Era real. Yo estaba allí, la madrugada del sábado, en la vieja fábrica Kössler.
No supe más que eso. No podía rebobinar más. Solo me veía a mí mismo escapando de aquel lugar, aterrorizado por ese muerto que dejaba a mi espalda.
Deduje que habría llegado a bordo de mi GMC. Siempre hago lo mismo. La aparco en un lugar a un kilómetro de allí, en un polígono industrial. Recuerdo caminar por un robledal de regreso a mi furgoneta. Es una senda que ya casi nadie toma. Hay rutas mucho más vistosas y bonitas en el valle de Ilumbe. Iba desorientado, mareado, me tropecé con una raíz, me caí, pero de alguna manera llegué al otro lado: el polígono Idoeta. Talleres, garajes y almacenes. Algunos ya habían empezado a funcionar a esas horas, pero siempre aparco la GMC muy lejos de la actividad, en la esquina más lejana de la gran explanada de asfalto.
Entré en la furgoneta y cerré la puerta. Creo que me dormí un poco al recostarme en el asiento, pero después volví a despertarme con ese dolor áspero en la parte trasera de la cabeza. Pensé que alguien me había golpeado. ¿Ese hombre que estaba muerto cuando desperté?
—¿Álex? —preguntó la ertzaina—. Estás recordando, ¿verdad?
—Sí —dije yo—, espere solo un poco…
Seguí recordando. Estaba sentado en la furgoneta y me sentía mareado, con náuseas, dos síntomas que —como dice mi abuelo— hay que vigilar después de un golpe en la cabeza. Por eso, supongo, decidí salir de allí. No estaba para conducir, pero pensé que quizá todo fuese cuestión de minutos. No debía quedarme dormido o quizá no volvería a despertarme jamás, así que arranqué la GMC y me puse en marcha.
¿A dónde? A un hospital, el de Gernika. La carretera es una larga línea recta, al menos durante un buen trecho. No había tráfico, aunque los recuerdos se emborronaban en ese trayecto. ¿Me dormía? Recuerdo pasar por Elizalde y después tomar la desviación por Olabarrieta. Allí, el camino se complicaba. Curvas cerradas y pendientes. Me crucé con un ciclista madrugador y una furgoneta de reparto de pan. Di algunos bandazos. Me dormía. «Quizá debería parar —pensé—, a ver si voy a matar a alguien.» ¿A alguien más?
Entonces se me ocurrió buscar mi móvil, para mejorar las apuestas. En esta ansiedad por recordar algo, por entender qué demonios había pasado, el teléfono podría aportar alguna pista.
Empecé a palparme los bolsillos, pero no estaba ahí. Probé con la guantera. Un segundo para estirar la mano y abrirla. Otro para alzar la vista y darme cuenta de que llegaba demasiado rápido a la siguiente curva. Otro más para intentar frenar… sin éxito.
—Sí —dije—, lo recuerdo.
—Espera. —Arruti sacó una grabadora pequeña del bolsillo, la puso en marcha y me hizo un gesto para que continuara hablando.
—Recuerdo que iba conduciendo por esa carretera, no mucho más. Me despisté buscando algo en la guantera. Y me salí en la curva.
—Eso tiene sentido —intervino Blanco—. La guantera estaba abierta. ¿Algo más?
Hubiera sido un gran momento para confesar. «Me desperté junto a un cadáver. Debe de seguir allí, en la vieja fábrica de herramientas que hay cerca del polígono Idoeta. Vayan a buscarlo.» Pero no lo hice, claro. Tenía buenas razones para ello. La principal era que quizá yo había matado a un hombre. Y esas cosas no se cuentan así como así.
—¿Algo más, Álex? —insistió Arruti.
—No. —Traté de contener los nervios—. Nada. Lo siento. Siento mucho que hayan venido para nada.
—Es nuestro trabajo —dijo Arruti parando la grabadora—. Será mejor que dejes pasar unos días a ver si te va regresando la memoria. Y volveremos a intentar el atestado. Ahora mismo no te veo firmando nada con demasiada seguridad.
Diez minutos más tarde los vi marcharse tal y como habían llegado. Dana los acompañó hasta la puerta mientras yo me rascaba el cuero cabelludo con ansiedad. ¿Me habrían creído? Ciertamente la historia de la amnesia sonaba a excusa barata. El golpe en la cabeza, mi pasado variopinto, ¿es que esa poli listilla se olía algo? Pero no debía preocuparme. Los polis tienen mucho trabajo, y además, la amnesia me hacía ganar tiempo. Me inventaría una buena razón por la que estaba conduciendo hacia Gernika, les llamaría al cabo de dos días y cerraríamos el asunto.
Pero había pasado otra cosa, algo más grave: ese flash durante la charla con los policías me había convencido de que el recuerdo del hombre muerto era real.
No era ningún sueño. De verdad había ocurrido.
6
Una llamada de Erin me despertó a las seis, después de una larga siesta. Tuve que bajar a la cocina, donde estaba el único teléfono fijo de la casa.
—¿Sigues sin encontrar tu móvil?
—Debe de haberse quedado en la furgoneta —dije—. La Ertzaintza ha venido hoy y tampoco lo tenían.
—¿La Ertzaintza? ¿Para qué?
—Solo era para hacer un atestado, pero no he podido ayudarlos gran cosa. Aunque he tenido un pequeño flash del accidente.
—Vaya, me alegro. Eso es lo que dijo el doctor, que irías recuperando la memoria poco a poco… Escucha, esta tarde tengo un partido de la Copa Otoño. No creo que pueda cancelarlo…
Noté un tonillo de culpabilidad en su voz y me imaginé que era por Denis, su pareja de dobles en la liguilla de tenis del valle. Bueno, digamos que Denis era algo así como un hermano mayor de Erin. Un hermano mayor que, por alguna razón, me odiaba.
—Si quieres, te paso a buscar y vienes a vernos jugar.
—No, gracias —le dije—, todavía no me apetece mucho salir de casa.
—Claro… Bueno, puedo ir a tu casa en cuanto acabe el partido.
—No hace falta, Erin. Esta tarde me apetece plan de peli y mantita.
—¿En serio? No te pega nada.
«Bueno, no, en realidad voy a esperar a que oscurezca del todo, voy a coger el coche del abuelo y conduciré hasta un sitio del que nunca te he hablado, cariño. Creo que hay un tipo muerto pudriéndose allí dentro. Y mucho me temo que tengo algo que ver con eso.»
—Estaré bien —dije—. Pásatelo genial ¡y gana!
—Gracias. ¡Ah, Denis te manda un fuerte abrazo!
«Seguro…»
De pronto vi a Denis. Pelo rojo, alto, espigado, vestido con un blazer. Estábamos en una terraza, por la noche… y no era el Club. Era otro sitio. Un jardín… cerca del mar. ¿Por qué aparecía esa imagen de pronto?
—¿Cuándo fue la última vez que estuvimos con Denis?
—No sé… En el Club, quizá. Hace un mes. ¿Por qué?
—Por nada. Tengo un pequeño lío en la cabeza.
Todavía eran las seis y media y necesitaba que oscureciera, así que saqué mi vieja Telecaster del estuche y bajé con ella al garaje. Allí tenía un ampli VOX AC-30, debajo de un par de mantas polvorientas. Estuve tocando un par de horas hasta que a las ocho y pico apareció Dana y dijo que bajaba al pueblo a tomar algo con unas amigas. «He dejado la cena lista. No te olvides de apagar las luces cuando subas.» A las nueve y un minuto, según el cielo comenzaba a tornarse azul oscuro, subí las escaleras.
La casa estaba en penumbras. Una de las obsesiones de mi abuelo en aquella casa tan grande era la factura de la luz. «¡Apagad las malditas luces!» Llamé a la puerta del despacho. Mi abuelo estaba allí, en su sofá, leyendo.
—¿Abuelo?
—Álex. Pasa.
—¿Puedo llevarme tu coche? Tengo que hacer un pequeño recado.
—¿Seguro que puedes conducir?
—Solo será una vuelta rápida.
—Bueno, claro, sin problema. Pero ten cuidado, dicen que viene otra galerna, peor que la de anoche.
—Lo tendré.
—¡Ah! Y apaga todas las luces cuando salgas. ¿Eh?
—Sí, aitite. Sí.
Arranqué aquel Mercedes W126 del abuelo y salí por la carreterilla hasta el cruce de la gasolinera Repsol. La galerna que mi abuelo había anunciado ya estaba encima de la costa. Rachas de viento doblaban los pinos y hacían bailar papeles sobre el asfalto como en una visión apocalíptica. Pero el Mercedes apenas notaba el embate del viento. La reliquia, que mi abuelo había traído en un barco desde México y que había sido —según él— el coche personal de un importante mafioso, era un titán en la carretera. Crucé la calle principal de Ilumbe, que a esas horas estaba desierta. Los parroquianos se apretujaban dentro del bar de Alejo. Los demás bares estaban cerrados ya. Ilumbe es un pueblo pequeño, de apenas doscientas almas en invierno, pero que en verano se inflaba hasta casi los mil habitantes. El otoño, no obstante, era una época rara y solitaria.
En ese instante comenzó a caer una tromba de agua que desbordó los desagües y que me obligó a accionar el limpiaparabrisas a toda velocidad. Salí por la general hasta otro cruce, el del caserío de Zubelzu, donde giré a la izquierda.
Esa era la carretera por la que había conducido el sábado de madrugada. Fui despacio y con cuidado —lo que menos necesitaba era otro accidente—. Al cabo de un rato llegué a una curva que estaba balizada con cinta de la Ertzaintza. Me imaginé que era allí por donde me había salido. Frené el Mercedes y puse las largas, que iluminaron el bosque a través del chaparrón. Pude ver un árbol recién talado. Mi víctima. No experimenté nada nuevo. El recuerdo del accidente seguía allí tal y como me había venido esa mañana en la entrevista con la Ertzaintza. Salí de allí antes de que viniera algún coche.
El polígono Idoeta dormía bajo la lluvia. Almacenes, fábricas y talleres conformaban un laberinto silencioso y anónimo. Entré con el coche y me dirigí al aparcamiento «grande». A esas horas estaba casi vacío. Un par de coches, retenes de alguna de las fábricas seguramente, y una hilera de furgonetas que dormían allí siempre. Aparqué en la parte más alejada de los pabellones, que también era la más cercana al robledal, y me quedé apuntando con las luces a ese camino que conocía.
¿De verdad estuve allí el sábado? ¿Por qué?
Mi teléfono era lo único que podía arrojar una explicación sobre eso, pero hasta que lo encontrara, solo había una cosa que hacer.
Salí del coche y me dirigí al maletero, donde había guardado mi mochila «de utensilios»; cogí una linterna frontal y me la coloqué en la cabeza. Un potente rayo de luz iluminó mis pasos según saltaba del asfalto al caminito de tierra y entraba en el robledal. Los árboles se agitaban y crujían por efecto del viento. El haz de mi linterna hurgaba en la negrura, iluminando troncos de árboles que aparecían como fantasmas. Incluso para alguien que no creía en el más allá, caminar de noche por un bosque solitario era toda una prueba de fe.
Hice la primera mitad del camino sin complicaciones, pero luego el terreno comenzaba a inclinarse y había surcos, zanjas y todo tipo de accidentes en aquella senda, que además estaba embarrada por las lluvias de esa noche y los días anteriores. Tuve un par de patinazos y al final opté por saltar a la hierba y reemprender la marcha sin más problemas. Justo en ese momento, según iluminaba la orilla, la luz de la linterna rebotó en algo brillante. Una forma negra y rectangular que destacaba entre las rugosidades del camino. Mi teléfono.
Estaba tirado y a la vista en medio del sendero, a los pies de un pequeño desnivel de rocas y raíces por el que seguramente me había caído el jueves de madrugada. Se me debió de salir del bolsillo y allí se quedó, abandonado hasta esa noche.
Lo recogí y lo intenté encender. Estaba sin batería. De hecho, estaba empapado de agua y quizá roto. Lo metí en el bolsillo pequeño de la mochila, aliviado por haberlo encontrado. Al mismo tiempo, eso era otra prueba más de que había estado allí. De que mis recuerdos eran correctos. Ahora solo quedaba comprobar una cosa. ¿Estaba ese hombre que recordaba también allí?
El color blanco hueso de la vieja fábrica apareció entre los últimos árboles. La antigua fábrica Kössler era un edificio fantasmagórico que llevaba décadas abandonado. La nueva carretera había dado lugar a mejores emplazamientos para la industria del valle y, ahora, aquel viejo monstruo de ventanas rotas, que en su día cobijó a un centenar de operarios de matricería, dormía a la espera de ser demolido.
Apagué la linterna frontal y me parapeté tras el cartel que decía PROPIEDAD PRIVADA – PROHIBIDA LA ENTRADA. Había uno igual al principio de la estrecha carreterilla que solía servir como enlace con la general. Además, allí había otro mensaje interesante: PELIGRO DERRUMBAMIENTO.
Avancé por aquel laberinto de cascotes, ruinas y maleza. Conocía el camino, solía ir allí con cierta frecuencia, y sabía dónde pisar para no hacer ruido. Me acerqué a la fábrica con el oído puesto en escuchar algo.