El padre Francis se incorporó pronto a nuestro reducido grupo. En el fondo nadie deseaba su compañía, pero no podíamos dárselo a entender.
De pronto reparó en dos hombres que conversaban y se dirigió hacia ellos, indicándonos que lo siguiéramos. Uno de ellos era un hombre alto y delgado, de cabello oscuro y tupido, cortado a cepillo, mirada inteligente y sonrisa sarcástica.
–Les presento a Ron Bronstein -dijo el padre Francis con un guiño de ojos.
–Álvarez Ferrara, un viejo conocido -dijo a su vez Ron Bronstein señalando a su interlocutor-, ex embajador de Argentina en la ONU. Nos conocimos hará unos diez años en los encuentros de la Unesco.
El hombre que se inclinó para saludarnos, de estatura mediana, tendría unos setenta años. Sus ojos quedaban ocultos tras unos cristales oscuros y su cara, de piel reseca y arrugada, estaba devastada por la varicela. En su nariz chata aparecían finas venillas rojas. Lo más asombroso, con todo, era su boca sin labios, semejante a un abismo sin rebordes, un agujero que se abría en medio de su cara.
–¿Su país se interesa por los encuentros relativos a la Shoah? – preguntó Félix.
–Digamos que… me encuentro aquí un poco por azar -respondió-. Estoy en Washington por cuestiones profesionales, pero me he enterado de que el señor Bronstein estaría presente y he decidido venir a saludarlo…
Lanzó una mirada de complicidad a Bronstein. Estuvimos charlando un momento con los dos hombres sin hacer la menor alusión a nuestra investigación. Después nos separamos de ellos. Regresamos al hotel donde nos habíamos alojado y en el que también se había instalado el padre Francis. Al llegar, decidimos tomar una copa en el bar. El padre Francis nos seguía como una sombra.
Lisa y yo queríamos evitar hablar del museo, pero el anciano se las compuso para desviar la conversación hacia los judíos y los cristianos. Félix encendió un puro con gesto nervioso y soltó una nube de humo.
Noté que estaba a punto de estallar cuando el viejo declaró que que quería cargar sobre sí el sufrimiento de los judíos en Auschwitz. Lisa lo observaba sin decir palabra, con una mirada de franca compasión.
–Recuerdo las palabras que dirigió el Papa a los judíos de Varsovia el 14 de junio de 1987 -decía el padre Francis-. «Cuanto más atroz es el sufrimiento, mayor es la purificación. Cuanto más penosas son las experiencias, mayor es la esperanza. Podéis continuar con vuestra vocación particular… Es vuestra misión en el mundo contemporáneo.» Cuando visitó el campo de Mauthausen en 1988, dijo que los judíos han enriquecido al mundo con su dolor.
–¿No se da cuenta de que está profiriendo obscenidades? – lo interrumpió con aspereza Félix.
A continuación aplastó con rabia la colilla del puro en el fondo del cenicero.
–Si se admite que el sufrimiento tiene un sentido, ¿cómo puede comparar Auschwitz con las otras desolaciones?
–Pero si es el calvario de Jesús en la cruz, hijo mío. ¡Es el misterio divino que garantiza la salvación!
Se produjo un silencio tenso. Lisa y yo nos miramos, con el mismo pensamiento. Yo estaba seguro de que Félix iba a montar un escándalo.
–Lo que murió en Auschwitz fue el cristianismo -dijo-, igual que todas las religiones. Auschwitz no es la Pasión. Ni de Jesús, ni de nadie. La Shoah tiene que ver sólo con los hombres y con su espantosa cobardía frente al mal.
Félix tomó su vaso y, tras agitar el hielo, declaró sin más:
–Pero quizá sea necesario que le inflijan el mismo final que a Schiller para que entienda de una vez.
Durante un momento, permanecimos boquiabiertos. El padre Francis lo observaba con ojos inexpresivos mientras apuraba su copa sin inmutarse en lo más mínimo.
–¿No crees que eres un poco duro con nuestro amigo? – logró articular al fin Lisa.
Yo, por mi parte, estaba sorprendido por la actitud de Félix: es cierto que Auschwitz suscitaba preguntas existenciales y que todo el mundo debería haberse tomado las cosas tan a pecho como él. De todas formas, viéndolo de repente tan involucrado con la Shoah, cabía preguntarse si no tenía alguna ascendencia judía.
El padre Francis debió de hacerse la misma reflexión, puesto que tuvo la inoportuna idea de expresarla en voz alta.
–Habla como Hitler -le replicó, cortante, Félix-. Yo soy goy, de pies a cabeza. Y precisamente por eso me interesa esta cuestión. Desde mi punto de vista, si algo puede afirmarse de la Shoah es que no es un asunto exclusivo de judíos.
Así era Félix: era hábil para el insulto y no le costaba encontrar palabras envenenadas para desarzonar a sus adversarios. Yo, que lo conocía bien, sabía con precisión cuándo estaba a punto de proferir una terrible insolencia. Sus ojos de brasa se entornaban un poco, adoptando un brillo maligno, su boca se torcía con una mueca que expresaba una mezcla de desaprobación y asco, entonces yo sabía que de sus labios iban a salir no las perlas habituales, sino los sapos más horripilantes.
Para recobrarnos de la emoción y distender un poco el ambiente, pedí vino. Bajo la mirada triste del padre Francis, bebimos en silencio, una copa, luego dos, después tres…, un poco más que de costumbre.
El vino me producía variados efectos, que iban desde un ligero desajuste de la percepción hasta la euforia o la plenitud extática. Félix, cuando estaba borracho, comenzaba a hablar de manera totalmente desenfrenada, avanzando por medio de asociaciones de ideas, y a menudo extraía de esas elucubraciones pensamientos más precisos, verdades más profundas. Lisa, por su parte, tal como constaté con asombro, tenía un aguante fabuloso.
–Pues oíd lo que os voy a decir -vaticinó Félix al cabo de una hora y seis copas-. En el fondo, bien mirado…, no me desagrada lo de Schiller… Ese viejo cretino recibió lo que se merecía. Desbarraba totalmente. Y además, si lo han matado los neonazis, tanto mejor. Eso demuestra, una vez más, que no han entendido nada…
–¿Por qué dices que lo han matado los neonazis? – lo interrumpió Lisa.
Félix pareció desconcertado. Se quedó inmóvil un momento, como si esperara algo. Yo estaba nervioso, pues tenía una vaga conciencia del peligro que representaba volver a tocar aquel tema, y me mantuve a la expectativa. Entonces, no sé de dónde, me vinieron a la mente unos versos:
Antes de que me vaya sin retorno
al país de las tinieblas y de la sombra densa
donde reinan la oscuridad y el desierto
donde la misma claridad recuerda la noche oscura
Advirtiendo su turbación, Lisa se prestó a ayudarle:
–Es cierto que Schiller no había entendido nada… Decía que es imposible que un Dios omnisciente ignore lo que ocurre en la tierra. Decía que lo sabía todo, desde siempre. Que conocía los pecados de la humanidad antes del diluvio. Él nos lo había advertido: llegaría el día en que íbamos a traicionarlo y a faltar a su ley. Por eso recibiríamos castigo y no sabríamos la razón de nuestro sufrimiento. Para Schiller, Dios no se escondió en Auschwitz; somos nosotros los que hemos perdido la capacidad para oírlo. Decía que si los niños hicieran caso a sus padres, si los maridos y las mujeres se respetasen, no se habría producido la Shoah. Decía que Dios no esconde jamás su rostro… Decía que Dios había provocado la Shoah para castigar al pueblo hebreo por sus faltas…
–Pues claro, por supuesto, y tenía razón -encareció el padre Francis-. Decía que Auschwitz es el purgatorio. Pero el purgatorio es esto. Ahora es cuando puede verse abreviada la pena de los muertos gracias a las voces de los vivos. Ahora es cuando se juzga la responsabilidad individual, se evalúan la imperdonable culpabilidad de los pecadores criminales y los pecados veniales. Estamos entre el paraíso y el infierno, en los círculos de fuego, entre los lagos y los mares de fuego, los anillos, las paredes y los fosos. Créanme: por eso mataron a Schiller. Porque le tenían miedo, tenían miedo de lo que podía decir y hacer.
–¿Y qué podía hacer? – preguntó Félix.
–Era muy popular, desde luego. Habría podido subir al poder y no sólo en Alemania.
Lisa me lanzó una mirada inquieta. A pesar del alcohol, sus ojos no habían perdido un ápice de su vivacidad y agudeza. En el fondo yo me preguntaba, sin embargo, qué podía afectar a aquella alma, tan elevada y digna que parecía casi intocable.
Al día siguiente, se proyectaba el documental. Félix, Lisa y yo acudimos a las diez de la mañana al gran anfiteatro del museo. Al entrar en la sala, un graderío frente a una pantalla inmensa, sentí que se me aceleraban los latidos del corazón. ¿Era por la perspectiva de ver a Carl Rudolf Schiller, vivo, en la película? ¿O era a causa de la noche que había pasado, arrugando las sábanas de la cama mientras pensaba en Lisa, que dormía a apenas unos metros a unos cuantos tabiques de distancia? Era como si oyera su respiración. Quizá se debía simplemente al café solo en el que me había empapado los labios por la mañana, para despertarme y para captar plenamente lo que me estaba sucediendo: ella estaba allí, delante de mí, tomando el desayuno, ella estaba allí, tranquila, bebiendo té y dirigiéndome miradas a hurtadillas, ella también.
Si bien carecía de la formación filosófica suficiente para comprender todo cuanto se decía en los debates, me pareció que allí se dirimía algo importante: ¿cómo es posible el mal, si se concibe a Dios como el señor de la historia? ¿Cómo ha podido un Dios bueno crear el mal? La idea de un Dios providencial exige una teoría capaz de explicar el mal. Ahora bien, el mal, en su forma absoluta, pone en tela de juicio la existencia de Dios, o cuando menos la de la Providencia divina. La teodicea clásica resuelve ese problema diciendo que desconocemos el punto de vista de Dios, y que lo que es un mal en nuestro nivel humano puede ser un bien en un nivel superior al que no tenemos acceso. La Shoah, no obstante, añade nuevas dudas a todas las teodiceas: en la Shoah no puede haber racionalización del mal, que sería un medio para un bien futuro, porque nada puede justificarla, porque no puede afirmarse que la Shoah sea un bien que ignoramos.
Algunos, en su desarrollo de una nueva teoría, rechazaban al Dios del judaismo tradicional y consideraban el regreso a Sión como un momento de kairós, de transformación decisiva de nuestro tiempo. Propugnaban un redescubrimiento de las religiones arcaicas para volver a conectar con los poderes de vida y de muerte de Baal y de Astarté. Para ellos la tierra es una madre, pero una madre caníbal que, tarde o temprano, consume lo que ha puesto en el mundo. Si Auschwitz tiene un sentido, es el del ciclo natural de la vida y el renacer: hubo muerte para el pueblo que se proclamó el Elegido entre las naciones y después hubo resurrección en la tierra de Israel. No en vano la elección corre pareja con la vulnerabilidad de aquellos que son ofrecidos en sacrificio en los tiempos de crisis.
Según esta concepción, los nazis no eran paganos, sino satánicos anticristianos. Igual que los sacerdotes del diablo, su problema era, precisamente, que creían pero que creían demasiado. Celebraban una misa negra, no por falta de fe, sino porque odiaban a Dios. A la manera de un grupo de religiosos rebeldes, querían invertir los cánones de la religión establecida.
En la tercera entrevista filmada aparecía Mina Perlman en su despacho de la École Pratique des Hautes Études. Su media melena rubia, su tez transparente, sus ojos azules, pequeños, intensos, rebosantes de inteligencia, revelaban un alma ardiente. Con su voz grave, Mina explicaba que, según ella, existía una conjunción teológica entre la Shoah y el Estado de Israel.
–Si el sionismo y el retorno de los judíos a su tierra son anteriores a la Shoah, para mí la creación del Estado de Israel después de la guerra es inseparable de la catástrofe -expuso Mina-. Auschwitz es el purgatorio y el Estado de Israel es la redención del pueblo judío, una primicia anticipada de los tiempos mesiánicos. El heroísmo de los primeros inmigrantes demuestra a las claras que el sionismo era una teofanía de la voluntad colectiva judía con respecto al Absoluto. Lo que quiero decir es que, de una manera o de otra, hay una redención posible, incluso después de las peores atrocidades.
La principal atracción del documental era, naturalmente, la entrevista con Carl Rudolf Schiller, que había sido filmada varios meses antes de su muerte, en Berlín. Fue un poco como una aparición; un fantasma resucitado. Yo recordé, de pronto, todas las veces que lo había visto hablar en coloquios y el asombro que me había producido el carisma de ese teólogo, ese tribuno que concitaba el entusiasmo de las masas, que tenía fe en Alemania después del destino siniestro que había infligido a este siglo. También rememoré nuestro primer encuentro en casa de los Perlman, seis años antes. Aquel incansable viajero, aquel hombre de firmes convicciones, aquel creyente, me había causado una gran impresión. Todo había acabado, sin embargo: él ya no existía y, por más que sus labios se movieran en la filmación, era otro Schiller, un falso Schiller, un Schiller que sobreviviría eternamente al hombre de carne y hueso, pero a fin de cuentas un Schiller de papel.