Qué bellas y lisas eran las olas de la superficie y qué sucios y repugnantes eran sus lechos, atestados de muertos, esos desconocidos del Sena ahogados en sus aguas estancadas, enese estanque fangoso cuyo chapoteo murmuraba, cual sórdido susurro, el canto del último barquero.
Me disponía a enfilar el Pasagge des Singes cuando vi a Lisa. No iba sola. Me escondí en el hueco de una puerta, aguardé un poco y luego seguí a las dos sombras hasta un bar. Las observé un buen rato a través de la vidriera. Lisa me daba la espalda, pero percibía su reflejo en un espejo que tenía delante. El hombre, situado frente a ella, debía de rondar los cuarenta años. Tenía muy buena planta, el pelo rubio y lacio, ojos negros y unos rasgos finos que conformaban una cara atractiva, agradable. Era extraño, pero tuve la certidumbre de haberlo visto antes en algún sitio.
Hablaron, bebieron y fumaron. Al cabo de media hora se levantaron para irse. Entonces vi que el hombre acariciaba lentamente la mejilla de Lisa; luego le dio un prolongado beso. Yo eché a correr y corrí, corrí y corrí en aquella noche interminable. No sé cómo acabé por regresar a mi casa, media hora más tarde, después de seguir un complejo itinerario.
Era increíble. Yo no había tenido nunca un comportamiento como aquél. ¿Por qué la quería tanto? ¿Por qué la seguía y por qué la evitaba? ¿Por qué no había irrumpido en el bar, para dar al traste con su conversación? ¿Qué era aquella furia que se apoderaba de mí?
Los celos. Ellos son la amante de las horas venideras, la que tiñe el deseo de furia, la que da ganas de agarrar lo que amenaza con irse, de retenerlo para reducirlo a la nada. También son la reina del instante, demasiado tonta para reflexionar, demasiado tosca para proyectarse hacia el futuro. Son el hogar de los sentidos, tan ardientes que me asfixiaba con ellos. Aquella velada me enloqueció hasta el punto de no lograr conciliar el sueño. Al final de esa noche terrible, las preguntas se sucedían, atormentadoras, en mi cabeza: ¿quién era ella? ¿Quién era el hombre que la había besado? ¿Qué secreto compartía con su padre? ¿Qué sabía de Schiller? ¿Quién era, en el fondo? ¿Qué me ocultaba? ¿Qué ocultaba Lisa Perlman?
Capítulo 5
Cuando la sangre judía brota bajo nuestros cuchillos, todo va ya a pedir de boca.
El 20 de enero de 1942, en Berlín, en el número 56 de Wannseebedweg, en una casa confiscada a un judío, se celebró la conferencia sobre la «solución final a la cuestión judía». Endlosung, que significaba: aniquilación física de los judíos de Europa a la mayor brevedad posible.
En la tesis de historia contemporánea que preparaba, yo intentaba descubrir la génesis de la solución final. Por más monstruoso que fuera, explicaba, el genocidio tenía un motivo.
Yo trataba de precisar las razones de la masacre, de encontrar el hilo en la trama de decisiones y acontecimientos que habían desembocado en la Shoah.
Retomaba el debate que enfrenta a los historiadores que tratan de comprender las causas del genocidio. Los intencionalistas pensaban que Hitler y su particular ideología habían tenido una incidencia capital en la solución final. Los funcionalistas, por el contrario, aseguraban que la obra de Hitler era accidental en relación a la forma de funcionamiento del régimen y a su dinámica estructural, que eran los que iban a dictar el desarrollo de los hechos. Para éstos, sin el ejército, la administración, la industria, el partido y la SS, Hitler jamás habría podido llevar a cabo su objetivo.
Para mí, el meollo de la cuestión, el centro del debate, era sin duda el Führer, con su manera de ser, con su obsesión por la idea de la decadencia del pueblo alemán, que atribuía al mestizaje y al contacto con los extranjeros, con las otras «razas»…, con los judíos. ¿Cómo puede entenderse esta mentalidad? ¿Por qué odiaba tanto Hitler a los judíos? O para ser más exactos, ¿por qué decidió Hitler exterminar a los judíos? Ésa era la cuestión central, para la que me esforzaba en hallar una respuesta.
En contra de la opinión de la mayoría de historiadores, para quienes la decisión de la solución final fue aprobada en el transcurso del verano de 1941, yo intentaba demostrar que ésta había sido tomada más tarde, en otoño del mismo año. Hitler creía probable tener que librar una guerra en dos frentes. Los traidores que habían llevado a la derrota alemana de 1918 debían ser por tanto eliminados.
Yo siempre he estado obsesionado con las fechas, los días, las horas. Ahora bien, esa precisión tenía, tal como lo exponía en mi tesis, una importancia capital: si la decisión de la solución final se había tomado en otoño, se acreditaría la teoría según la cual aquel crimen, estrechamente ligado a la guerra, era una reacción defensiva, de miedo, de un hombre que se sentía amenazado.
Al día siguiente de salir con Lisa tuve, no sé por qué, un sueño horrible. Lo veía a él, a Hitler, mirándome con sus ojos de loco, susurrándome palabras terribles al oído… De improviso, adoptaba la fisonomía de mi padre, que gritaba, que vociferaba contra mi madre. Los dos mantenían una violenta discusión por un asunto de dinero. Mi padre acusaba a mi madre de haberle robado. ¿Cómo se podía robar al propio marido?, me preguntaba yo.
Me desperté bañado en sudor, con la mente ocupada por la misma pregunta que a menudo me había planteado en la infancia.
De pequeño, cuando intervenía en las discusiones de los mayores, me mandaban callar. No tenía que llevarle la contraria a mi padre. Más tarde comprendí que éste temía que fuera más inteligente que él. Pronto supe que, si quería sobrevivir, tendría que encontrar un refugio, un cobijo, un mundo aparte. La huida a través de los libros me permitió saber quién era…, no el hijo anodino del señor y la señora Simmer, sino el heredero de un largo linaje de héroes, personajes gloriosos de la historia de Francia. Los admiraba, los amaba; soñaba que era huérfano, un bastardo recogido por el matrimonio Simmer; yo provenía de otra familia, en realidad.
Incapaz de dormir, acabé por levantarme y me tomé un vaso de whisky, luego otro. Me sentía cada vez más transpirado y pegajoso. Las gotas de sudor me resbalaban por la frente. El alcohol no solucionaba nada: me daba sed y me secaba la garganta, incitándome a beber más. Me tendí un instante sobre el canapé del salón que daba al Boulevard Montparnasse. Por la ventana veía algunas luces encendidas en las casas y el parpadeo de unos rótulos rosa y violeta en la Place du 18-juin-1940. Entonces me puse el chándal y las zapatillas de deporte, como hacía a menudo cuando no lograba conciliar el sueño, y salí. Subí corriendo por el Boulevard Montparnasse, hasta los Inválidos, para llegar al Campo de Marte. La torre Eiff el no era mayor que una gran A, aún más oscura que la noche.
De repente varios relámpagos desgarraron el cielo y no tardaron en caer las primeras gotas.
Fue un estruendo gigantesco. Los cielos enfurecidos tronaban con una inmensa cólera que amenazaba con destruirlo todo a su paso, tan pronto con un soplo jadeante como con un aullido estridente que laceraba las tinieblas. Una luz fulgurante violó la opacidad solitaria.
Yo seguí corriendo bajo la lluvia, sin resuello, aguardando con impaciencia el siguiente relámpago. Estaba un poco borracho y tenía la impresión de ser el dueño secreto de ese espectáculo sin principio ni fin. Era yo quien desencadenaba la lluvia y los rayos eran fruto de mi cólera. Al llegar bajo la torre Eiffel, me detuve para contemplar la extensión estrellada, velada por la bruma acuosa. Observé con delectación cómo caían las aguas negras sobre la ciudad y cómo crecían las gotas, por millares, en número suficiente para invadir el planeta, para lavarlo o borrarlo. Las peligrosas aguas caían racheadas, encendidas por el rayo, la lluvia era un espíritu que giraba, que bogaba a través del aire, y el agua ahuyentaba el viento, ahuyentaba el aire, ahuyentaba el fuego, ahuyentaba el humo, ahuyentaba el agua. La tormenta engullía a los reprobos, golpeando al azar de su avance, a derecha, a izquierda y hasta en las hondonadas, llenando los cielos de ruina y de muerte, como un deseo que quema y que hiela. El cielo, fuerza suprema, ordenaba la existencia de los humanos y los golpeaba, les pegaba como haría un padre encolerizado con su hijo. Había eclipsado a la luna, a la dulce luna que canta a las noches. Clamaba: «Haré de ti un objeto de espanto y dejarás de ser; te buscarán, pero no te encontrarán, nunca jamás.»
Entonces, arrebatado, me dejé caer por el suelo con los brazos en cruz, justo en el centro de la gran A, que me acogía como una madre de anchas caderas y colosales piernas. Como cuando era niño, cerré con fuerza los párpados y mil luces rojas recorrieron mi espíritu trastornado.
Al cabo de un momento, el agua espesa se transformó en llovizna y sobre las bolsas fangosas de la tierra accidentada se abatió una neblina, un nubarrón en el que viajaba el arconte del quinto mundo. Subió entonces de las simas profundas, de los abismos, cual ponzoña de la Muerte, una humareda. Luego el aire de lluvia, ese aire preñado de olores tras la tormenta, ahuyentó al viento malo y se hizo el silencio: exhalé un suspiro, la ciudad había expiado su pecado. Se trataba sólo de una advertencia, un anuncio de la última batalla.
Regresé a casa. Eran las cuatro de la mañana. Abrí la ventana para aspirar el aire nuevo y miré hacia la calle.
Me quedé petrificado. ¿Era efecto del alcohol? ¿Eran imaginaciones mías? Debajo de mi casa había una mujer parada bajo la lluvia. En la mano llevaba un cuchillo que destelló a la luz de la luna.
Cerré los ojos un instante. Al abrirlos, había desaparecido.
Tercera parte
Capítulo 1
Eran tal vez una veintena los que esperaban ese día en la pequeña habitación oscura, apenas ventilada. Cuando los hombres fueron a buscarlos, retrocedieron de un brinco: se estremecían de miedo. Entonces los hombres los habían empujado a patadas y allí estaban, dispuestos en fila o casi, haciendo cola para entrar en el matadero. No estaban ni siquiera gordos: eran enclenques.
Uno tras otro, colgaban por los pies a los terneros y los desnucaban antes de desangrarlos. Ahí acababa todo.
Recuerdo como si fuera ayer el olor terrible, repugnante, el infame olor de la muerte, de la sangre que mana, que mana a borbotones y lo salpica todo: la cabeza me daba vueltas, me sentía mareado. En el suelo, los ríos rojos arrastraban los escombros, los pedazos de carne. Los residuos de las bestias colgadas, empaladas, despiezadas, las bolsas de los voluminosos estómagos, las cabezas de res, los pies, las visceras: ésas eran las piezas separadas en aquella carnicería orquestada por la mano del hombre. El responsable del matadero nos detallaba con orgullo las cifras: a cincuenta terneros por hora, resultaba una media de ternero y medio por minuto. Era sangre lo que bebían esos hombres, sangre muerta que profería alaridos a través de los pulmones de los animales asesinados y que, como la vida, se escapaba afuera, para alimentarlos a ellos, a esos vampiros, a esos seres demoníacos. Ellos pensaban que había una sangre pura, digna de circular por ciertas venas, y una sangre indigna que debía brotar de los cuerpos como un torrente, una fuente viva, para abrevar las entrañas del hombre e irrigar su tierra natal y hacían vomitar la sangre de los que no tienen la misma sangre, y el suelo absorbía como una madre voraz los desechos industriosos, y la enorme máquina de la sangre servía para alimentar a esas bestias que se consideran dioses, a esos hombres rodeados de cadáveres, y la sangre ahora se halla en todas partes, en mi boca, en mis manos, en mi torso, en mi nariz, brota y brota sin cesar, como la de los animales.
Aún no había cumplido los seis años cuando mi padre me llevó al matadero. Él pretendía curtirme, enseñarme de qué iba la vida. Más tarde, cuando era un adolescente enfrascado en la búsqueda de mi identidad, me escondía para leer el periódico o escuchar la radio, porque me daba vergüenza que mis padres me tildaran de «intelectual». De muy joven había aprendido a disimular y a mentir para evitar su compañía; para huir de la necedad. Me había construido un mundo reducido a mi alrededor, un universo mágico en el que interpretaba por turnos los papeles de los personajes que me gustaban: héroes románticos, aventureros, como los de los libros de Alejandro Dumas. Me sedujo la figura de Herodoto porque, a los veinticuatro años, había abandonado su patria para viajar, para tomar notas y consignar historias y leyendas. Su estilo, sobrio y preciso, no desdeñaba las digresiones que se abrían a capricho según por donde discurrieran sus periplos: desde Egipto, donde se interesó por el culto a Hércules, hasta la ciudad fenicia de Tiro, en la que prosiguió con sus indagaciones. Llegó hasta la Cólquida donde preveía encontrar a los descendientes de los colonos que había dejado Sesostris. Volvió a embarcarse en Taso para después rodear el cabo y llegar a las costas del Helesponto. Nadie antes que él había viajado tanto para conocer a la humanidad. Nadie supo como él describir su verdadera naturaleza: la barbarie.