—Escúchame, Roberto. Yo no tenía nada que ver con Félix… Apártate del borde, por favor. Este sitio es peligroso.
Roberto se quitó el pasamontañas y descubrió su cara. No fue ninguna sorpresa. Después miró al borde del acantilado. Era como si no se hubiera dado cuenta de dónde estaba hasta ese momento. Pero no se movió. Volvió a mirarme.
—¿Y cómo sabías dónde estaba su roulotte? ¿Qué hacías allí?
—Buscar pruebas para demostrar mi inocencia. Para encontrar al asesino de Félix. A ti.
—¿Quién? —dijo Roberto—. ¿Yo? No… Te equivocas… Yo…
Iba a decir algo más pero otro bandazo de viento se comió sus palabras. Una ola rompió con una fuerza brutal y pareció que el acantilado se quebraba en dos. La tierra tembló bajo nuestros pies. Algo se movió a toda velocidad. Vi a mi abuelo girarse como un torbellino y plantarle un puñetazo en toda la cara.
—¡Cobarde hijo de la gran…!
Roberto le agarró la muñeca y mi abuelo hizo lo propio con la mano que sujetaba el revólver. Empezaron a forcejear. Antes de que yo pudiera llegar, mi abuelo le había hecho una zancadilla y lo había tirado al suelo. Pero Roberto era más fuerte y había logrado colocarse encima. No obstante, la posesión del arma seguía en el aire.
Sonó un disparo. Yo me lancé al suelo.
—¡Cuidado!
El estruendo del disparo me ensordeció. Los oídos me pitaban cuando escuché, o mejor dicho, sentí otro ruido muy diferente. Un ronco y colosal quejido de la tierra, como el sonido de un árbol que comienza a caerse lentamente en el bosque.
Me di cuenta de lo que estaba ocurriendo pero fue demasiado tarde. Vi a mi abuelo y a Roberto deslizarse, en silencio, dentro de un agujero. Un nuevo derrumbamiento, o más bien, la expansión del derrumbamiento del pasado lunes. Se comió la tierra en un radio de dos o tres metros.
Me puse en pie y traté de olvidarme del miedo, que me aconsejaba alejarme de aquel acantilado que se caía a pedazos. Llegué hasta allí a toda prisa. Mi abuelo y Roberto habían caído como por un tobogán, una pendiente muy inclinada por la que todavía rodaban rocas y tierra. Me lancé al suelo y asomé la linterna. Lo que vi me paró el corazón.
Jon Garaikoa pendía sobre el vacío agarrado a una triste raíz. Sus dos piernas bailaban en el aire, aunque tenía el torso apoyado en la tierra. No había rastro de Roberto, pero podías imaginarte lo que le habría pasado. Abajo, las olas azotaban la pared sin clemencia. Mi abuelo no decía palabra. Miraba abajo y después miraba arriba. No tenía miedo en la cara. Solo parecía estar pensando.
—¡Abuelo! ¡Espera! ¡Aguanta!
Dejé la linterna en el suelo y me senté en el borde de ese agujero. Aquello era como bailar sobre un campo de minas, en cualquier momento podía venirse abajo también. Apoyé el pie en una piedra, pero esta se soltó y cayó dando vueltas. Casi le da a mi abuelo.
—¡No bajes! —gritó él—. ¡No bajes!
—Tengo que bajar.
El abuelo hizo un esfuerzo por alcanzar la raíz con la otra mano, pero era imposible. Estaba demasiado bajo y de espaldas. Su cuerpo dependía de esa mano que agarraba esa endeble raíz. Nadie podría aguantar más de uno o dos minutos así. No me quedaba más remedio que agarrarme yo también a algo y tratar de subirle.
—Te daré la otra mano.
—¡No! No hay nada que hacer, Álex, escucha… Si tiene que ser así, quizá sea lo mejor…
El viento acalló sus palabras un segundo y me hizo cerrar los ojos.
—¡No!
Alumbré una raíz un poco más gruesa que sobresalía medio metro por encima de la que sujetaba el abuelo. Dejé la linterna en la hierba y me deslicé por aquella superficie de tierra batida. Todo aquello provocó otro pequeño aluvión de piedrilla sobre el abuelo. Abajo, el mar era como un monstruo negro que babeaba espuma blanca en cada ola que estrellaba contra el arrecife. Sería una caída sin concesiones. Mi abuelo miraba hacia abajo.
—Quédate arriba. Esto se va a derrumbar.
Me cogí de la raíz, cedió un poco al principio, pero finalmente se estancó. Solo me podía fiar de ese tubérculo viejo y seco. Era todo lo que tenía. Apoyé el pie en una piedra y extendí la mano.
—Abuelo —grité—, la otra mano. Dame la otra mano.
Jon Garaikoa miró para arriba.
—No va a funcionar, Álex —dijo—. No importa.
—¡Dame la puta mano!
Sucedió otro pequeño derrumbamiento, no muy lejos de allí. Pudimos escuchar cómo la tierra caía sobre el mar en grandes terrones.
El abuelo alzó la mano sin demasiada convicción y se la cogí. Intenté tirar, pero el peso de mi cuerpo, más la presión de sujetar a mi abuelo, terminó de arrancar la piedra en la que me estaba apoyando. Perdí el equilibrio y me quedé tumbado, boca arriba. El abuelo en una mano. La raíz en la otra. Empecé a mover las piernas en busca de otro punto de apoyo, pero todo lo que lograba tocar era tierra que se caía al mar.
—Gracias por todo, chico —dijo el abuelo—. Pero no voy a dejar que te mates por mí.
Y dicho esto, me soltó la mano.
8
Un objeto me tocó el hombro al mismo tiempo que una voz se abría desde los cielos:
—¡Álex! Cógele con esto —gritó Erin.
Un arpón bajaba atado a un trozo de cuerda. Joder, casi grito de alegría, pero era demasiado tarde. Miré hacia abajo y no lograba ver al abuelo, pero entonces distinguí su mano, todavía agarrada a ese trozo de raíz.
—¡Abuelo! Coge el arpón. ¡Abuelo!
Noté que la cuerda se tensaba de pronto, como un sedal que hubiera hecho una captura. Lo había cogido.
—¡Tirad!
Arriba, Dana y Erin tiraron de la cuerda y consiguieron subir a Jon Garaikoa y arrancarlo de las garras del mar. En cuanto le tuve a mano, lo cogí entre mis brazos y empujé con todas mis fuerzas hacia arriba.
Arruti, Erkoreka, Blanco y otros diez patrulleros, montados en cuatro coches, llegaron cinco minutos más tarde haciendo todo el ruido que pudieron. Además, trajeron detrás una troupe de periodistas que, con muy buen olfato, entendieron que algo muy gordo estaba sucediendo esa noche en Punta Margúa. Pero nadie, excepto una UVI medicalizada, pudo pasar de las verjas de la casa, donde se apelotonaba la prensa y algún que otro curioso.
Nosotros estábamos en la cocina, rodeados de policías y enfermeros, sentados todavía con tensión en el cuerpo. Mi abuelo insistía en que estaba perfectamente mientras un médico le revisaba de arriba abajo. Roberto Perugorria no le había hecho ni un rasguño, pero tenía la tensión disparada. «Traedme una copa de brandi y dejadme respirar.» Dana, entre tanto, se puso a hacer cafeteras. Dijo que necesitaba hacer algo para pasar el susto. Aún le temblaban las manos mientras colocaba las tazas en la mesa, así que el médico le dio un valium, y le pidió que se sentara durante diez minutos «y no hiciera nada más».
Mientras los agentes pululaban por la casa y el jardín, tomando huellas, fotografías, Arruti y Erkoreka nos tomaron declaración en la cocina.
—Estamos prácticamente seguros de que era Roberto, el hermano de Carlos Perugorria —dije—, y creo que era el mismo tipo que intentó colarse en casa.
—¿Al que tu abuelo disparó con su rifle?
—Sí.
Mi abuelo quiso tomar las riendas de la historia y contó los detalles del secuestro, la pelea y el derrumbamiento.
—Se coló como la otra vez, por el salón. Primero amordazó a la pobre Dana y después vino a por mí. Pobre diablo, le he visto caerse sobre el arrecife. Quizá solo encuentren pedazos de él, si es que los peces no se lo comen antes.
El agente Blanco llegó en ese momento e informó de que habían encontrado un Porsche Cayenne en el aparcamiento del mirador. Estaba registrado a nombre de Carlos Perugorria, quien, al parecer, acababa de aterrizar en el aeropuerto de Loiu, procedente de Brasil.
—Le contactamos la noche pasada para preguntarle por su hermano —dijo Arruti—. Roberto había sido expulsado del ejército por un problema de salud mental. Desde entonces vivía con ellos en la casa, y Carlos le había «dado un trabajo» como experto en seguridad. Cree que quizá se lo tomó demasiado a pecho; al parecer, Félix había comenzado a extorsionar a Carlos con cierto asunto.
—Había un vídeo —dije—. Al parecer lo robaron de su casa el viernes. Roberto sospechaba de Félix… y de mí.
—Eso explicaría su intento de robo —dijo Arruti—, y quizá el asesinato de Félix también.
—¿Un vídeo? ¿Era tan importante como para matar a alguien? —preguntó mi abuelo.
—Creo que nunca lo sabremos —dije—, supongo que ardió junto con el resto de las cosas de Félix.
—No —dijo el bulldog tranquilamente—, el vídeo lo robó otra persona. Una sirvienta doméstica que trabaja en casa de los Perugorria. Dolores Estala.
Nos quedamos todos boquiabiertos.
—¿Dolores?
—Lleva meses colaborando con la policía, como informadora. Es algo que ya se puede contar. El señor Perugorria está siendo detenido ahora mismo en el aeropuerto de Bilbao, acusado de corrupción. Bueno, Dolores descubrió el vídeo y actuó motu proprio, aprovechando la fiesta. Ha resultado ser una prueba decisiva.
Recordé que Dolores fue quien me puso sobre la pista de aquel «vídeo» cuando lo mencionó como el motivo de la discusión entre Félix y Denis. ¿Estaba tratando de alertarme de algo?
El abuelo negó con la cabeza.
—Pobre Ane… Nunca tuvo puntería con los hombres.
Dos horas más tarde, el ejército de la prensa no solo seguía allí, sino que había aumentado de tamaño. Había estudios móviles de la EITB y otro de RTVE, cámaras, micrófonos… Arruti salió a hacer una declaración y fue curioso ver, por televisión, algo que estaba sucediendo a escasos treinta metros de casa.
—Una persona se ha precipitado al vacío —dijo de manera muy escueta ante el fragor de preguntas—. Es posible que guarde relación con el caso de Félix Arkarazo.
—¿Se trata de Carlos Perugorria, el empresario que acaba de ser detenido?
Los periodistas habían hecho su trabajo de escarbar. Al parecer, los patrulleros que custodiaban el mirador habían sido incapaces de ocultar la matrícula del Porsche Cayenne de Carlos, y la cosa se había puesto a correr ella sola. Arruti pidió discreción y dijo que todavía no había ninguna confirmación al respecto.
Una hora después, en todos los medios nacionales, se comenzaba a perfilar el titular de la historia y el personaje principal.
UN MILITAR RETIRADO POR PROBLEMAS MENTALES, POSIBLE SOSPECHOSO EN EL CASO DE FÉLIX ARKARAZO
Se investigan las conexiones con un posible caso de corrupción inmobiliaria de alto nivel. El empresario Carlos Perugorria, detenido.
La Científica estuvo rondando por casa hasta la medianoche. Después nos dejaron en paz, pero mantuvieron el acantilado acordonado y vigilado por una patrulla.
Sobre la una de la madrugada, mi abuelo, por fin, se quedó adormilado por efecto de los tranquilizantes que nos habían dejado en la cocina. Dana y yo lo subimos a su habitación y lo metimos en la cama con la ropa puesta. Yo me quedé sentado allí, acariciándole el cabello.
—Dormiré aquí con él esta noche.
—¿Dónde?
—En el suelo…
—No digas tonterías, Álex. No va a pasar nada.
Pero yo todavía era presa del terror. Ver a mi abuelo agarrado de esa raíz, con las piernas volando sobre el océano.
—Ha estado muy cerca —dije—, no sabes lo cerca que ha estado.
—Sí —dijo Dana—, pero por cómo se ha agarrado al arpón… parece que todavía tiene ganas de seguir dando guerra, ¿no?
Erin había llamado a sus padres para contarles que se quedaría a pasar la noche en Punta Margúa. Cuando entré en el dormitorio, la encontré metida en la cama con el edredón hasta el cuello.
—Te he robado un pijama, pero debería haberte robado un abrigo.
—Pondré una bolsa de agua caliente.
—Déjate de bolsas. Entra tú.
Entré en la cama y nos abrazamos bajo el edredón. Pronto comenzó a hacer calor, un calor delicioso, y yo sentí que caía dulcemente en el sueño, aunque seguía inquieto, nervioso.
—Jamás me hubiera imaginado que viviríamos algo así, aquí en Ilumbe —dijo Erin—, ha sido alucinante. Parece una película… Pero bueno, por fin ha acabado todo.
Yo dije que sí, pero sin demasiada convicción. Recordaba la voz de Roberto en el acantilado, sorprendido cuando le acusé de haber matado a Félix Arkarazo.
«¿Yo? No… Te equivocas.»
Además, había otra cosa que no acababa de encajar. El cristal de la ventana de la fábrica que alguien había limpiado.
Tenía la sensación de que la historia no había acabado de completarse.
Pero supongo que el cansancio era demoledor a esas alturas. Dos noches demasiado intensas me cayeron encima como una losa y me quedé dormido.