El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Pero ¿por qué -preguntó Félix- no hablan los supervivientes? ¿Por qué guardan silencio?

–Hay cosas que no pueden contarse. Son cosas tan terribles que no pueden ser expresadas verbalmente.

Yo sabía por Mina que Lisa había tenido anorexia a los diecisiete años. ¿Se había esforzado acaso por asemejarse a la silueta que la atormentaba, como si pretendiera expiar aquel mal del que ella no era responsable?

Lisa era así: se doblaba, frágil, bajo el peso de una responsabilidad por la que yo lo habría dado todo con tal de poderla soportar con ella, yo, que me sentía huérfano.

Entonces, después de aquella larga conversación con Félix, no tanto por la necesidad de proseguir con la investigación como por las ganas de verla, reuní de nuevo el valor para llamar a Lisa Perlman. Le pregunté si quería que nos viéramos y aceptó.

La cité una tarde, hacia las seis, en el bar del Lutétia. Era el 13 de marzo de 1995.

Hacía un tiempo bastante agradable, de modo que paseé un buen rato antes de impulsar la puerta giratoria del Boulevar Raspail y cruzar la gran sala de las arañas de cristal, los dorados, los grises y los púrpura sabiamente armonizados, para desembocar en el pequeño bar y hundirme en uno de los gigantescos sillones de cuero. Como había llegado con mucha antelación, encendí un cigarrillo, que fumé lenta, pensativamente, igual que lo hago hoy, un poco para calmarme y un poco para tratar de ordenar mis ideas.

El cigarrillo es lo único que conservo de ese pasado quemado que he dejado atrás. ¿Por qué siento todavía la tentación de encenderlo, de verlo arder, consumirse muy despacio hasta desaparecer? ¿Por qué me gusta tanto llenarme la boca con ese humo acre y mezclar mi aliento al suyo? Es como aspirar el alma de un ser vivo que muere en la punta de mis dedos. Es como un amor devastador, un combate íntimo del que sólo queda el olor a quemado y a ceniza acumulada. Todos esos recuerdos…, más que si tuviera mil años.

Llegó alrededor de las seis y media. Reconocí de lejos su andar grácil. Llevaba una chaqueta blanca y una falda de tela tornasolada. Las largas mechas de su pelo liso componían un lustroso marco oscuro para su cara. Su mirada se iluminó al cruzarse con la mía. Parecía contenta de verme.

–¿Es éste tu sitio preferido? – me preguntó mientras se sentaba.

–Sí.

–¿Por qué? ¿Por el ambiente retro? A mí no me evoca nada bueno… El cuartel general de la Kommandantur…

–Sí, es verdad -reconocí-. La cruz gamada flotaba aquí, en pleno centro de París, entre Saint-Germain y Montparnasse. Los alemanes estaban aquí, con sus uniformes negros, y con sus botas marrones pisoteaban las mullidas alfombras, aprovechaban el París fastuoso, comían con los cubiertos resplandecientes y se pavoneaban entre maderas pulidas y dorados. Los acogían como reyes. Les abrían los salones con amistad, con devoción. Por la noche, después de haber ido al teatro a ver Huís dos o Le soulier de satín, cenaban en la Tour d’Argent, que había preparado expresamente para ellos unos menús en alemán, bailaban, bebían y fumaban con las señoritas de París engalanadas con vestidos de Lanvin, Maggy Rouff o Nina Ricci. Otras veces se reunían con sus amigos, los que montaban sus espectáculos, esos respetables señores que distraían al París de la época: la patria de los intelectuales, del lujo y de las noches locas: qué divina, divina sorpresa…

–Pero ¿por qué, entonces, venir aquí?

–Para reconquistarlo. Algunos deportados se hospedaron en este hotel después de la guerra. Y además -añadí con una sonrisa-, De Gaulle pasó aquí su noche de bodas…

Estuvimos charlando un momento más y luego fuimos al cine, al Odéon, hacia las ocho. Vimos una película que había elegido ella. Tenía varias tramas imbricadas e iba de unos turbios asuntos de gángsteres y drogas. Entre dos conversaciones sobre las rarezas de las lenguas, los dos matones liquidaban a sus víctimas, que imploraban piedad invocando un versículo de la Biblia referente a la venganza de Dios. Esa película, crítica con la utilización totalitaria del lenguaje y la cultura del crimen, parecía vehicular sin embargo esa violencia en escenas que se hacían en ocasiones insostenibles por su crueldad.

Al salir del cine nos pusimos a caminar juntos, despacio, por las calles de París, en dirección al Marais. Cenamos en un restaurante que le gustaba mucho a Lisa, una especie de café sombrío similar a los que seguramente había en la Viena de los años treinta. Unos rabinos nos observaban con gravedad desde los tristones cuadros que colgaban de las paredes. Bebimos vodka, celebrando no sé exactamente qué. Nuestro reencuentro, nuestra amistad…, yo no veía nada en sus ojos que me permitiera esperar algo más que solicitud. Sin embargo, decidí conformarme por esa noche.

–Me cuesta -murmuró Lisa- soportar las escenas de violencia de las películas. No sé cómo hacen los demás para aguantarlas. Y yo todavía puedo verlas; pero mis padres, ¿crees que comprenderían algo de lo que acabamos de ver? Es raro, en momentos como ésos no puedo evitar pensar en ellos… Me parece que yo formo parte de su sufrimiento, es mi comunidad.

Por primera vez advertí que la Shoah era, para muchos judíos, el último reducto de su religión. Era como una argamasa de la identidad judía que unía al ortodoxo y al ateo, al judío practicante y al laico, al comunista y al religioso, a Israel y a la diáspora, al sionismo y al antisionismo.

–Lisa -pregunté al salir del restaurante-, ¿supone un problema para ti el que yo no sea judío?

–¿Un problema? – preguntó, sorprendida-. No, no soy religiosa…, pero soy parte de un pueblo y de una historia. Si un día tengo hijos, me gustaría que ellos lo fueran también.

Mientras pronunciaba estas palabras, volvió su hermoso rostro hacia mí. Eran más de las doce y sus cabellos negros atraían la luz pálida de la luna. La miré a los ojos, pensando en lo que le había dicho a Félix: ¿era Lisa una mujer prohibida para mí? En realidad, para mí todo era nuevo: el amor era un país en el que no había nacido. Yo mismo era diferente. Me sentía renacer con cada mirada suya. Félix, que se había dado cuenta, me tomaba el pelo a menudo a propósito de mi «conversión».

–Ser judío hoy en día, ¿equivale sólo a ser superviviente? – pregunté a Lisa.

Durante un instante, su cara quedó iluminada por una farola, aureolada igual que un serafín. Encendió un cigarrillo. A mí me encantaba ver cómo subía el humo, cual vaporosa vela, alrededor de sus ojos y su pelo: bajo el resplandor de la luna, parecía aún más impalpable.

–Es lo único que conozco -repuso-. En general no sigo los preceptos en la comida; no celebro ninguna fiesta ni respeto el sabbath.

–¿Porqué?

–Estoy enfadada con aquel que se mantuvo pasivo sin intervenir, el Señor de la historia que brilló por su ausencia. El mismo que había decretado que la Creación era buena. Si hubiera un Dios, habría tenido que sufrir en Auschwitz, habría tenido que estar inmerso en el devenir, en lugar de ser una instancia supratemporal, impasible e inmutable; habría tenido que verse afectado por lo que pasaba en el mundo, es decir, habría tenido que temporalizarse o, si no, habría tenido que ser impotente, pero ¿sabes tú de algún dios impotente?

Me observó un instante y se le endureció la mirada.

–Mi madre sigue creyendo, pero a mí me parece que ningún valor se sostiene frente a eso. Nada, ni la fidelidad, ni la creencia, ni la culpabilidad ni el juicio, ni la esperanza mesiánica: todo eso no sirve de nada contra Auschwitz, contra ese Dios de «justicia, de amor, de clemencia y de misericordia», ese Dios que dejó que se ejecutara el Mal absoluto. Yo pienso que o bien Dios es Dios y es todopoderoso, y por tanto culpable de dejación, o bien no es todopoderoso y entonces no es Dios. Si Dios existe, su presencia se impone, y si rehusa manifestarse, es porque es inmoral e inhumano, porque se ha aliado con el enemigo, y en tal caso no veo en qué se diferencia de los dioses violentos de las mitologías.

Para Lisa, ésa era la condición judía. Un pueblo que ha sufrido desde los tiempos en que fue reducido por los egipcios a la esclavitud, un pueblo al que se impidió practicar su religión hasta la Edad Media, cuando los cruzados, en su salvaje y desatinada aventura en la tierra que llamaban santa, saquearon pueblos y ciudades, masacrando comunidades enteras que morían con el Shema Yisrael[3] en los labios, pensando que la Redención llegaría con el Mesías…, y hasta hoy, ayer apenas, con la espantosa catástrofe.

No obstante, el viejo pueblo no fue asesinado en Auschwitz por amor de Dios. Fue asesinado por ser como era. Entonces comprendí lo que decía el padre Francis: la gnosis había decidido, de una vez por todas, que el dios de la creación no era el Dios verdadero, que era imposible que un ser tan bueno y tan poderoso hubiera podido crear un mundo tan atroz.

–¿Cómo creer en él, cómo seguir confiando en él, después de ese drama? – continuó Lisa-. Todo ha cambiado. Nosotros en especial. Mis hermanos y yo siempre estuvimos aparte. No teníamos derecho a jugar con los niños, a hablar con ellos en la calle, a ir a sus casas, a entrar en el terreno de juego. En el colegio, los demás nos evitaban, se apartaban de nuestro camino, porque estábamos siempre a la defensiva y rehusábamos participar en cualquier actividad: mi madre nos había prohibido frecuentar a nuestros compañeros. Y nosotros la obedecíamos, dábamos a entender a los otros que no teníamos nada en común con ellos. Mi hermano Béla, sobre todo, era muy hábil en ese sentido: era un virtuoso granjeándose la antipatía de todo el mundo. Era así desde pequeño. Todos nos habíamos dado cuenta de que había algún problema. Lo sabíamos, pero nadie hacía nada. Mi padre nunca decía nada. A veces mi madre se salía de sus casillas y se ponía a chillar, a echar pestes e invectivas contra toda la familia. Luego tiró la toalla, concentró todo su afecto en Paul, el pequeño… Ella también está atormentada, a su manera. Consagra su vida a la Shoah. Precisamente por eso conoció a ese pobre Schiller, después de haber leído uno de sus libros.

–¿Lo conoció primero ella? – pregunté.

–Sí, bueno…, me parece -contestó, turbada.

–Creía que era sobre todo amigo de tu padre -comenté.

Ella no respondió nada.

–Lisa, ¿qué sabes sobre el asesinato de Schiller? ¿Me estás ocultando algo?

Habíamos llegado frente a su puerta. Entonces me observó con gravedad.

–Ha pasado algo terrible.

–¿Qué?

–Acaban de detener a Béla; está en prisión preventiva.

–¿Cuándo? – pregunté-. ¿Por qué?

–Esta tarde. La policía ha efectuado un registro en su casa.

–¿Con qué derecho?

–Recibieron una denuncia anónima.

–¿Y?

–Han encontrado el arma que mató a Schiller…, la pistola.

–¿Dónde?

–En su casa, en casa de Béla.

–¿Cómo saben que es la pistola con que mataron a Schiller? No tienen la bala; le dispararon justo en el corazón y aún no se ha encontrado la parte superior del cuerpo.

–Según parece, los policías han analizado la película de Washington. Han ampliado la imagen y, como es una pistola un poco especial…

–¿Qué clase de pistola?

–Es un arma que data… de la Segunda Guerra Mundial… Un arma alemana.

–¿Crees que tu hermano puede ser el culpable? – pregunté, tras reflexionar un instante.

–¡No! – exclamó-. En absoluto. Creo que alguien ha querido hacer que lo acusen a él.

–Pero ¿quién? ¿Tienes alguna idea?

–No, ninguna… Pero este asunto me da cada vez más miedo, Rafael. Es como si el mal se nos fuera acercando…

Después de dejarla, decidí caminar un poco. Era bastante tarde, casi las dos de la madrugada. Mis pasos me llevaron a los muelles de la isla Saint-Louis. El Sena centelleaba como un millar de piedras preciosas bajo la luna. Los puentes refrescaban sus pies en ese baño claroscuro. Las luces de la ciudad se perdían en él y el agua, cual una naturaleza muerta, bebía su color con discurrir pausado. Era una fiesta, una fiesta suntuosa, un ballet de espejos y de ojos soñadores, de vestidos color de fuego, color de sol y color de noche, de princesas dormidas y de príncipes azules; era Versalles en la época de las fiestas, era París antes de la guerra, en el tiempo en que las penumbras eran promesas y en que el agua, en un tierno nocturno, desgranaba las notas del tiempo al compás del sordo latido de un suave metrónomo. El Sena tornasolado iluminaba París y París se miraba en él como una reina que se engalana, una diosa portadora de mil cetros.