El mentiroso – Mikel Santiago

—Lo siento —dije—. No me acuerdo de nada.

La cosa terminó así, Arruti con cara de haber mordido el polvo y yo con mi cara de lelo amnésico. Pero en su afán por sorprenderme, Nerea había cometido un error de novata al revelarme algunas cosas: ahora sabía que la policía había conectado la bolsa Arena con ese lugar. Y algo mucho más sorprendente: que la ventana, con mis muestras de sangre en ella, la había limpiado alguien.

¿Quién?

—¿Qué quieres hacer ahora, Álex? —me preguntó el abogado en cuanto volvimos a salir—. Joseba quería verte, pero no estará libre hasta la noche. ¿Te apetece ir a comer algo?

—No —dije—, tengo otros planes. ¿Podéis llevarme a un sitio?

Llegamos a la cabaña de la playa. El chófer me preguntó si debía esperarme y le dije que no. Planeaba tener una larga conversación con Erin y, además, podría volver a casa en mi GMC, que seguía allí aparcada desde la noche anterior.

Probé el timbre y los ventanales de la terraza, pero Erin no respondía.

Desde la terraza se podía contemplar el horizonte. Era un día gris plomo que se estaba oscureciendo por momentos. Entonces, me fijé en una persona que caminaba por la playa. Una melena ondeaba al viento. Era ella.

Bajé por el sendero. En el aparcamiento de la playa, los surferos franceses estaban haciendo una barbacoa y bebiendo cerveza. ¿No deberían estar aprovechando las olas? Pero es que no había olas. Cuando subí la duna, vi que el mar estaba muy calmado y unas nubes muy negras se aproximaban por el noroeste. Erin venía caminando con los brazos cruzados, lentamente, como si pensara en algo. Me quité los zapatos y fui hacia ella. Soplaba algo de viento cruzado. Entre el sur y el norte. Era un día extraño y las gaviotas parecían nerviosas, revueltas, como si buscaran refugio. Todo señalaba a que esa noche tendríamos una buena tormenta.

Llegué donde Erin. Noté que tenía el pelo mojado y los ojos enrojecidos. Llevaba una pequeña mochila en la espalda.

—¿Has estado nadando?

—Sí. Necesitaba espabilarme un poco. He tenido una noche muy larga.

—Yo tampoco he dormido demasiado bien.

Erin pasó junto a mí. Sin beso. Sin caricia. Siguió andando hacia un pequeño arrecife que cerraba la playa por el otro lado. Fui tras ella.

—Oye, Erin, si esto es el final, dímelo y lo entenderé. Pero quiero que sepas que no me voy a ir a ninguna parte… si es que estás…

Ella tardó unos segundos en hablar.

—¿Podemos dejarlo para otro día? En serio. No he dormido nada. Estoy…

—¿Sigues con las náuseas?

—Sí… y la regla no baja, pero el insomnio ha sido por otra cosa. Mi madre me llamó anoche. Todavía estoy tratando de dilucidar si fue un sueño.

—¿Tu madre?

—No sé qué demonios pasó anoche en Gure Ametsa, pero te defendió a capa y espada. Dijo que eras inocente. Estaba llorando. Decía cosas sin sentido. Que no había sido justa con nosotros. Que había llegado el momento de decirme algo… Después se tranquilizó. Me dijo que nos veríamos hoy, esta noche en casa, para hablar de ello. ¿Tú sabes de qué va todo esto?

—Ni idea —dije yo—. Toda esta historia de Félix ha revuelto muchas cosas y…

Así que Mirari planeaba contárselo, pensé. En el fondo era lo más justo… No era lógico mantener un secreto así más tiempo.

Estaba empezando a chispear. La tormenta llegaba y, por el ruido del viento, prometía ser una buena galerna.

—Oye, ¿qué vamos a hacer con lo de tus náuseas?… Si solo son náuseas.

—Supongo que habrá que ir a una farmacia y comprar un Predictor —respondió Erin.

Le cogí la mano, suavemente. Esta vez, ella se dejó.

—Vale. Lo haremos hoy si quieres. Esta misma tarde. Y si estamos esperando un bebé… Aunque me des una patada en el culo, puedes contar conmigo para todo lo demás, ¿vale?

—No te voy a dar ninguna patada, aunque te la mereces. Y en los huevos.

—Eso es verdad. He sido un imbécil.

—Sí. Y para que lo sepas, tus asuntos con las drogas no son lo que más me ha dolido. En el fondo eso demuestra que mi padre tenía razón sobre ti: que eres algo más que un simple jardinero, que tienes iniciativa y pelotas.

—Vaya… Pues gracias.

—Lo que me revienta, Álex, es que no hayas confiado en mí. ¿Entiendes? Yo podría haberte ayudado con todo… Incluso si hubieras matado a un hombre. Somos familia… y la familia está para eso… Si quieres ser parte de mi vida, tienes que comprenderlo.

—¿Ser parte de tu vida? —dije—. ¿Significa eso que no me vas a mandar al carajo?

Por toda respuesta, Erin me dio una suave bofetada. Después nos besamos bajo una lluvia cada vez más densa, hasta que nos dimos cuenta de que estábamos chorreando agua.

Corrimos hasta la cabaña. Era ya la hora del almuerzo y mientras Erin se daba una ducha, puse un trozo de salmón al horno. Lo comimos con vino blanco (Erin bebió agua, «por si acaso») y al terminar nos sentamos en el sofá, frente a la chimenea. Nos tapamos con una manta y nos quedamos mirando el fuego sin decir gran cosa. Esa tarde iríamos a hacer la prueba de embarazo. ¿Y si daba positivo? En fin, Leire y Koldo no parecían tan infelices rodeados de pañales, biberones, baños de espuma y muchas noches sin dormir… Habría que cambiar ese Golf por un coche familiar, claro. Y papá dejaría de vender drogas ilegales y tendría un trabajo de traje y corbata. En cuanto al surf, bueno, yo podría quedarme con Álex o Erin júnior en la toalla mientras mamá se desfogaba en las olas.

El fuego de la hoguera nos hipnotizó hasta dejarnos dormidos. Cuando me desperté, había oscurecido. Un viento muy furioso lanzaba gotas de agua contra los cristales y en el horizonte se podían ver algunos rayos culebreando en las tripas de unas nubes muy grandes.

—Te han llamado dos veces —Erin señaló mi teléfono—, creo que era Dana.

—¿Dana?

Cogí el teléfono y vi las dos llamadas. Apreté el botón de responder y saltaron un par de tonos seguidos. Al tercero, siguió un chasquido.

—¿Álex?

Era la voz de Dana, pero sonaba muy extraña. ¿Estaba llorando?

—¡Dana! ¿Qué ocurre?

—Álex, tienes que venir a casa. Date prisa.

—¿Es el abuelo?

—Sí… Corre, Álex. Ven a casa.

Dana colgó antes de que pudiera preguntar nada más y noté que una ola de frío glacial me recorría el cuerpo. Volví a intentar llamarla, pero la siguiente vez el teléfono daba «apagado o fuera de cobertura».

—Creo que pasa algo —dije—, en casa.

—¿Qué?

—No lo sé, pero tengo que irme echando leches. Es mi abuelo…

Erin se levantó a la vez.

—Voy contigo.

7

La tormenta inminente había elevado la humedad al cien por cien, bajado la temperatura y oscurecido el cielo en apenas una hora. El temporal explotó casi según salíamos de la cabaña de Erin a bordo de la GMC. Una lluvia torrencial nos cayó encima como si los dioses se hubieran puesto a regar con una manguera. La galerna azotaba la costa arrancando ramas a los árboles y lanzándolas sobre nosotros en la carretera. Erin me pidió que fuera un poco más despacio justo en el momento en que una rama, del tamaño de una lámpara de pie, cayó delante de nosotros en la carretera.

—Joder… Solo nos faltaría que cayera un rayo.

La electricidad estaba llegando en forma de espectros culebreantes sobre el océano. Le dije a Erin que intentara llamar a Dana, al fijo de la casa. Nada funcionaba y eso solo podía ser el presagio de algo terrible.

Llegando a Ilumbe seguía lloviendo y además hacía un viento terrible. Vimos unas olas gigantes zampándose el malecón del puerto. Los barcos subían y bajaban como los caballitos de un carrusel. Alguno aparecería bajo el agua al día siguiente. Pisé a fondo el acelerador cuesta arriba, hasta la gasolinera. Giré a la izquierda un poco violentamente y me gané una merecida pitada por parte de un camión que venía en dirección contraria.

—¡Álex! ¡Tranquilo! ¿Vale?

Pero yo solo quería llegar. Llegar.

Los árboles del camino soltaban hojas, ramas. El aspigarri rojizo de los pinos se elevaba en remolinos que parecían rojo sangre. Frené frente a las verjas de la entrada. No había ambulancias ni coches de policía. No había nadie en el jardín, solo unas luces en el salón. Erin me cogió de la mano y nos apresuramos hasta la casa. El garaje estaba abierto. Entramos por allí. Subimos.

—¡Dana! ¡Abuelo!

Entramos al salón. El ventanal estaba abierto de par en par. Se habían roto dos cristales, posiblemente por efecto del viento. No había ni rastro de Jon. Entonces oímos un ruido detrás de un sofá. Allí estaba Dana, sentada en el suelo, y con algo en la boca, una mordaza. Le habían atado las manos a un radiador.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está el abuelo?

Ella hizo un ruido con la boca. Claro, no podía hablar. Me agaché a su lado y le quité aquello de la boca.

—Se lo ha llevado. —Dana empezó a llorar—. Fuera, al acantilado.

—Pero ¿quién?

Erin comenzó a desatarle las manos.

—No lo sé. No lo sé. Tenía un pasamontañas. Entró sin que nos diérramos cuenta. Nos apuntó con un arma. Me obligó a llamarrte por teléfono.

—¿A mí?

Dana asintió.

—Quería hablar contigo. Se llevó a tu abuelo. Dijo que te esperraría frente al viejo restaurante. Que vayas solo —repitió—, solo.

Lo primero que me vino a la cabeza fue el rifle que ya no teníamos. Lo siguiente fue la colección de arpones, pero ¿a dónde demonios iba a ir yo con un arpón? Entonces pensé en ir a por un cuchillo.

—¿A dónde vas? —dijo Erin.

Fui a la cocina, cogí un buen cuchillo de carnicero. Después saqué una de las linternas del cajón. Cuando volví al salón, Erin estaba tranquilizando a Dana.

—Te ha dicho que tiene una pistola —dijo Erin al ver mi cuchillo.

—Algo tendré que llevar…

—¿Y qué hago yo?

—Quédate con Dana y llama a Arruti. Dile lo que está pasando, pero que vengan discretamente. Voy a ver si puedo ganar algo de tiempo.

Salí por la puerta y el vendaval me lanzó hacia atrás como si quisiera meterme de nuevo en casa. «No vayas, tío, esto solo puede acabar mal.»

Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Caminé a toda prisa por la hierba, hasta la vieja cancela, sin pararme a pensar demasiado. Había una hilera de varillas de metal unidas con cinta plástica para evitar que nadie se acercara al acantilado. Cogí una de ellas y solté la cinta. Era mucho mejor que el cuchillo. Luego eché a correr hacia el restaurante.

Encendí la linterna y traté de rajar la oscuridad con ella, pero era como intentar herir a un oso con una navaja. El viento y la lluvia se reían de mi pobre bombillita de doce voltios mientras avanzaba hacia el borde del acantilado.

«¡Abuelo! ¡Abuelo! —repetía en mi cabeza—. ¿Qué es lo que quieren de nosotros?»

Abajo las olas golpeaban con fuerza la base del acantilado. Los crujidos y los rumores de la roca eran terribles, como si todo el cabo estuviera a punto de partirse en dos. Crucé el pinar sin encontrarme con nadie y, al cabo de unos minutos, a unos metros del viejo restaurante, distinguí dos siluetas quietas cerca del borde del acantilado. Estaban dentro de la zona precintada. En el mismo lugar donde había habido un derrumbe el día anterior.

Dejé de correr y empecé a acercarme muy despacio. Mi linterna fue iluminando a dos personas. El hombre con el pasamontañas en la cabeza sujetaba a mi abuelo por un brazo. Levantó una pistola al aire al verme.

—¡Quieto! —ordenó antes de que yo llegara—. No te acerques más.

Me quedé quieto tratando de descifrar a quién pertenecía esa voz. Pero el rugido del viento no ayudaba demasiado. Por otro lado, podía escuchar el mar rompiendo con furia a nuestros pies.

—¡Apartaos del borde! —grité—. ¡Es peligroso!

Pero el hombre no hizo ni caso. Mi abuelo estaba de pie, inmóvil, con los brazos a la espalda y la pistola en su cuello.

—Álex —dijo tranquilamente—, no hagas nada de lo que te pida.

—¡Cállate! —gritó el otro—. Y tú: escúchame con atención. El vídeo a cambio de tu abuelo.

—¿Qué vídeo? —dije yo—. ¿De qué estás hablando? ¿Roberto?

—No te hagas el tonto —respondió.

—Álex —dijo mi abuelo—, no hagas caso a esta escoria.

—¡Silencio!

Finalmente había reconocido su voz.

—Así que todo es por el vídeo, ¿eh, Roberto? Intentaste robar en nuestra casa, matarme en Cantabria… Pero te has equivocado completamente. Yo no lo tengo. Nunca he tenido ese vídeo. ¿Para qué demonios lo querría?

—Félix y tú estabais conchabados. Quizá te obligó a robarlo. ¿Crees que somos idiotas?

Hubo un gran bandazo de viento que borró las palabras del aire. Nos empujó tan fuerte que casi nos vamos al suelo. Al mismo tiempo se oyó un crujido muy fuerte. Algo como un BROMMMM.

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