—Oye, me ha dicho Dana que el médico te ha dado unas pastillas. Drogarse a tu edad debe de molar.
—No pienso tomarlas —dijo el abuelo—. Quieren matar moscas a cañonazos. A mí no me pasa nada, estoy bien, en serio. Solo que me despisto un poco de vez en cuando.
—Lo sé, aitite.
Aquellos ojos duros de marino habían comenzado a cristalizar.
—Además ¿qué saben los médicos? Cuando más los necesitábamos no pudieron ayudarnos en nada. ¡En nada!
Me imaginé que se refería a mi madre. A su única hija. Vi que nacía una lágrima en el borde de sus ojos oscuros. El suelo de pinotea canadiense la recibió en silencio.
—¿Me guardas un secreto? No se lo digas a Dana.
—Vale.
El abuelo sacó un viejo álbum de fotos del armario. Escondida detrás, al fondo, había una botella de Soberano. Pensé que debía de ser el último hombre del mundo que bebía brandi. Además de la botella, el abuelo escondía una copa. La llenó hasta la mitad y le dio un gran trago.
Nos sentamos en las butacas del despacho y me quedé con el álbum en el regazo. Eran fotos muy viejas de cuando mi madre era una niña. Veranos en blanco y negro en los que yo ni existía.
—No había visto estas fotos.
—¿Quieres un poco? —dijo mi abuelo, sirviendo la copa otra vez.
—No.
—Bueno, pues me beberé tu parte.
Estuve mirando todo aquello un rato. Mi abuelo con sus greñas sesenteras, mi madre vestida de princesita, y mi abuela, Marie, una elegante mujer provenzal que murió igual que ella, demasiado pronto. Después había algunas fotos de mi madre en San Sebastián, donde estudió en un internado durante casi toda su adolescencia, mientras mi abuelo navegaba sin parar, sin querer volver a tierra, intentando cerrar una herida imposible de cerrar. Había algunas fotos de Begoña Garaikoa en el paseo de La Concha, uniformada, con una sonrisa cándida y alegre de catorce años. Me pareció reconocer a Mirari en una de ellas. La chica, que estaba haciendo el tonto sobre la arena de la playa, era idéntica a Erin de joven. Yo sabía que habían sido muy amigas en la juventud. Había otra chica, pelirroja, más delgada, que también me sonaba tremendamente, aunque no pude recordar su nombre.
Encontré la tira de un fotomatón en la que faltaban dos fotos. En esas instantáneas parecía haber alguien más en la cabina, pero no se le acababa de ver. Mi madre se reía a carcajadas. Tenía una sonrisa preciosa, catorce años y muchos amigos. Pensé en lo inmortal y lo feliz que debía de sentirse ese día en San Sebastián.
2
Esa tarde Erin vino a buscarme después del trabajo. Llevaba un par de tablas en el techo del Golf.
—¿Sigues con la idea del surf? —le dije—. ¡Pero si hace un tiempo de perros!
—¡Vamos, no seas cobarde! Tengo dos neoprenos, por si te animas.
El cielo se aclaraba un poco llegando al mar. El manto de nubes se resquebrajaba y dejaba entrar algunos rayos de sol. No obstante, el frío seguía siendo frío, aunque Erin había mirado internet y decía que el agua estaba a diecinueve grados.
—No hace falta que entres, me imagino que no estás como para tirar cohetes.
—Ve tú primero. Si veo que sobrevives, igual me animo.
La miré correr por la arena, vestida con su neopreno negro. Sus fantásticas piernas eran algo que podía mirar durante horas sin cansarme. Lanzó la tabla al agua, se echó encima y comenzó a remar hacia las olas, no muy altas, que rompían en un mar de perfecto color metálico. A esas horas de la tarde no tenía que compartirlas con nadie.
Yo me quedé sentado encima de nuestra toalla, junto al gigantesco tablón de novato. Erin quería que yo aprendiera a hacer surf. Vivir en la costa y desaprovechar un mar así era del género idiota, pero ¿hacía falta meterse al mar en pleno octubre?
Sorbí un café de termo y miré el móvil. Txemi seguía sin responder a mi llamada y comenzaba a mosquearme. Abrí el navegador y miré las noticias. Esa tarde, después del almuerzo, había empezado a elaborar una hipótesis.
Era miércoles 30 de octubre y ese hombre de la fábrica llevaba muerto desde el sábado 26 de madrugada. Eso eran cuatro días. Suficiente para que alguien (su mujer, sus padres, sus hermanos) hubiera dado la voz de alarma. Así que había rastreado los periódicos locales en busca de una noticia similar. Un desaparecido. Un muerto. Algo. Pero los periódicos de la zona solo hablaban de accidentes de tráfico, partidos de fútbol y políticos. Lo más trágico eran tres intoxicados por setas venenosas, que se recuperaban en el hospital de Cruces.
No me apetecía hacer surf, pero pensé que un baño no me vendría mal. Me vestí el neopreno y aun así me quedé sin respiración nada más meter los pies en el agua. Cuando el nivel del mar cubrió mi termómetro natural, decidí que lo mejor era nadar para entrar en calor.
Erin estaba sentada sobre su tabla encima de aquel mar color acero. Llegué y me agarré del borde.
—¡Está helada!
—No es para tanto. ¿Te acuerdas hace un año? —dijo Erin.
—Sí. Cómo olvidarlo.
Era cierto. Ese miércoles 30 se cumplía un año de mi casiahogamiento en aquella misma playa, aunque aquella tarde hacía mucho más calor —uno de esos miniveranos que cada día son más comunes en la costa vasca—. Yo había subido a la ermita de San Pedro de Atxarre y había descendido por el lado del mar. Hacía calor y me encontré aquella playa preciosa, Laga, donde solo había unos cuantos surferos cabalgando sobre las olas.
Llevaba una buena sudada y me apeteció darme un baño. No supe apreciar el peligro de esas olas brutales y esa resaca espumosa color arena. Fui sorteando las olas por debajo, nadando mar adentro para evitar la rompiente y, cuando quise darme cuenta, una poderosa resaca me tragaba mar adentro.
Hice todo lo que debes hacer para morir ahogado: me puse nervioso y empecé a nadar desesperadamente y en línea recta hacia la playa… Cuando ya llevaba unos cinco minutos haciéndolo, comencé a sentir calambres, a tragar agua…, estaba a punto de morir de una forma bastante estúpida cuando apareció por allí una surfera vestida con su neopreno negro. Cualquier otro hubiera sido bienvenido (un surfero calvo y con perilla, por ejemplo), pero que fuese Erin elevó el momento a la categoría de «aparición celestial». Me gritó: «¡Cógete de la tabla!», y lo hice, sin dejar de toser agua y darle las gracias.
«No hables. Respira.»
Un par de surferos salieron a la playa con nosotros. Se aseguraron de que no me moría y me pusieron unas toallas encima para que entrase en calor. Uno de ellos era Joseba, el padre de Erin. Fue él, en realidad, el que me invitó a su casa.
«No podemos dejarte aquí con el susto que llevas en el cuerpo. Anda, no hay nada que no se arregle con un buen chocolate caliente.»
Erin y su padre eran amantes del surf (Mirari no era muy fan del agua), y solían pasar algunos fines de semana en una cabaña de madera, muy cerca de la playa. La cabaña estaba «instalada» en las faldas de la montaña, por la misma senda por la que había bajado. Era una de esas casas modulares, como cajones, que se instalan de una pieza, con una base de pilastras de madera. Resultó que Joseba era el arquitecto que las diseñaba. También era el fundador de una empresa, Edoi Etxeak, que se dedicaba a construir y vender casas y edificios de madera por todo el mundo. Eran los líderes absolutos de su sector en España. O sea, que les iba de cine y ganaban dinero a carretas.
De todo esto me enteré esa misma tarde, al calor de una chimenea y con una taza de chocolate en las manos. Joseba era un gran conversador y yo me mostré muy interesado por todos los detalles del negocio de las casas modulares. En serio: de verdad estaba interesado, pero también es cierto que cualquier excusa era buena para seguir allí, sentado tan a gusto al lado de su bellísima hija. Reconozco que estaba hechizado con Erin. Tan guapa, silenciosa, tan misteriosa. Ella se dedicaba a mirarme sin decir palabra, como si todo aquello la divirtiera de lo lindo. A fin de cuentas, yo era su pesca de esa mañana. Me había sacado de las aguas y le pertenecía. Se lo dije así, a modo de chiste, cuando me condujo hasta la casa de Punta Margúa, a última hora del día.
«Ahora que me has salvado la vida, te debo la mía. Puedes hacer conmigo lo que quieras.»
«¿En serio? Vale —dijo divertida—. Pues dame algo de tiempo para pensarlo.»
Esa noche, cuando nos despedimos, me quedó la sensación de que había saltado alguna chispa entre Erin y yo. Solo era una sensación, pero rápidamente me quité esa idea de la cabeza. A una belleza como ella no se le había perdido nada en mi jardín. Además, a menos que regresara a esa playa a intentar ahogarme otra vez, pensé, no volveríamos a vernos nunca más.
Me equivocaba en ambas cosas. Esa misma noche, según yo relataba mis desventuras playeras en la cocina de Villa Margúa, recibimos una llamada telefónica de la casa de los Izarzelaia.
«Cuando mi hija me ha explicado dónde vivías —dijo Mirari—, he sabido que debías de ser tú, el hijo de Begoña Garaikoa.»
Y así supe que Mirari, la madre de Erin, había conocido a mi madre. De hecho, habían sido buenas amigas en su juventud. Y después de tantos años, el mar nos había hecho encontrarnos otra vez.
Una hora más tarde estábamos ya en la cabaña, desnudos bajo un vaporoso chorro de agua. Erin había encendido unas velas aromáticas, puesto música de Otis Redding y me estaba dando un magnífico masaje de espalda. Empezó a frotarme con la esponja muy suavemente, de arriba abajo, hasta que tuve la espalda bien enjabonada. Entonces se centró en mi trasero. Y después de eso, pasó la esponja a la parte delantera y se topó con la barrera levantada.
—Uy… ¿Y esto?
—Esto es un regalito de aniversario.
Castigado de cara a la pared, dejé que Erin me hiciera aquella deliciosa manualidad con aroma a champú hasta que ya no pude más.
—¡Para, para…!
—¡¿Qué?!
—Es que el surf me ha dejado hecho polvo, Erin. Creo que solo tengo un cartucho.
—Vale, pues vamos a gastarlo.
Salimos de la ducha y nos dejamos caer sobre la cama del dormitorio principal. Las cortinas abiertas. ¿Qué importaba? Solo nos podían ver desde allí las gaviotas.
La cabaña estaba situada sobre la playa de Laga, con su terraza sustentada por unos pilares vertiginosos entre los árboles. Era una maravilla del mimetismo, al estilo de la famosa casa en la cascada de Frank Lloyd Wright. Mucha gente se paraba en la carretera para sacarle fotos. Era casi como un cartel publicitario de la empresa de Joseba.
Erin se me colocó encima y yo le pregunté por un preservativo. Resultó que nos los habíamos dejado en el coche, así que lo hicimos jugándonosla un poquito. Y pasó el clásico accidente que suele pasar con la marcha atrás.
—¿Estás seguro? —preguntó ella al terminar.
—Joder. Nunca se puede estar del todo seguro. Pero creo que no.
Erin se tumbó mirando al techo.
—Si me dejas embarazada, tendrás que casarte conmigo —dijo con voz de estar bromeando.
Se rio. Yo también, aunque el comentario me recordó la escena de la casa de Leire y Koldo, y el asunto de los bebés.
—Oye, ¿podemos hablar de eso?
—¿De qué?
—De lo del bebé. El otro día lo mencionaste en casa de Leire y… Bueno…, me sorprendió un poco. ¿De verdad te lo planteas?
—No sé. Por un lado me da mucho miedo. Por el otro… ya tengo casi treinta.
—Vale. Claro.
«Glups.»
—Y ¿qué piensas tú de eso?
—¿Yo? Bueno. No lo había pensado realmente.
—Los tíos no soléis pensarlo. Aunque ponéis todos los medios, eso sí.
—¡Oye, que lo de la marcha atrás no se me ha ocurrido a mí solo! —protesté.
Erin se rio.
—¿Te gustaría tener familia?
—Sí… Yo crecí solo, con mi madre, y me moría de envidia cuando veía esas grandes familias reunirse en Navidad. Pero me da miedo ser un padre cabrón.
—¿Un padre cabrón?
—Mi padre biológico me abandonó. Después tuve un padrastro que me amargó la vida. No sé. Temo convertirme en otro desperdicio de padre.
—Bueno, el hecho de que te lo plantees ya dice mucho de ti, Álex.
Erin se me abrazó y yo me quedé quieto, mirando las copas de los árboles a través de una claraboya que quedaba justo encima de la cama.
—Yo, cuando era niña, solo quería eso: hermanos, hermanas… —dijo ella—. Mis padres solo pudieron tenerme a mí y fue casi de milagro. Al parecer mi madre tenía un problema en el útero. Creo que, durante un tiempo, pensaron en adoptar… pero al final no lo hicieron.