El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–¿Me permite que tome algunas notas? – consultó Félix, sacando su cuadernillo de periodista.

–Sí, sí, escriba si quiere… Llegué a las manos con Schiller, es verdad. Pero hablando sin rodeos, puesto que es lo que todo el mundo tiene en el pensamiento, no fui yo quien trucó el documental, ni fui yo quien mató a Schiller. Ni creo tampoco que el asesino fuera un antiguo superviviente.

–¿Por qué no lo cree? – preguntó Félix.

–Porque cuando pegué a Schiller, comprendí…

–¿Qué comprendió?

Calló un instante y clavó una intensa mirada en Félix.

–Comprendí que de tanto discutir con él, aunque fuera para contradecirle, me había convertido en un crápula. Me había embrutecido, ¿entiende? Un superviviente de los campos, por más dolido que estuviera por las declaraciones del teólogo, jamás le habría puesto la mano encima a un hombre. Antes se suicidaría; pero nunca podría cometer un acto que lo identificaría con el verdugo.

Nos reunimos con Lisa en el hotel, donde mantuvimos un pequeño conciliábulo. Teníamos pensado quedarnos en Washington unos diez días, pero como no preveíamos averiguar nada más y todos nos sentíamos bastante afectados, decidimos adelantar la fecha de regreso al día siguiente.

No me molestaba volver. Sin embargo, no sabía qué pasaría una vez estuviéramos en Francia. En Washington había tenido la oportunidad de alojarme bajo el mismo techo que Lisa, compartir todas las comidas con ella, verla de la mañana a la noche. Tenía la incertidumbre de si en París podría continuar hablando con ella y me aterrorizaba la idea de que desapareciese en la bruma, que se evaporase como una gota de agua, una perla de rocío.

Esa misma noche, sin decirle nada a Félix, me armé de valor y decidí ir a hablar con Lisa.

Antes de llamar a su puerta, me detuve un instante.

–Quiero que el corazón de la mujer que amo arda de amor por mí como arde este corazón en el hogar -murmuré.

De improviso, sonaron voces al otro lado de la puerta.

–No -gritaba Lisa-, te digo que no sospecha nada.

Agucé el oído.

–Que no -prosiguió-, no ha chistado al ver el nombre de Schiller. De todas maneras, le he dicho que era un error.

Capítulo 4

Desconcertado, di media vuelta y me dirigí a mi habitación. De pronto cambié de parecer y volví sobre mis pasos. No sabía aún si iba a pedirle explicaciones o que se casara conmigo, pero era imperioso que hablara con ella. Llamé con suavidad a la puerta y ella me abrió y me hizo pasar. La noté violenta. Iba desgreñada y parecía que tenía los ojos húmedos.

Su habitación estaba decorada, como la mía, en un estilo neorromántico; las sábanas y el papel pintado eran de color rosa pálido, igual que las cortinas.

Se sentó en la cama y me señaló un sillón que había delante.

Había llegado la hora de la verdad. Sentí que un viento de pánico me recorría la columna. Me vi invadido por un flujo incontrolable, un calor que me partía de la frente y me cubría todo el cuerpo.

Me había dicho a mí mismo que sería como la prueba de las oposiciones. De repente comprendí que no era un tribunal de viejos profesores lo que me aguardaba. Para disminuir el agobio de la intimidación, me quité las gafas.

–Lisa -comencé, temblando-. Quería verte… porque quería hablar contigo.

«Menuda introducción -pensé-. Banal a más no poder…»

Ella había pegado las piernas al cuerpo y se sujetaba las rodillas con los brazos.

–No, no es eso. En realidad, quería verte porque mañana volvemos a París y cada uno se enfrascará en sus ocupaciones. Y esta separación, de pronto, me aterroriza. ¿Cuántas horas tendré que pasar sin ti, sin tu gracia, tu belleza, tu finura, tus gestos, la dulzura de tu presencia?

«Vaya una enumeración -pensé-, insuficiente, pesada, convencional.»

–La relación de amistad que hemos desarrollado -proseguí- me complacía y, quiero que lo sepas, me complace todavía. Pero si he de serte del todo franco, mis sentimientos para contigo no se limitan a esa amistad.

«Por qué ese tono doctoral -me reprendí-. Es de una ridiculez absoluta.»

–Mira, quería exponerte tres ideas.

El plan en tres partes, me estaba embrollando… ¿Por qué me sentía tan incómodo, por qué temblaba como una hoja, yo, el maestro de la retórica?

–En primer lugar -continué-, quiero decirte que antes de conoceros, a tu familia y después a ti, ya me interesaba por los judíos. La verdad es que el pueblo elegido me ha fascinado siempre. Y luego hubo ese asesinato horrible, gracias al cual te conocí.

Un desarrollo lamentable.

Se produjo un silencio embarazoso. Yo no sabía si me miraba o no, ni tenía ningún indicio de lo que pensaba, y ella no hacía nada para disminuir mi incomodidad. Por suerte, gracias a mi miopía, delante de mí tenía sólo una masa vaporosa cuyo perfil borroso habría podido evocar a cualquier mujer, hombre o animal encogido sobre la cama.

–Lo que querría expresarte, Lisa -proseguí con voz ronca-, es que mis sentimientos con respecto a ti no carecen de cierta ambigüedad…

Una conclusión que, en sí misma, no carecía tampoco de ambigüedad. Levanté la cabeza, me puse las gafas… y lo lamenté amargamente: Lisa me observaba con una infinita mansedumbre, una especie de ternura maternal que me dio ganas de ponerme a aullar de rabia o de desesperación.

–Rafael -dijo-, tú me gustas mucho, siento un aprecio enorme por ti y comprendo, de veras, este arrebato emocional. Pero no creo que esa clase de relación sea posible entre nosotros.

Fue como si una cuchilla cayera con el filo de cara sobre mi corazón. Con gran esfuerzo, reuní mis últimas fuerzas y me levanté para salir.

–Me gusta tu colonia -comentó ella al tiempo que me daba un afectuoso beso en la mejilla-. ¿Qué es?

–Es poco conocida -contesté.

Así, todo había acabado entre nosotros antes incluso de comenzar. Habían bastado unas cuantas palabras para hacerlo zozobrar todo. En cuestión de segundos había pasado del éxtasis al infierno. Félix tenía razón. La evidencia de un sentimiento no es un criterio conmutativo. Lisa no me quería.

De regreso en Francia, las cosas reanudaron su curso, tal como había temido. Pasó una semana durante la cual paseé mi tristeza por las calles de París; el azar de mis pasos me llevaba siempre al mismo lugar: ese Marais viscoso en el que me había quedado encenagado[2].

En realidad estaba mortificado por el rechazo de Lisa. Me había herido en mi orgullo y, por prurito, intentaba recomponer una fachada, pero el desaire me había dejado helado y me escocía el haber recibido sin pestañear esas palabras que me habían destrozado el corazón.

«Un arrebato emocional…» Ella ignoraba hasta qué punto era inaudito mi sentimiento por ella, hasta qué grado había quedado impresa en mi cerebro enfermo la imagen de un mundo nuevo, pues yo retornaba de lejos…, de una familia y de una patria que no conocían la ternura. La puerta abierta a la esperanza y a la redención de mi alma condenada se había cerrado rozándome la cara. Como una bofetada.

Estaba desesperado. Sentía ya la marca de una extraña dependencia que no me dejaba en paz y que, hasta el día de hoy, me retiene cautivo: me parece que cuando se ha amado con tanta intensidad, ya no se puede prescindir del amor. Yo no pedía gran cosa: simplemente verla de vez en cuando, oírla. Me resultaba duro existir sin su mirada. No conseguía dejar de amarla; y ya entonces tenía conciencia de que jamás lo conseguiría. Era como el juego, era como el alcohol, como la droga: no era un estado de gracia, sino un infierno.

–¿Cómo va el caso Schiller? – pregunté una noche a Félix en el Lutétia-. ¿Todavía lo sigues?

–Por supuesto -respondió-. Tengo otros casos entre manos, pero ya sabes que éste me tiene enganchado… Presiento el peligro, Rafael. Cada vez estoy más convencido de que no es un asesinato cualquiera. Basta tirar de un hilo y acabarán por salir muchas cosas.

–¿Sabes algo nuevo?

–Hablé por teléfono con el padre Franz…, ¿le recuerdas?, es el monje que conocimos en la Universidad Católica. En ese momento no le presté apenas atención, lo encontré desalentador; pero de repente caí en la cuenta de que era de las primeras personas que me habían hablado de las relaciones de los Perlman con Schiller. Por suerte conservaba sus señas y no me costó localizarlo. Le hice un breve resumen de la situación, le hablé de Washington, de lo que había pasado, y le mencioné también las elucubraciones del padre Francis.

–¿Y qué dijo?

–Que en la vida de Schiller se había producido algo que le había hecho cambiar por completo, durante el mes anterior a su muerte.

–¿Sabe qué es?

–No. Pero Schiller iba a menudo a París. Iba a ver a los Perlman. Al parecer, también Lisa fue a verlo a Berlín.

–¿Lisa? – dije, con un nudo en la garganta-. ¿Estás seguro?

–Sí -confirmó-. ¿Por qué pones esa cara? Mira que eres raro, Rafael. No sé qué te pasa desde hace un tiempo, que estás irreconocible.

–¿Sabes por qué fue a verlo? – proseguí.

–No. Pero tengo el firme propósito de averiguarlo. Si Lisa conocía personalmente a Schiller, nos mintió. Y si nos mintió es porque tiene algo que ocultar. No sé de qué se trata ni qué papel tiene en este asunto, pero me intriga. Y otro tanto me ocurre con Samy… Cuando le interrogó la policía, no abrió la boca.

–Ese mutismo del que se rodean todos no simplifica las cosas.

–¿Crees que alguien puede conseguir hacerlos hablar?

–A Samy, no. Pero a Lisa, después de todo…

Expliqué a Félix que Lisa padecía sin duda lo que yo llamaba «el síndrome de los hijos de la segunda generación». Al haberse visto afectada de lleno por el drama de la Shoah, había en la familia una herida que se propagaba indefinidamente, de generación en generación, un dolor imposible de expresar, que heredaban los hijos de los supervivientes.

Lisa había vivido su infancia sumida en el silencio: la mayoría de los deportados no hablan de los campos, no dicen ni una palabra al respecto. El dolor, no obstante, igual que una enfermedad crónica, reaparece para estallar de modo repentino en forma de amargura, ataques de cólera, accesos de rabia cotidianos que hunden sus raíces en el pasado. En ese silencio entreverado de furores reside el secreto.

Es algo que atraviesa el tiempo, que traspasa el espíritu; más que una certeza, es una fulguración. Como una falta vergonzosa, atormenta a las generaciones. Los hijos de los quehan sufrido el mal se recriminan el no poder aligerar el corazón de sus padres, no estar siquiera en condiciones de ayudarlos, y se consideran como criminales no identificados de un asesinato que quedó en el misterio. Creen haber cometido un terrible crimen, intentan repararlo y a veces se prohiben vivir para sí mismos. Desde su más tierna infancia optan por la bondad, se esfuerzan por complacer, por mitigar las penas. Utilizan la ternura como un arma contra el espectro vivo de la barbarie; contra el fantasma que habita al padre herido, cuya mano querrían asir, una mano demasiado tenue para poderla tomar.

¿Qué hacer? ¿Qué puede hacer Lisa? ¿Practicar la soledad como una ascesis, rechazar a todo aquel que amenace con turbarla?

Responder a las caricias con un grito, para que cesen o para que prosigan, pues si huye es porque para ella no existe otra forma de amar. Si se va es para que el otro acepte atravesar el seto que la rodea, la barrera franqueable. Pide paciencia, valor; quiere que vayan con ella al mundo bárbaro y que, sin miedo ni repugnancia, le den el amor que no devuelve. Pide magnanimidad ante la injusticia de su reacción: dulzura, pese a todo. Que se hagan cargo de ella en la noche ardiente y que las lágrimas dejen por fin de brotar. Ser comprendida: ella ha querido luchar contra el mal, pero al hacerlo el mal la ha absorbido y, ahora, el mal se encuentra en su interior. Ella es el esqueleto, el siervo doliente, y a la vez es también el verdugo. Ella es la hija empeñada en la búsqueda de la perfección. Odia lo que ama, esquiva lo que captura, destroza la inocencia perdida. Quiere la belleza como una forma de perdón. Ella es la lucha, la renuncia y la obsesión: su espíritu ve cómo se pinta la muerte en los rostros. Y avanza, sola, entre los cadáveres que siembra a capricho con sus miradas y, si avanza hacia el reincide los muertos, lo hace porque desea con toda su alma arrancar al mal las fuerzas que éste retiene cautivas. Ella es la tristeza en la pendiente de la desesperación. Ella es la angustia que ofusca el porvenir, es decir al otro, al que busca las palabras para llegar a ella. Pero de su boca no brota jamás respuesta alguna: ella querría decir la aurora, el fresco rocío de la mañana, y señala el barranco.