La apreté contra mi cuerpo y Erin me besó.
—¿Hay alguien despierto ahí arriba? —pregunté.
—No. Dana me ha puesto un té mientras te esperaba. Creo que ha subido a su dormitorio a leer.
—Mejor —dije yo—, porque nos vamos ahora mismo a mi cuarto.
Yo tenía el cuerpo lleno de electricidad, de tensión que necesitaba descargar. Erin fue como mi polo opuesto aquella noche. Ella, que era la que solía ser ruidosa, mantuvo la compostura. Y yo, que suelo ser bastante callado, terminé gritando como si se me rompieran las costuras. Lo hicimos dos veces casi seguidas, y después nos arrebujamos debajo del edredón. Hacía frío en la casa y estábamos desnudos. Me dediqué a acariciar su cuerpo mientras pensaba que en algún momento tendría que bajar y hacerme cargo de las bolsas, de esa piedra llena de sangre.
—¿Has hablado con Denis últimamente? —dijo entonces Erin.
—¿Yo? No, ¿por qué?
—Por nada. Ha hecho un comentario… Bueno, una tontería. Ya sabes lo moscón que es.
—¿Qué ha dicho?
—Ha insinuado que estuviste de fiesta el viernes. No sé de dónde ha sacado eso.
—Yo tampoco. ¿No ha dicho nada más?
—No. Y le he dicho que se dejara de bobadas y me hablara en serio. Pero entonces se ha salido por peteneras. ¿Es posible que estuvieras en una fiesta?
Me quedé pensando en esa especie de sueño recurrente: la fiesta. Chet Baker. La mujer del vestido. El hombre gigante y el tipo de la barbita. Hasta esa noche había pensado que todo era una especie de alucinación… pero el muerto había resultado tan real como el frío que sentía. Además, también había tenido un pequeño flash con Denis.
—No lo recuerdo. Quizá tendría que llamarle.
—No te preocupes. Ya sabes cómo es Denis. A veces se pasa con sus chorradas.
Erin y Denis eran amigos desde niños, ambos hijos únicos, de familias muy pudientes. Fueron al mismo colegio, al mismo instituto y, más tarde, al mismo colegio mayor en Madrid. Para más inri, el padre de Denis —Eduardo Sanz— se había convertido en el socio principal en la empresa de Joseba Izarzelaia. Cuando le conocí, con semejante currículum, pensé que Erin y él habrían tenido algún tipo de romance. Pero Erin me lo aclaró rápidamente.
«Un poco difícil: es gay.»
«Entonces ¿por qué me lanza esas pullas? Pensaba que serían celos de un ex.»
«Es un poco sobreprotector conmigo. No te lo tomes a mal. Lo ha hecho con todos mis novios.»
Nos abrazamos y escuchamos el ruido de la lluvia golpeando el tejado. Erin se durmió antes que yo y pensé que sería un buen momento para levantarme a coger mis cosas del Mercedes del abuelo y esconderlas, pero antes de reunir las fuerzas para hacerlo, el cansancio se me llevó a mí también.
Me desperté a las diez y media y Erin ya se había ido. Claro, era miércoles y ella tenía un trabajo «de verdad». Había una nota en la puerta:
«Esta tarde dan buenas olas. ¿Te apetece que cenemos en la cabaña de la playa?»
Tuve un pequeño instante de felicidad pensando en eso, pero enseguida se arruinó. Recordé la noche pasada en la fábrica y una terrible ansiedad me envenenó la sangre. Ese hombre muerto. Mi muerto. Y yo seguía sin saber por qué lo había hecho.
«Vamos —pensé—. Hay que seguir haciendo cosas.» Había dejado mi bolsa Arena con la piedra y la mercancía en el Mercedes del abuelo. Lo primero que debía hacer era sacar aquello de allí y ponerlo a buen recaudo hasta que encontrase otro escondite fuera de la casa.
Bajé a la primera planta. No había nadie. Tampoco en la terraza. ¿A dónde habrían ido? Muchas mañanas el abuelo salía a darse un largo paseo por el caminillo de Katillotxu, y a veces Dana le acompañaba con un cesto, por si pillaban alguna seta. Fui a la cocina y, según me disponía a prepararme un café, mis ojos volaron hasta el calendario. Miércoles, 30 de octubre, y dos palabras manuscritas en rojo: CONSULTA NEURO.
Claro. Esa mañana el abuelo tenía su cita mensual con el neurólogo. Solía llevarle yo, pero seguramente Dana había decidido no molestarme. Caí en algo y me quedé sin aire durante un par de segundos. ¡El coche! Dejé el café a medio hacer y bajé corriendo por las escaleras del garaje. En efecto, el Mercedes no estaba. Dana y el abuelo se lo habían llevado, junto con mis cosas. Joder. Lo que me faltaba.
Subí de nuevo a la cocina, cogí el teléfono con idea de llamar a Dana, pero al final colgué. Lo peor sería llamar la atención sobre la bolsa. Cerrada parecía una bolsa de deporte normal y corriente. Pero si la abrían…
Una espiral de nervios me estranguló la garganta, pero hice por calmarme. «Respira un-dos-un-dos.» Terminé de prepararme el café y salí a la terraza con él. Me lie un cigarrillo y desayuné mirando los cargueros que desfilaban en el horizonte. La brisa del mar me espabiló.
¿Y qué importaba si lo encontraban? No me sentía exactamente orgulloso de ese «otro trabajo» que desempeñaba unas cuantas noches a la semana, pero tenía una buena razón para hacerlo. Debía mucho dinero y segar el césped de ocho casas no serviría, ni aunque fueran cien. Podría explicárselo al abuelo, a Dana…, quizá lo entenderían. Pero ¿Erin? ¿Joseba? ¿Mirari?
Rematé el café y subí a mi dormitorio. La noche anterior había guardado el iPhone en uno de los bolsillos de mi sudadera de trekking. Un iPhone que había sido el regalo de Erin por mi cumpleaños y ahora parecía una pecera llena de agua. Me imaginé que estaría frito, así que ni siquiera intenté cargarlo. Metí un alfiler en el lateral y saqué la tarjeta SIM, que era lo poco que podría salvar de él. Después cogí mi antiguo Android del cajón de la mesilla y lo puse a cargar. Me fui a duchar mientras alcanzaba el nivel mínimo de batería que necesitaba para encenderse. Jon Garaikoa no tenía internet en casa, de modo que mi única forma de conectarme al mundo moderno era mi SIM y una conexión 4G (aunque en Punta Margúa iba lenta como el caballo del malo).
Llevaba días sin encender el teléfono y había una pila de mensajes esperándome. Muchos de ellos eran de clientes y conocidos que se habían enterado de mi accidente y me deseaban una pronta recuperación. También había uno muy afectuoso de Joseba desde Tokio.
Querido Álex. Me acaban de decir lo de tu accidente. No sabes cuánto lo siento. Espero que te estés recuperando a marchas forzadas.
Abrí Telegram, donde también se acumulaban los mensajes, aunque estos eran de otro tipo. Durante el fin de semana habían llegado varios pedidos… A todos fui respondiéndoles lo mismo: que lo sentía, pero que «la tienda estaba cerrada temporalmente». No esperaba demasiadas quejas. Soy bastante barato y mi mercancía es excelente… pero no estaba en condiciones de ponerme a «pasar».
Entonces, mientras navegaba por estos mensajes, encontré uno del sábado especialmente interesante:
0.02 – Irati J.: Hola! Necesito unas cien pastillas de mildro. ¿Es posible esta noche?
0.05 – Yo: Hola. Sí. Te contacto en breve. 0.06 – Irati J.: OK. Gracias.
Aquello era bastante interesante, sobre todo porque la conversación había sucedido en la noche del viernes al sábado. La noche que era incapaz de recordar. La noche en la que había terminado matando a aquel hombre en la fábrica Kössler.
Miré la foto de perfil de esa chica. Irati J. era rubia, de unos cuarenta, tenía una nariz recta muy bonita. Por la cantidad que había pedido, seguramente sería algún tipo de enlace de un equipo deportivo, o un gimnasio. Ese montón de mildronates cuestan por lo menos trescientos euros.
Escribí un mensaje:
Hola, mil disculpas por lo del sábado. Tuve un imprevisto. Todavía estoy convaleciente. Te entregaré los mildros lo antes posible.
Después volví a mirar su foto y esperé un poco a ver si reaccionaba. Tardó unos minutos. No se quejó ni preguntó nada. Se limitó a escribir: «OK».
Me quedé pensando en esa conversación. ¿Fui a la fábrica a recoger ese pedido de mildros? ¿Esa era la razón que me situaba en la Kössler en la madrugada del sábado? Tendría sentido. Pero ¿qué pintaba aquel hombre allí? ¿Era una casualidad? ¿O me seguía por alguna razón?
Un escalofrío me recorrió la espalda cuando se me ocurrió la siguiente mejor explicación:
¿Y si era un policía?
Todo eso me llevaba al punto de partida, a la cuestión principal: ¿qué ocurrió el viernes? Lo único que sabía a ciencia cierta de ese día era que había ido a segar el césped a la casa de Txemi Parra. De hecho, recordaba una imagen con cierta nitidez: el actor caminando descalzo sobre la hierba, vestido con uno de sus estrafalarios conjuntos de estar por casa, mientras hablaba por teléfono. ¿Habíamos ido a una fiesta después de eso? Tratándose de Txemi, entraría dentro de lo razonable. De hecho, era lo más fácil que podía pasarte con Txemi.
Lo conocí una noche, en un concierto en el Blue Berri, el bar más cool (el único bar cool) de la zona. Yo acababa de llegar a Ilumbe y no conocía apenas a nadie y, entonces, según estaba en la barra pidiendo el quinto botellín de cerveza, vi a ese tío aparcando su codo junto a mí. Le miré de arriba abajo unas tres veces antes de preguntarle si era Txemi Parra, el rector de Piso de estudiantes. «¡Joder, me encantaba esa serie! —le dije—. Me salvaste de un montón de depresiones cuando vivía en Amsterdam.» Se rio, debí de hacerle gracia y me invitó a la cerveza y a las tres siguientes. Después nos fuimos a una fiesta en casa de unas amigas suyas y sellamos nuestra amistad con una borrachera tremenda. Le dije que estaba buscando trabajo como jardinero y él confesó que estaba harto del suyo, así que me dio mi primera oportunidad. Y desde entonces era una cita fija los viernes. Iba a su casa, le arreglaba el jardín y después me invitaba a un par de cervezas en la terraza, o a una partida de Mario Kart en el salón. Y alguna que otra noche, en alguna de sus idas y vueltas de Madrid, me llamaba para ir a tomar un par de copas. En el fondo, era un tipo solitario.
Bueno, pensé que Txemi podía arrojar algo de buena luz en esa oscuridad que se cernía sobre los acontecimientos del viernes. Le llamé por teléfono. Dos tonos y saltó un contestador: «Hola. Soy Txemi. Posiblemente estoy currando; de hecho, ojalá esté currando. Deja tu mensaje después del beep.»
No dije nada. Colgué y volví a llamarle. Realmente tenía que hablar con él y preguntarle qué había pasado ese viernes. Volvió a sonar el mensaje del contestador («ojalá esté currando») que parecía el motto de cualquier actor. Esta vez, dejé un mensaje:
—Hola, Txemi. Soy Álex. Llámame cuando puedas.
Dana y mi abuelo regresaron sobre la una. Mi abuelo parecía cabreado por algo. Entró en la casa y pasó a mi lado casi sin dirigirme la mirada. Me temí que todo eso pudiera estar relacionado con la bolsa, pero no era así.
—¿Alguna novedad?
—Ninguna —respondió Jon Garaikoa—, esos matasanos no tienen ni idea.
—Me alegro —respondí. Y le vi subir las escaleras.
Esperé a que Dana llegase a la cocina. Llevaba algo en las manos. Una bolsa de plástico de la farmacia. Me hizo un gesto para que guardara silencio mientras ponía el extractor de humos. Me habló al amparo de ese ruido.
—Le ha hecho algunas preguntas, como siemprre. Tu abuelo ha empezado bastante bien… pero después el médico ha empezado a ponérselo un poco más difícil. El pobrre Jon ha acabado algo desorientado. Me ha dado una lástima terrible… y entonces el médico ha dicho que quizá era hora de comenzar con algunas medicinas.
—Pero ¿hay un diagnóstico ya?
—No. Todavía no saben muy bien. El caso es que tu abuelo está un poco peor, Álex. Siento mucho decírtelo.
—Tiene que haber algo más que podamos hacer.
Dana no dijo nada, se puso a hacer la comida y yo bajé al garaje. La bolsa seguía en el asiento de atrás del Mercedes. No parecía que nadie la hubiera tocado. La saqué de allí y la coloqué detrás de mi amplificador, tapada con la misma manta. Después subí al despacho y llamé a la puerta. Mi abuelo no respondió. Abrí y me lo encontré mirando por la ventana.
—Necesito estar solo. No tengo hambre.
—Tampoco te traía comida —dije.
El despacho de mi abuelo era una habitación cuadrada, pequeña, con un par de grandes estanterías de libros, un buró de caoba y una pared dedicada a una colección de arpones «de los tiempos en los que los vascos llegaban a Canadá detrás de las ballenas».
Me acerqué a él. No éramos demasiado físicos, ni él ni yo, pero le pasé la mano por el hombro.