Salimos en dirección a la autopista. Nos alejábamos del valle.
—Asegúrate de que no nos sigue ningún listillo —le dijo Adrián al conductor.
El Mercedes rugió por las curvas del Alto de Autzagane. Yo me tuve que coger del sujetamanos mientras subíamos por aquella montaña.
—Escúchame, Joseba, solo quiero que sepas que…
—No hace falta, Álex —interrumpió él—. Acabo de hablar con Mirari. Me lo ha contado todo.
Al parecer, la policía había enviado a dos agentes de la Científica a registrar la vivienda de Roberto Perugorria. Habían encontrado evidencias de que el hermano «raro» de Carlos llevaba semanas siguiendo a Félix Arkarazo. Ane había dado los datos de un Porsche Cayenne que llevaba todo el día desaparecido. Joseba no mencionó nada sobre el incidente de Cantabria, así que supuse que Ane no le había contado eso a nadie, tal y como habíamos pactado en la casa.
Entramos en la autopista y el chófer puso el coche a ciento ochenta por lo menos. En un abrir y cerrar de ojos llegamos a un hotel en la carretera, cerca del aeropuerto de Loiu. Joseba se despidió allí, sin bajar del coche.
—Te dejo en buenas manos. Adrián es de absoluta confianza. Mañana, después de tu cita, nos reuniremos y planearemos los siguientes pasos.
—Gracias por todo, Joseba.
Sonrió una última vez antes de que el coche saliera de allí a toda velocidad.
Otro hombre de confianza de Adrián estaba allí, vigilando que no hubiera pájaros de la prensa revoloteando por los alrededores. Habían reservado una suite, me habían comprado ropa y me preguntaron qué quería cenar. Pedí un filete con patatas y un vaso de vino, me di una larga ducha y la cena estaba lista cuando terminé de vestirme. La comimos allí, en la mesa de la habitación, mientras el abogado me hacía todo tipo de preguntas. Empezó pidiéndome que le contase toda la historia tal y como yo se la había contado a la policía. Desde la fiesta en casa de Ane hasta esa noche.
Después, me preguntó algo más.
—Esta noche ha ardido una pequeña roulotte en la costa de Cantabria. Al parecer, estaba instalada en unos terrenos de la familia de Félix Arkarazo y la Guardia Civil cree que ha sido un incendio provocado. ¿No sabrás nada de eso?
Negué con la cabeza. Había decidido que esa historia solo la debían conocer tres personas: Erin, Mirari y Ane. Y nadie más.
Cuando terminamos con la entrevista, eran ya más de las tres de la madrugada y estaba exhausto. La ducha y la cena me habían ablandado demasiado y me caía de sueño. El abogado me ofreció llevarme a alguna parte, pero preferí dormir en la suite. Antes de hacerlo escribí dos mensajes. Uno a Dana; el otro a Erin. Las tranquilicé. Les dije que Joseba había enviado un abogado a buscarme y que todo estaba en orden.
Parece que ha surgido un sospechoso en el caso de Félix Arkarazo. Mañana os cuento más.
Dormí como un leño y ni siquiera soñé.
6
Abrí los ojos a las siete de la mañana. Tardé unos veinte segundos en darme cuenta de dónde estaba y por qué. Un hotel… y todo lo demás. Mis tal y cual volvieron rápidamente.
Tenía dos mensajes en el teléfono. El primero era de Dana, dándome ánimos.
Joseba nos ha contado lo del abogado. Suerte. Tu abuelo y yo estamos aquí para lo que necesites.
El segundo mensaje era un wasap de Txemi Parra. No había texto, solo un link a una noticia en El Correo.
UN INCENDIO PROVOCADO ARRASA CON LOS ÚLTIMOS MANUSCRITOS DE FÉLIX ARKARAZO
La noticia, en un tono muy misterioso, hablaba del incendio y de los restos calcinados de «decenas de cajas y folios que podrían contener la última novela de Félix Arkarazo». Las investigaciones llevadas a cabo por el periódico habían permitido saber que los terrenos eran una herencia de Félix Arkarazo y que la instalación de esa roulotte no había despertado ninguna sospecha entre los vecinos, ya que «es una práctica habitual de los dueños de terrenos no urbanizables». Algunos parroquianos de los alrededores aseguraron reconocer al escritor como un vecino «esporádico que venía a desayunar al bar, compraba un par de cosas de vez en cuando y no charlaba demasiado con nadie». Un vecino había declarado que esa noche vio luces de vehículos por la zona, aunque pensó que se trataría de «un grupo de amigos».
Nada nuevo bajo el sol, en realidad. Cerré la noticia y volví al teléfono. Erin no había respondido a mi mensaje de buenas noches. Recordé la conversación en la cabaña de la playa. Intenté llamarla, pero estaba fuera de cobertura.
Me vestí mi ropa nueva, bajé a desayunar y el ayudante de Adrián estaba allí en la barra.
—Nos esperan dentro de media hora. Desayuna tranquilo.
Otro Mercedes negro y llegamos al pequeño valle de Ilumbe. Tras salir de la autopista tomamos una carretera regional hasta la desviación por la que se accedía a la vieja fábrica Kössler. Allí había montado un control policial bastante estricto, principalmente para evitar que los periodistas se colaran por el sendero que llevaba a los terrenos de la fábrica. Un ertzaina nos dio paso y avanzamos por aquel asfalto roto hasta el frontal de la fábrica. Había tres coches patrulla de la Ertzaintza esperándonos. Erkoreka y Arruti charlaban con «mi abogado», todos con paraguas porque caía un denso sirimiri mañanero. Adrián Celaya me llevó a un aparte.
—¿Has descansado?
—Un poco.
—Bien. Ahora vamos a entrar. Pase lo que pase, o si recuerdas algo, me gustaría que me lo contases a mí en primer lugar, ¿vale?
—Vale. Por cierto, ¿se sabe algo de Roberto?
—La policía se ha volcado en esa pista, aunque con algunas reticencias. Está todo demasiado «bien expuesto», como suele decirse. Creen que quizá alguien lo puso allí para desviar su atención.
—Pero ¿han encontrado a Roberto?
—No —dijo—. Sigue en paradero desconocido. Su hermano Carlos está volviendo de viaje esta mañana. Esperan charlar con él durante el día.
Arruti y el bulldog nos hicieron una seña para que nos acercáramos. Casi instintivamente, caminé hacia los portones de la fábrica, pero entonces me detuve. Me di cuenta de que ese podía ser el primer error. «Recuerda: es la primera vez que estás aquí.»
—¿A dónde hay que ir? —pregunté.
—Hacia esa fábrica —señaló Arruti—. Ven, te acompañaré.
La ertzaina me guio a través de otro cordón policial, cruzamos los portones y entramos en la nave industrial. Me di cuenta de que jamás la había visto a la luz del día. El suelo estaba repleto de pequeñas cartulinas con números, supuse que de pruebas o indicios que la Policía Científica habría encontrado. Los observé con cuidado, sin desviar la mirada a ninguna parte en concreto. Reparé en que la ubicación del cadáver de Félix no estaba especialmente marcada con nada, tan solo una acumulación de cartulinas.
Arruti se quedó junto a los portones.
—Intenta no mover ni tocar nada, pero camina libremente. Tómate el tiempo que necesites.
Avancé por aquel suelo polvoriento con un aire de médium ausente, mirando a un lado y al otro, actuando como si ningún sitio fuese más especial que el otro. Pasé a dos metros del lugar donde Félix había aparecido muerto. No había demasiadas cartulinas allí, tan solo una mancha oscura en el suelo, pero eso podría deberse a cualquier otra causa.
Seguí avanzando en dirección al fondo de la fábrica. Allí había algo que me interesaba en particular, en lo alto. La ventana por la que yo había huido la noche en la que aparecieron los juerguistas. La ventana donde había dejado mi rastro de sangre.
Llegué casi al final del pabellón y miré hacia arriba, con disimulo. La ventana estaba allí, con varios cristales rotos, pero no vi ninguna cartulina, al menos desde donde yo estaba. ¿Era posible que lo hubieran pasado por alto?
—¿Algo? —dijo de pronto una voz a mi espalda. Arruti.
—No.
Me giré hacia ella. Sonriendo. En aquel momento, estábamos solos en aquel lugar. No había nadie más. Noté, por un rápido gesto en su mirada, que Arruti estaba a punto de usar esa circunstancia.
—Escucha, Álex, ¿podemos hablar un instante sin que se meta el abogado? Solo quiero hablar tranquilamente.
—Él me ha dicho que…
—Lo sé… Pero tengo una intuición y quiero contártela. ¿Puedo? No te haré ninguna pregunta, solo hablaré yo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Sabemos, por la grabación, que hubo tres personas aquí esa noche. El primero en llegar fue Félix. El último… Bueno, alguien en una furgoneta muy parecida a la tuya. Pero entre ambos, vino una segunda persona.
—Sí. Lo vi.
—Esa segunda persona desconocida también aparece en el vídeo, más tarde. Irreconocible, pero sabemos que se marchó media hora después de que alguien matara a Félix.
Me quedé callado.
—Y… luego, sobre las seis y media de la madrugada, nos parece ver una furgoneta como la tuya apareciendo por un instante…
Los ojos de Nerea Arruti no eran ya como taladradoras. Eran auténticas perforadoras de túneles. Yo apreté los dientes y puse la mejor cara de póquer que pude.
—¿Qué te sugiere lo que te estoy diciendo hasta ahora?
—Me has dicho que no harías preguntas —la tuteé por primera vez.
—Vale, vale… Te diré lo que me sugiere a mí. Esa segunda persona fue la que mató a Félix. Y quizá, esa furgoneta estaba allí por otra razón. Quizá fue un accidente que estuviera en la escena de los hechos. Verás, hemos descubierto algo curioso. El polvo que cubre toda esta fábrica, ese polvo blanco —arrastró su pie por el suelo y levantó una nubecilla—, lo encontramos adherido a una bolsa de deporte que hallamos, casualmente, la semana pasada en otro lugar lejos de aquí.
Tragué saliva. Noté que mi frente comenzaba a humedecerse.
—Un alijo de medicamentos ilegales. Llevábamos meses tras la pista de un traficante que movía esa mercancía. Es bastante insólita y ha sido fácil trazar su procedencia. Países Bajos. ¡Holanda!
—Vaya, qué… cosa.
Eso fue lo más inteligente que pude articular. Arruti sonrió.
—Sí… Tú viviste allí unos años, ¿no? Ah, claro, sin preguntas… En fin, sigamos. Por las conversaciones que hemos mantenido con algunas personas de vuestro entorno, Félix estaba actuando como una especie de chantajista. Se me ocurre que quizá estaba haciendo eso la noche en que lo mataron. Chantajear a alguien. ¿A ese traficante?
—Puede ser —dije—. Pero sigo sin ver qué tiene esto que ver conmigo.
Arruti sonrió y movió la cabeza como si estuviera pensando «menudo hueso que eres».
—Imagínate por un segundo que tú fueras ese camello. Algo que haces para ganarte unas perrillas extras, no sé, o para pagar un préstamo un tanto oscuro…
Más ojos de Arruti. ¿Sabía lo del préstamo? Pues claro. Si Denis lo había averiguado, ella lo tenía que haber conseguido también.
—Esa noche, Félix te persigue hasta aquí con la intención de extorsionarte, pero antes de poder hacerlo, alguien, esa segunda persona, lo asesina. Quizá nadie te esperaba. Quizá, solamente apareciste por aquí y el asesino se vio obligado a golpearte a ti también. Te dejó KO. Entonces tú apareciste junto a un muerto, con una herida en la cabeza, posiblemente amnésico, y saliste corriendo. Volviste a tu furgoneta, tuviste ese accidente y nos mentiste a todos porque pensabas que a lo mejor lo habías hecho tú. Y por otro lado, no podías delatar las razones por las que venías a esta fábrica. Es posible que incluso volvieras por aquí a limpiar huellas, a llevarte el arma del crimen.
Yo luchaba por mantener mi cara de póquer, cosa que empezaba a ser difícil.
—Alguien lo hizo, ¿sabes? Alguien limpió el lugar con mucho esmero. Por ejemplo, esa ventana que estabas mirando hace un momento.
—¿Cuál?
—Esa ventana de ahí arriba. —Arruti señaló la ventana—. Era la única que no tenía ni una mota de polvo de todo el edificio. Estaba como los chorros del oro. ¿No te parece curioso?
—No estaba mirando ninguna ventana. —Mi voz sonó bastante ronca.
—Vale… Solo piénsalo. Lo único verdaderamente grave que ha ocurrido aquí es que alguien mató a Félix. Y yo estoy casi segura de que no fuiste tú. Pero quizá actuaste mal… Te pusiste nervioso… Un juez sería comprensivo con algo así.
Arruti me miró con esos profundos ojos claros. Tenía ganas de decirle que era la tía más lista con la que jamás me había cruzado. Que había dado en el clavo con todo…
—Bueno, ¿qué me dices?
Respiré hondo, miré a mi alrededor, terminé mirando el rostro de la joven policía, que me sonreía con el convencimiento de que por fin atendería a razones.