una cárcel» -declaró por fin, con una débil sonrisa, Paul.

–Gracias, Paul. Encantadora, esa alusión a la cárcel. Es una suerte tenerte aquí para devolvernos a la realidad. Pero me temo que mi hermana haya hecho tomarse tantas molestias a nuestro nuevo «amigo» para nada. Según el abogado de la familia, el malentendido se disipará enseguida. La carta anónima, el arma colocada en mi casa, todo es demasiado burdo. Lo que le interesa ahora a la policía es averiguar por qué motivo quería atraer el asesino la atención sobre nosotros. Es él, sin duda, el que ha tramado esas pruebas falsas.

»De todas formas -agregó con una risa sardónica-, por si acaso tuviera necesidad de testigos de fiar, constato que habéis reunido aquí a una pléyade de personas honorables: supervivientes, antiguos resistentes y hasta mi hermano, que es una especie de ángel. ¿No es cierto, Paul, que eres un angelito? ¿No es eso lo que dice mamá?… Debe de estar muy preocupada, la pobre, joder, para poner en danza a toda esta gente.

–Béla, ¿quieres calmarte, por favor? – lo cortó Tilla.

Yo desvié púdicamente los ojos. Entonces mi mirada se cruzó con la de Lisa.

La recuerdo con la misma claridad que si hubiera sido ayer. Llevaba el cabello recogido en un moño alto que resaltaba el esplendor de sus ojos. Ceñía su cuerpo esbelto un vestido de satén rosa pálido del que escapaban dos piernas muy finas encerradas en unas sandalias de tiras de cuero.

Cuando me volvía un poco para mirarla, dos manos me agarraron los hombros por detrás.

–Es guapa, ¿eh?

Era Béla, que me observaba de arriba abajo, con ironía, desde su metro noventa de altura. En ese momento vacilé: ¿tenía algo contra mí en concreto o su resentimiento abarcaba a toda la humanidad?

–Sí, es guapa -convine.

–¿La conoces bien? – preguntó, mirándome a los ojos.

–¿A qué te refieres?

–Sabes muy bien a qué me refiero.

–Somos amigos, nada más.

–¿De verdad? ¿Amigos, «nada más»?

Había pronunciado aquellas palabras compungido.

–Decididamente, mi querida hermana no dejará de sorprenderme nunca…

Antes de que pudiera interrogarle sobre el sentido de aquella última alusión, Mina se unió a nosotros.

–Nuestro abogado acaba de comunicarnos que han dejado en libertad al hombre que detuvieron en Washington -anunció.

–Sí -dije-. Robertson. Fue él quien manipuló la película, pero parece que no es el asesino. Según sus declaraciones, recibió por correo un fragmento de película junto con las indicaciones de lo que debía hacer con ella.

–Otro anónimo -señaló Mina-, como el que acusaba a Béla. El abogado cree que la semejanza de los procedimientos corrobora la hipótesis de una maquinación y que eso facilitará la exculpación de mi hijo. A propósito, ¿vio usted esa filmación, en Washington?

–Sí.

–Lisa me dijo que había un pequeño cuaderno marrón cerca de Schiller.

–Sí, así es.

–¿Lo recuerda usted?

–Sí, más o menos -dije.

–¿Tenía una costura roja en el borde?

En efecto, cuando el padre Francis me habló de los libros maléficos de páginas carmesíes, había pensado de repente en el cuaderno de la película, cuya tapa de cuero aparecía rodeada de un pespunte en hilo rojo.

–Sí, sí -confirmé-. Creo recordarlo. ¿Cómo lo sabía usted?

–Rafael, usted es historiador y yo, teóloga. Igual que usted, me intereso por los documentos del pasado y en especial por los relacionados con la Shoah. Tengo una ligera idea acerca del contenido de ese cuaderno, aunque por el momento no puedo añadir nada más. Pero ¿quién podría quererle mal a Béla? – agregó, cambiando de tema-. ¿Quién tiene interés en que se sospeche de él?

Yo pensé para mis adentros que si era tan virulento con los demás como lo había sido conmigo, mucha gente podría quererle mal.

–Eso habría que preguntárselo a él -contesté, volviéndome hacia Béla.

Este se quedó pensativo un instante y sacudió la cabeza:

–Hay alguien, sí…

–¿Quién, di?

–Alguien que me detesta más que a nada en el mundo…

Mina lo observó con repentina aprensión.

–¿No estarás pensando en…?

–Sí -la interrumpió su hijo-. Y tú sabes muy bien por qué pienso en él.

–¿De quién se trata? – pregunté.

–De un amigo, Jean-Yves Lerais -respondió Béla, sin dar tiempo a que interviniera Mina-. Bueno, para ser exactos, un ex amigo.

Había puesto un énfasis especial en lo de «ex».

–¿Jean-Yves Lerais, el historiador? – pregunté.

–Sí -dijo Béla-. ¿Lo conoce?

–Personalmente no, pero sí de nombre. ¿Por qué iba a querer causarle daño?

–Lisa… -comenzó, antes de que lo atajara con precipitación su madre.

–Béla y él estuvieron muy unidos en otro tiempo -explicó-, pero se pelearon y a partir de entonces se envenenó su relación, aunque de eso a decir que te detesta… Exageras un poco, Béla.

–Lo que quería decir antes de que me cortases -prosiguió, muy despacio, Béla- es que Lisa ya no quiere a Jean-Yves. Nada más -concluyó, con una sonrisa afectada.

–¿Ha hablado de ello a la policía? – pregunté a Béla.