¿Qué decía? Decía que había que creer en Dios a pesar de todo. Ser como Job: amar por amar, sin compensación, amarlo todo contra todo, amar sin queja ni lamentación, desde el fondo de la injusticia, en el seno de las tinieblas, dar gracias a Dios y adorarlo sin motivo, sin condición, sin esperanza ni pesadumbre.
O tal vez dijera lo contrario: decía que escarnecía a Dios, que mientras viviera no dejaría nunca de proclamar su indignación y que, si Dios existía, tenía que estar a la fuerza ausente de la historia. Pero si era impotente, ¿quién era, entonces? La verdad es que ya no lo sé. Recuerdo más que nada haber visto que sus labios finos se movían tan pronto con rapidez como casi al ralentí; recuerdo sus ojos pálidos e inexpresivos que miraban al vacío o bien hacia mí, como si me sondearan; recuerdo su piel transparente, como un velo evanescente, cubierta sin embargo de manchas en las sienes, como si estuviera tatuada; recuerdo su rostro en un primer plano y a pesar de ello borroso, cada vez más lejano e incierto.
Hablaba con una voz extraña que parecía vacilar entre los graves y los agudos, una voz exaltada y temblorosa, con frases dichas a tirones, como si quisiera retener las palabras, o bien como si éstas se precipitaran hasta su boca antes incluso de que hubiera decidido articularlas, como si fuera necesario que hablara, que hablara sin freno, sin parar jamás.
La secuencia siguiente mostraba a Ron Bronstein, vestido con una camisa deportiva de color crudo y pantalón corto marrón, sentado con desparpajo en la terraza de un café de Jerusalén.
–Hoy ya no se puede decir que el Mesías ha venido. De igual manera, no se puede decir que Israel es la Redención después del sufrimiento, porque no hay sentido alguno en el sufrimiento, contrariamente a lo que afirman ciertos teólogos judíos y contrariamente a los llamados sionistas cristianos, que asimilan el regreso de los judíos a su tierra a una escatología cristiana, destinada a cumplir la profecía de la conversión última de los judíos al cristianismo. Yo sostengo que esta teología es antisemita porque celebra la formación de un Estado judío como piedra angular de una conversión que remite a la aniquilación de los judíos y al triunfo de Cristo. ¿Por qué los cristianos no acaban de hacerse plenamente cargo del Ahavat Israel, el amor incondicional del pueblo judío?
En ese momento se produjo un apagón. Unos segundos más tarde aparecía en la pantalla el rostro de Carl Rudolf Schiller; pero la calidad de la película era distinta. Era como de un vídeo doméstico malo. La imagen era turbia, la cámara se movía y se oían sólo numerosos chisporroteos.
En un primer plano, el hombre aparecía colorado y jadeante, como si estuviera furioso, a punto de salirse de sus casillas. Tenía los ojos desorbitados, inyectados en sangre. Parecía sufrir a causa de un violento esfuerzo.
Entonces la cámara se alejó y dejó ver el conjunto de la escena.
En la sala brotó un alarido.
A mi lado, oí una voz que murmuraba: «Un castigo, sí, un castigo divino.» No habría podido afirmarlo con certeza, pero me pareció que era la voz temblona del padre Francis.
Enseguida se encendió la luz. El servicio de orden se precipitó a la sala de proyección: la película había sido manipulada. Alguien había añadido una secuencia rodada en otro lugar, en otro momento, por un ojo que no pertenecía a los autores del documental.
Un verdadero delirio, una histeria colectiva se había adueñado de los presentes. Las caras expresaban estupor y repugnancia. Félix se hallaba en un estado indescriptible. Desplazaba febrilmente la mirada a todas partes, como si buscara algo a qué agarrarse. Parecía que los cabellos se le hubieran puesto de punta. Se diría que se había vuelto loco.
Lisa tenía los ojos desorbitados de pavor y los labios apretados, reducidos al filo de una hoja. De improviso se precipitó hacia los lavabos del fondo de la sala para vomitar.
Jamás olvidaré aquella visión. Dulce es el mal, gozoso es el mal para aquel que lo comete, aquel para quien la ejecución del designio funesto es un momento supremo, un deleite partícipe del absoluto.
La carne en las montañas, las virutas de hombres en los valles, la sementera abrevada con la sangre que fluye como en ríos, todas las visiones del horror permanecerán para siempre en el fondo de mis noches. Es el Abismo; el propio Abismo se puso de luto ese día nefasto, en lo más hondo de las tinieblas, la consternación era patente en los ojos de todos, el terror temblaba en las caras desencajadas: era la fosa de la que subía un grito amargo, terrible, era la fosa llena de cenizas y de amargura.
Capítulo 3
La escena sólo había durado unos minutos, el tiempo que tardó el servicio de orden en parar la proyección, pero todos los asistentes se quedaron clavados en los asientos, presas de espanto.
Carl Rudolf Schiller, atado a una silla, forcejeaba violentamente, tratando de zafarse de sus ataduras. Como no había sonido, no se podía saber qué decía, pero parecía alternar los gritos y las súplicas. Su cara presentaba la marca del terror.
De repente, una mano armada con un revólver se acercó a él: era el brazo inexorable de quien tiraba de los hilos de aquella macabra puesta en escena.
La mano apretó el gatillo. El hombre murió de un balazo en el corazón.
Entonces la misma mano se acercó, esta vez armada con un cuchillo.
Lo que pasó después entra en la categoría de lo indescriptible. No tengo palabras para encarar la verdad de ese acto.
La policía, que había cerrado las puertas del edificio, comprobaba las identidades.
Félix y yo, manteniéndonos un poco aparte de la multitud empavorecida, esperábamos a Lisa.
–¿Se han fijado en ese pequeño cuaderno tan extraño que había encima de la mesa cerca de Schiller? – murmuró alguien a corta distancia de nosotros.
Me sobresalté: era el padre Francis.
Schiller, en efecto, lanzaba de vez en cuando furtivas miradas a un cuaderno situado en una mesa cerca de él, un pequeño cuaderno marrón.
–Entre los discípulos de Jesús -prosiguió, con su voz almibarada, el padre Francis- había una secta, los judasitas, rama de los cainitas, que asignaba a Judas una importancia superior a la de Juan, el discípulo bienamado. Según ellos, Judas entregó a Jesús porque él era el único que sabía que éste era el enviado de Dios: de ahí que, al poseer la gnosis, sea él el verdadero autor de la Redención, que ha traído la mayor bendición a la humanidad. El término empleado en los Evangelios para designar la muerte de Judas proviene de apagcho, que significa no sólo «ahorcarse», sino también «estrangularse». Por eso se cree que Judas entró en trance y se estranguló según un rito especial…
–¿Por qué nos cuenta eso? – lo interrumpió Félix.
–Ahora se lo explicaré, hijo -contestó el padre Francis con aire de entendido-. Hay un evangelio de Judas, pero se perdió. Ese evangelio no se refería al saber de Dios, sino al de Satán.
–¿Lo dice por lo del cuaderno marrón de la filmación? Le puedo asegurar que he visto bastantes manuscritos antiguos para saber que ése no databa de la época de Jesús -precisé yo-. Ese cuaderno tendría unos cincuenta años a lo sumo.
–¿Sí? – dijo el padre Francis-. Entonces dataría…
–De la Segunda Guerra Mundial, sí, ésa es mi opinión -concluí.
–Eso no impide que sea un manuscrito de Satán, hijo mío -murmuró el anciano-. Es un eslabón de una larga cadena de libros de la misma casta.
–¿Qué casta? – pregunté.
Feliz por haber encontrado un oído atento, el anciano prosiguió con renovado brío:
–Los libros más conocidos son El gran libro mágico, La clavícula de Salomón, La magia negra y El gran Agripa. Investidos de fuerzas infernales, permiten descubrir todos los tesoros ocultos y obtener obediencia de todos los espíritus.
»Luego están El gran Alberto, que contiene los secretos de los hombres y de las mujeres, y El pequeño Alberto, que trata de la magia natural y cabalística, y también El dragón rojo o el arte de dominar los espíritus, El dragón negro o las fuerzas infernales sometidas al hombre, La gallina negra o la gallina de los huevos de oro…
»Además, está El Agripa, un libro enorme que, puesto en pie, tiene la altura de un hombre. Es extremadamente peligroso. No hay que dejarlo bajo ningún concepto al alcance de la mano.
»Por eso se tiene la costumbre de colgarlo, con una cadena, de la viga más fuerte de una habitación reservada exclusivamente a tal fin. Mientras no haya necesidad de consultarlo, se debe mantener cerrado mediante un recio candado.
»Y, mucho cuidado -agregó el padre Francis, levantando un dedo como si nos diera un importante consejo-, la viga no debe estar recta, sino torcida. Es de vital importancia.
–¿No va a acabar nunca con sus monsergas? – lo atajó Félix, exasperado.
Al ver a Lisa comenzó a alejarse, pero el padre se interpuso en su camino.
–Y hay algo más: el hombre que posee uno de estos libros exhala un olor particular; una mezcla de azufre y de humo… ¿Saben por qué?
Félix apartó al sacerdote con la mano y echó a andar. El otro siguió hablando, sin embargo.
–Porque tiene trato con el Diablo -le lanzó a la espalda-. Por eso se apartan de él. Y además no camina como todo el mundo. Vacila a cada paso, por temor a pisar un alma.
–Un poco como usted, ¿no? – señaló Félix, volviéndose de repente.
–¡No se ría, hijo! No es éste tema para burlarse.
–¿Y qué contienen esos libros? – reanudé yo, convirtiéndome en blanco de una mirada asesina de Félix.
–Los nombres de todos los diablos y también la forma de invocarlos. Y además, el nombre de las almas condenadas. Enseñan a cerrar pactos con los demonios, sean cuales sean, sin que éstos puedan hacer ninguna trampa; enuncian los nombres de los principales espíritus de los infiernos y dan información valiosísima sobre la manera de descubrir tesoros y esquivar la enfermedad. Hay también oraciones infalibles para conversar con el Diablo, para adquirir el recuerdo reciente de lo que ocurrió hace mucho, para volver inmortal a un gallo o incluso para conseguir el amor de la mujer que se desea…
–¿Para conseguir el amor de la mujer que se desea? – interrumpí.
–¡Por supuesto! ¿Le interesa? Basta decir, mientras se recoge la hierba de los nueve caminos o concordia: «Yo te recojo en nombre de Shiva para que me sirvas para procurarme el amor de…», y se da el nombre de la persona amada, después de lo cual se le tira discretamente un poco de esa hierba sobre la espalda, sin que se dé cuenta. Otra manera es llenar un jarrón con cien gramos de hachís, cinco gramos de flor de cáñamo y de amapola, mezcladas con raíz de eléboro, una pizca tan sólo, y dejarlo todo, bien tapado en el fuego, al baño María durante dos horas. Por la noche, antes de acostarse, se extiende este ungüento en la parte posterior de los dedos del pie, en el cuello, luego debajo de las axilas y en la región del gran simpático, hacia la derecha, y se engrasa uno bien pensando intensamente en la persona amada. También puede arrojarse un corazón de paloma acribillado de alfileres, en número impar, que se tirará a una hoguera de sarmientos de vid, al tiempo que se declara: «Quiero que el corazón de la mujer que amo arda de amor por mí como arde este corazón en el hogar.» O bien se puede uno revolcar desnudo en el rocío la noche del 30 de abril al 1 de mayo…
–Ya es suficiente -dijo Félix.
–¡Ah! Tiene miedo, hijo. No le falta razón. Estos libros son peligrosos, pueden paralizar a los que los detentan, pueden poseerlos. Quienes los leen están sujetos a una misteriosa influencia y llevan al Diablo dentro de sí: son a la vez su morada y su esclavo. Acatan su voluntad y obran sólo bajo su influencia. El Demonio se pone a hablar por su boca, a pensar con su cerebro, a actuar con sus extremidades, y tienen a menudo alucinaciones.
–Vale -lo atajó Félix-. Ya hemos tenido bastante. Muchas gracias por el cuarto de hora de diversión. Ha sido muy entretenido.
Me arrastró a la fuerza y nos reunimos con Lisa.
El día siguiente fue uno de esos días luminosos que se dan sólo en Estados Unidos, en los que el cielo presenta un azul tan vivo que parece salido de un decorado de cine. La cúpula del Capitolio brillaba bajo los rayos de sol. La ciudad parecía, más que nunca, un Olimpo triunfante y soberbio, ajeno a lo que acontecía en su seno.