El mentiroso – Mikel Santiago

El golpeteo venía de la cancela de la valla. Fui hasta allí descalzo, sobre la hierba húmeda. El aire en la cara y el frío en los pies me espabilaron un poco. Llegué a la valla y cogí la cancela con la mano. Veintisiete años y aún me daba respeto cruzarla. De niño, mi madre vivía obsesionada con ese acantilado. Era sencillamente incapaz de dejarme solo ni un minuto. Todavía podía verla asomándose por la ventana.

—¿Álex? Quédate cerca de la casa, ¿eh? No te acerques al borde.

—Síííí, ama.

Abrí la cancela. Había unos veinte metros de hierba por delante, hasta el borde del acantilado. En una noche oscura y sin luna como aquella podrías caerte sin tiempo a gritar una sola palabra.

Caminé despacio y me detuve en la linde del sendero. Era la última señal antes del vacío, una ruta pública que comenzaba en Ilumbe y terminaba en Bermeo, pero que muy poca gente recorría ya. Al este, el cabo bajaba hasta un mirador con un pequeño aparcamiento, un sitio muy frecuentado por caravanas. Al oeste, a casi dos kilómetros de la casa, el acantilado se rompía en una larga playa que recibía su nombre —Ispilua, «espejo»— del arenal liso y brillante que dejaba la marea al retirarse.

Me quedé allí inmóvil, escuchando el rumor del mar al batir los pies del acantilado. Miré las estrellas y vi las luces rojas y blancas de un reactor, que surcaba el cielo a miles de metros por encima del mar.

«Ama.»

—No debemos estar solos. No hemos nacido para estar solos. Cuando yo me vaya, debes ir con tu abuelo. Volver a Ilumbe.

A veces era imposible recordarla. Otras veces, su sonrisa aparecía nítida ante mis ojos. Aquella sonrisa mágica que era capaz de aliviar los días más negros. «Estoy bien», no se cansaba de repetirlo. Aunque no era verdad. Ella solo quería protegerme, alejarme del terror y del sufrimiento. Y lo hizo a conciencia, como la madre fuerte y valiente que era. Intentó mentirme aunque no lo consiguió.

La muerte se nos acerca cargada de sabiduría, y en aquel vuelo de ocho horas rumbo a Boston, cuando todavía creíamos que ganaríamos nuestra guerra, mi madre me habló de algunas cosas de las que nunca habíamos hablado.

—Yo no me llevaba bien con él. Pero eso no significa que haya dejado de ser mi padre. Ni tu abuelo. Y hay algo más…

Hasta entonces, ella se había negado a decirme quién era mi padre («para mí siempre estuvo muerto»), pero en ese vuelo Madrid-Boston me lo contó por fin: era un marino que recaló en Ilumbe. Me dijo su nombre y me dijo cómo podía encontrarlo. Todo esto lo hizo por el dinero, claro, por ese montón de dinero que no teníamos y que, de alguna manera, yo me las había ingeniado para hacer brotar del suelo.

—La clínica, el tratamiento experimental, el vuelo… Es una fortuna.

—Me las arreglaré, ama.

Mi madre no sabía de dónde había sacado el dinero, pero se temía (con razón) que me hubiera metido en líos…

—Siempre he sabido buscarme la vida.

—Lo sé, cariño, pero a veces todos necesitamos ayuda. No dudes en aceptarla si…

Yo me negué en redondo. Le dije que no necesitábamos a nadie, y menos a ese padre renegado que jamás hizo acto de presencia en mi vida. «También está muerto para mí.»

5

Escuché un bocinazo y abrí los ojos. Era de día. La tormenta había pasado y una luz preciosa dibujaba un rectángulo en el suelo de pinotea de mi cuarto.

Otro bocinazo: ¿el panadero?, ¿Erin? Me levanté y me acerqué a la ventana, todavía con una legaña en el ojo. Vi a Dana correr a toda prisa en dirección a la verja. Allí había un coche. Un coche patrulla con sirenas azules y el logotipo de la Ertzaintza.

«Hostia.»

Se me paró el corazón unos segundos. No me podía mover de la ventana. Es como si me hubieran clavado los pies al suelo. Después reaccioné.

Intenté pensar a toda prisa. ¿Había algo en mi habitación que debía esconder? Fui al escritorio, pero allí no había nada fuera de sitio. Miré debajo de la cama. Saqué una mochila negra. Allí no había nada necesariamente ilegal. Cuerdas. Palancas. Luces frontales. Una curiosa colección de material, nada más. No había ningún paquete, blíster o cajita que debiera preocuparme. Las únicas drogas que había en mi cuarto eran las que me habían dado en el hospital.

Lo «otro», lo preocupante, siempre dormía fuera de casa.

Dana me gritaba al pie de la escalera:

—¡Álex! Es la policía. ¿Puedes bajar un minuto?

—¡Voy! —grité metiendo la mochila de «útiles» debajo de la cama otra vez.

Miré una vez más por la ventana, a través de las cortinas. Mi abuelo acababa de aparecer en escena. Charlaba con uno de los dos agentes, un hombre, mientras que la otra ertzaina, una chica de pelo rubio, salía del coche con una carpeta bajo el brazo.

«¿A qué vendrán?»

Me vestí a toda prisa —vaqueros, camiseta (Mirari tenía razón)— y bajé al salón.

—Tranquilo. Estos no vienen a detenerte —dijo mi abuelo al verme, quizá porque notó mi cara de susto—, solo partiste un pino por la mitad.

Los dos patrulleros de la Ertzaintza estaban de pie junto a la mesa del salón. Con sus camisas negras, sus placas y sus pistolas. Eran una mujer joven y un hombre. Ella tenía una cara muy bonita. Una nariz especialmente agradable. Ojos azules y pestañas gruesas. Se dirigió a mí con una sonrisa tranquilizadora:

—¿Álex Garaikoa?

—Soy yo.

—Soy la agente Nerea Arruti y él es el agente Blanco. Hemos venido para cerrar el atestado del accidente, si tienes un minuto, claro.

Ellos sonrieron y se quedaron quietos y callados, como si esperasen una invitación formal a sentarse.

—Quizá es mejor que nos dejen solos —le dijo la agente a mi abuelo al ver que yo no reaccionaba.

—¿Quieren café o té? —preguntó Dana.

Los polis rehusaron muy profesionalmente, así que Dana y mi abuelo salieron y cerraron las dos puertas del salón tras ellos.

La agente Arruti me recordó a Carrie Mathison en Homeland. Una poli motivada y con ganas de hacer bien su trabajo. El agente Blanco, en cambio, era mayor y su cara decía «no me des guerra que estoy a punto de jubilarme». Miraba a un lado y al otro, curioseando.

—Qué montón de esculturas. Son preciosas. ¿Africanas?

—Hay de todo el mundo. Mi abuelo era marino. Las coleccionaba.

—Ya veo…

—Bueno, y ¿cómo te encuentras? —preguntó la joven ertzaina.

—Bien —dije—, el médico dice que solo ha sido una contusión. Creo que he tenido bastante suerte.

—Así es. La cosa podría haber sido mucho peor.

El agente Blanco asintió como diciendo amén. Arruti continuó:

—Bueno, verás, Álex. Fuimos Blanco y yo los que asistimos durante tu rescate. También fuimos contigo hasta el hospital, aunque ya veo que no te acuerdas. Es normal, estabas inconsciente.

Asentí con la cabeza.

—Esto es un mero formalismo. En un accidente de este tipo, sin otros vehículos implicados, daños o víctimas, se suele seguir un protocolo rápido. Durante tu ingreso pedimos algunas pruebas de toxicología. Todo negativo, aunque tenías algo de alcohol en sangre, doscientos miligramos por litro, lo cual entra dentro de lo permitido.

Eso me sorprendió.

—¿Había bebido?

—Un poco. Una copa de vino. Una cerveza. Algo así. ¿Estuviste de fiesta?

Me encogí de hombros.

Antes de que pudiera mencionarles la amnesia, Arruti retomó la palabra:

—Bueno, el caso es que desde el hospital nos han informado de una contusión previa. Algo que podría estar relacionado con el accidente. ¿Recuerdas algo de ese golpe?

Yo me quedé callado durante unos instantes.

—¿Han hablado con mi médico?

Arruti frunció el ceño. Negó con la cabeza.

—Hemos recibido una llamada del juez. El hospital está en la obligación de informar al juez cuando detecta indicios de un delito. Lo de tu herida…

—Vale, entonces no lo saben… —comenté en plan misterioso.

—¿El qué?

—Que sufro de amnesia. Me han diagnosticado una amnesia retrógrada postraumática.

Aquello me quedó de manual. Una frase digna de un vendedor de crecepelo. Los vi pestañear, perplejos.

—¿Una… qué?

—No recuerdo nada de lo que sucedió antes del accidente —expliqué con un leve toque de condescendencia en la voz.

La agente Arruti se recostó en la silla y echó una mirada furtiva a su compañero, que arqueó las cejas.

—¡Vaya! ¡Esta sí que es buena!

El agente Blanco miró a algún punto indeterminado de la pared. ¿Seguía observando las esculturas? Arruti, en cambio, me clavó la mirada.

—Pues me parece que va a ser difícil hacer el atestado —dijo—. Pero ¿sabes cómo te llamas y todo eso? Quiero decir, ¿has perdido toda la memoria o solo una parte?

—Las cuarenta y ocho horas anteriores al accidente, más o menos. No recuerdo lo que ocurrió desde el jueves por la tarde hasta que desperté en el hospital.

—¿Y no has logrado recordar nada? Han pasado unas cuantas horas.

La fiesta. Chet Baker. La pelirroja. El barbudo, vivo, sonriente. Soy escritor. Una copa de vino en la mano. Después, en la fábrica, con la boca abierta y los ojos apagados.

—Tengo algún flash —dije—. Cosas sueltas, sin demasiado sentido. El neurólogo dice que pueden ser alucinaciones.

—Vaya —Arruti se frotó la nuca con una mano—, es la primera vez que conozco a alguien con amnesia. Debe de ser angustiante.

—Lo es.

Se hizo un pequeño silencio. Blanco tenía toda la pinta de querer largarse cuanto antes, pero Arruti estaba reconcentrada, como pensando algo. ¿En qué pensaba? Es como si desconfiara de mí.

—¿Te dijeron si tu amnesia estaba relacionada con ese golpe en la cabeza?

—El neurólogo dijo que eso era una posibilidad.

—¿Crees que pudiste meterte en alguna pelea? Ya sé que es una pregunta un poco extraña, pero el médico dijo que parecía una herida infligida con un objeto contundente.

… la piedra manchada de sangre, en mi mano, los ojos del muerto, su herida en la cabeza

—Quizá alguien te golpeó para robarte… —siguió diciendo Arruti—, te montaste en la furgoneta para huir y… En fin, solo son especulaciones.

—Como le digo, ahora mismo todo eso está en blanco.

Arruti me miró fijamente y por un brevísimo instante tuve la sensación de que no acababa de creerme.

—¿Saben dónde ha ido a parar mi furgoneta?

—Está en el depósito de vehículos municipal, en Gernika —respondió Blanco—. Tiene una rueda reventada y los faros rotos. Por lo demás, era un buen trozo de hierro. Ni se ha arrugado.

—¿Puedo ir a recogerla?

—Claro —dijo Blanco—. Pero necesitarás una grúa.

—También me faltan algunas cosas. Objetos personales. Mi móvil.

—Nosotros entregamos todo en el hospital. Quizá tu teléfono se quedó dentro de la furgoneta. —Arruti hizo memoria—: Había una segadora y herramientas de jardinería… ¿Trabajas en eso?

—Sí, hago un poco de todo, pero principalmente cortar césped. Casas de por aquí más que nada. También hago podas, pero acabo de empezar, en realidad. Hace poco que me mudé a Ilumbe.

—¿Vives aquí? —preguntó la ertzaina—, ¿en esta casa?

Asentí.

—Tu DNI da una dirección en Madrid y tu licencia de conducir es holandesa. Menos mal que la furgoneta estaba registrada en Ilumbe… ¿Y eso de la licencia holandesa?

—Es una larga historia… Mi madre es de aquí, pero nos mudamos a Madrid hace una eternidad. Después viví cuatro años en Amsterdam…

—La cuestión es —dijo Arruti— que ibas circulando en sentido opuesto.

—¿En sentido opuesto?

Arruti sacó un teléfono e hizo algunos taps antes de mostrarme un mapa de Google.

—Esta es la curva en la que te saliste. ¿Ves? Ibas en esta dirección. Pero si estuvieras volviendo aquí, deberías ir circulando al revés, ¿no?

Me quedé callado. Tenía razón.

—¿De dónde crees que podías venir?

Ni siquiera me hizo falta mirar el mapa. El polígono Idoeta. La vieja fábrica Kössler. Claro… La fábrica abandonada y ubicada en ese valle de interior, que solía visitar con cierta frecuencia. Esa carretera sería una ruta probable si estuviera viniendo de allí… Pero ¿por qué?

Noté que algo se revolvía en mi cabeza. Era como esos «anuncios especiales» de las películas americanas: «Interrumpimos la conexión para dar paso a la Casa Blanca, el presidente se dirigirá ahora a la nación».

Estoy en la vieja fábrica. Me levanto y camino hasta los portones. Tengo que huir de allí.

—¿Te pasa algo?

—No, solo es que… —Me llevé los dedos a las sienes.

—Mira —Arruti volvió a enseñarme su móvil—, tengo algunas fotos del siniestro. Justo aquí aparece la curva del accidente…

Pero no necesité ver nada. Lo recordé. Recordé haber salido de la vieja fábrica. Recordé la luz del día dañándome los ojos. Un paisaje verde, de árboles y naturaleza salvaje —la fábrica Kössler yacía abandonada entre robles y encinas—. El aire olía a madrugada y los pájaros trinaban con fuerza.

Autore(a)s: