Al llegar a las puertas de la comisaría, había un par de fotógrafos y cámaras esperando.
—¡Tápate la cara con algo! —dijo Arruti.
Me agaché y me tapé el rostro con las manos. El coche frenó delante de las puertas de acceso y noté una descarga de flashes sobre mí. Después el coche continuó su marcha al interior del recinto.
—Se ha debido de correr el rumor —dijo la ertzaina—, lo siento. Parece que no hay otra noticia mejor estos días.
Aparcamos frente a las puertas de comisaría y entré, flanqueado por los dos agentes. Fuimos hasta la habitación de interrogatorios donde había prestado declaración esa misma mañana. Había un ordenador portátil sobre la mesa.
—Álex, siéntate, por favor. ¿Quieres algo de beber?
Pedí un vaso de agua y me senté. Había algo raro en toda la escena. Una especie de prudencia en los dos policías que no lograba comprender. Me habían estado buscando toda la tarde, pero ahora era como si no se atreviesen a ordenarme que me sentara y me ofrecían agua educadamente. ¿A qué estaban esperando para ponerme las esposas y llamarme asesino?
Lo entendí al cabo de un par de minutos.
—¿Dónde has estado todo el día? —preguntó Arruti sentándose a mi lado—. Estábamos empezando a preocuparnos.
—Bueno…, ya se lo he dicho… He ido a dar una vuelta con la furgoneta.
—Pero ¿es que no miras tu teléfono?
—Me había quedado sin batería.
—Pero lo has encendido —dijo Erkoreka—, es así como te hemos localizado.
Al parecer habían usado algún sistema de geolocalización en mi teléfono. Improvisé rápidamente una respuesta. Maticé que lo había puesto a cargar en casa de Ane. Eso les llevó a preguntarme qué era lo que hacía allí a esas horas de la noche.
—Ane era una buena amiga de mi madre… Además, está a punto de despedir a su jardinero y estábamos hablando de negocios.
Los polis encajaron aquello con una medio sonrisa.
—¿Y Erin? Hoy has estado en su casa. ¿No te ha contado que te estábamos buscando?
Esta historia la habíamos preparado con antelación y fluyó con naturalidad por mis labios.
—Erin y yo habíamos quedado en su casa esta noche. Cuando he llegado me la he encontrado dormida en el sofá. Así que ni la he despertado. He cogido su coche porque la furgoneta estaba haciendo algunos ruidos extraños. Desde el accidente no estoy muy seguro de que funcione del todo bien.
—Sí, hemos visto que tiene la parte de atrás destrozada. ¿Un nuevo golpe?
Esta vez me tocó improvisar.
—Tuve mala suerte aparcando.
Los dos polis se sonrieron. No se habían creído una palabra, pero supongo que estaban impresionados por mi capacidad de inventiva. Miraban de reojo el ordenador. Claramente tenían un as en la manga.
—¿Y se puede saber a dónde has ido a dar esa vuelta? —preguntó el poli.
Había decidido que era mejor callarme toda la aventura en Cantabria. No me convenía hablar de cómo había llegado hasta ese lugar. Decidí actuar con cautela. Como dice el proverbio: «Eres dueño de tus silencios y esclavo de tus palabras».
—He cogido la autopista dirección Santander, no sé. Tenía ganas de conducir. Lo hago a menudo.
—Vaya…, bueno. En fin. Es todo muy raro, pero ya nos tienes acostumbrados a tus historias raras. Amnesias, extrañas noches en la carretera. No despertar a tu novia después de todo el día sin verla…
Arruti se echó a reír. El otro poli tampoco pudo aguantarse. Finalmente yo también sonreí.
—A mí no me parece tan raro.
—En fin, sigamos. Te voy a enseñar algo, Álex. Es un vídeo de una cámara de seguridad del polígono Idoeta, el lugar donde se encontró el Renault Laguna de Félix Arkarazo. Se nos ha ocurrido que quizá esto te pueda ayudar a recordar algo.
Arruti apretó la barra espaciadora y comenzó a reproducirse un vídeo. En la parte inferior izquierda podía verse la fecha y hora de la grabación: era la madrugada de hacía dos viernes, la noche en la que Félix murió. La grabación estaba hecha desde una cámara situada, probablemente, en una de las esquinas del muelle de carga del almacén. La hora de la grabación era las 0.35 y todo estaba muy oscuro, solo tenuemente iluminado por unas farolas. Entonces se veía un coche aparecer por allí. El Renault Laguna de Félix Arkarazo. El coche seguía adelante, muy despacio, y desaparecía del plano.
—Hemos identificado el coche —dijo Arruti—. Es el Renault Laguna de Félix.
Sin decir otra palabra, el poli judicial volvió a apretar la barra espaciadora y la grabación continuó. Eran las 0.38 y apareció otro coche. Este apenas se veía en la grabación. Solo un lateral que podría ser color blanco, o plata. Además, iba con las luces apagadas. No era mi GMC, pero tampoco era un Porsche Cayenne.
De nuevo, una pausa.
—Alguien llegó casi a la vez que Félix —dijo el poli—. Llevaba las luces apagadas. Yo diría que iba siguiéndole.
—Por lo menos es una actitud un poco sospechosa —añadió Arruti.
Entonces, finalmente, el policía adelantó el vídeo hasta la 1.03.
Mi GMC aparecía por la parte inferior del plano. Era mi furgoneta. Era yo. Era el camino que siempre tomaba cuando iba al polígono. Mi aparición en la película duraba solo unos segundos porque iba a buena velocidad.
Erkoreka paró el vídeo y lo rebobinó. Volvió a hacerlo avanzar, esta vez más despacio. Mi furgoneta pasaba bajo una farola y se iluminaba su techo, su lateral…, pero la grabación —tomada desde el lado derecho de la carretera— no llegaba a mostrar al conductor y, según me di cuenta, tampoco se podía distinguir la matrícula en aquella negrura y la velocidad a la que yo había conducido.
—¿Reconoces esa furgoneta? —preguntó Arruti.
Fruncí el ceño, me rasqué la barbilla y dije:
—Se parece a mi GMC, pero no estoy seguro.
—¿Qué? —preguntó el bulldog—. ¿Cómo que no estás seguro?
—A mí me parece bastante evidente que es tu furgoneta —dijo Arruti—. Hay muy pocos modelos así.
—Bueno, ¿qué queréis que os diga? La matrícula no se ve demasiado bien. Podría ser y podría no ser.
Noté cómo le subían los colores al policía judicial. De pronto soltó un golpe en la mesa. Fue algo tan repentino y violento que incluso Arruti botó sobre su asiento.
—¡Basta ya de jueguecitos, Álex! —gritó Erkoreka—. ¿Me oyes? ¡Basta!
Yo me quedé clavado en la silla, lo reconozco. El tío era corpulento y tenía dos buenos brazos. Podría arrancarme la cabeza de un puñetazo, si quisiera. Aquella sala estaba insonorizada y nadie me oiría gritar.
El poli se levantó y dio una patada a su silla.
—Sabemos que es tu furgoneta, Álex —me señaló con el dedo—, lo sabemos. No hay otra igual en mil kilómetros a la redonda. ¿Me sigues? Así que basta ya de chorradas. Eres muy listo, pero no te pases.
Arruti se me acercó, bajó la voz. Es lo que llaman la estrategia del poli bueno. Uno te mete la hostia, el otro te da pomada:
—Nadie está diciendo que lo hicieras tú. Puede que fuese el ocupante de ese otro coche que llegó entre Félix y tú. Pero necesitamos que colabores con nosotros.
El bulldog volvió sobre mí.
—Dinos la verdad, Álex. ¿A qué fuisteis esa noche a la vieja fábrica? ¿Os habías citado por alguna razón?
—Quizá tú solo seas la víctima de todo esto —añadió Arruti por el otro lado.
Sabían hacer su trabajo, lo reconozco. La presión era densa y me oprimía. Tuve un pequeño acceso de ansiedad y todo. Pero descubrí, otra vez, que soy un tipo con ciertas habilidades especiales y una de ellas es aguantar la presión mejor que la media de los mortales. Lo supe en ese momento: no tenían nada más. Solo ese vídeo con una furgoneta que circunstancialmente se parecía a la mía. Estaban jugando su única baza y les estaba saliendo mal. Pero ¿y mi sangre en el cristal de la ventana? Quizá no la habían encontrado, o quizá todavía estaba siendo analizada.
Me quedé callado un buen rato. El poli daba vueltas, Arruti me miraba con una media sonrisa.
—¿No vas a decir nada?
—¿Qué quieren que diga? Me están pidiendo que identifique mi furgoneta en un vídeo grabado por la noche, sin color, en el que apenas se ve la matrícula. Estoy de acuerdo en que el modelo se parece, pero no creo que nadie pusiera la mano en el fuego por eso. Además, lo repito por séptima vez, sufro amnesia. No recuerdo nada de esa noche, yo…
El poli dio un golpe en la pared.
—¡Como vuelva a oír eso de la amnesia…!
Algo le interrumpió antes de que terminara su frase. Llamaban a la puerta con cierta urgencia. Arruti se levantó y fue a abrir. Apareció un patrullero. Detrás de él había un hombre vestido de traje. Un tipo guapo, con una mandíbula de hierro y un traje resplandeciente. Entró por la puerta y habló con un tono imperativo.
—Buenas noches, ¿se puede saber qué está pasando aquí?
—¿Y quién demonios lo pregunta? —replicó el policía judicial.
—Adrián Celaya, abogado —dijo entregando una tarjeta al poli judicial—. Creo que aquí se está llevando a cabo una irregularidad. Este joven está siendo interrogado sin la presencia de un abogado.
—Solo le hemos invitado a charlar en calidad de testigo —dijo el bulldog—. Tenemos razones para creer que estaba presente en la escena de un crimen.
—¿Está seguro de que ha sido una invitación? A mí me consta que lo han detenido. Por no hablar del grito que acabo de escuchar a través de la puerta.
—No es cierto —dijo Arruti—, en ningún momento le hemos obligado a venir.
—¿Es verdad eso, Álex? —preguntó el abogado mirándome.
Aquel abogado era como un coche nuevo. Reluciente, perfecto, incluso olía a tapicería sin estrenar. No sé de dónde había salido, pero fue como ponerme un culo nuevo. Un culo tranquilo y protegido.
—Nadie me ha puesto unas esposas, pero tampoco me pareció que tuviese otra opción.
—Intimidación —resumió el abogado.
Arruti se levantó y señaló el ordenador.
—Tenemos una grabación que puede demostrar que Álex Garaikoa estaba esa noche en el aparcamiento del polígono Idoeta.
—¿Puede demostrar o demuestra? —inquirió el abogado.
—Bueno —titubeó Arruti—, no está del todo claro.
—Entonces, creo que ya está todo dicho. Si no tienen nada más, creo que podemos dar por terminada esta visita en «calidad de testigo». Álex, levántate y vámonos.
—Esto no hará sino empeorar las cosas —dijo Arruti.
—¿Eso es una amenaza, agente? —la retó el abogado.
Arruti parecía a punto de responder, pero el poli judicial la cogió del brazo antes de que lo hiciera. El viejo bulldog debía de saber que todo estaba perdido en ese momento.
—Me gustaría pedirle un último favor a su cliente. —Erkoreka habló con un tono mucho más delicado del que venía empleando toda la tarde—. ¿Puedo?
—Depende de lo que sea —dijo el abogado mientras me miraba buscando mi aprobación.
—Sí —dije yo—, adelante.
—Álex no recuerda nada de lo ocurrido esa noche, pero hay una serie de indicios que podrían situarle cerca de la escena del crimen. La herida en la cabeza, la grabación de una furgoneta muy parecida a la suya. Tras comentar su diagnóstico con dos expertos, nos han confirmado que quizá una visita a la escena de los hechos podría desencadenar algún recuerdo en él. Nos gustaría realizar esa visita cuanto antes, ya que podría ser de mucha ayuda para nuestra investigación. ¿Accedería Álex a venir mañana a primera hora de la mañana?
—¿Álex?
—Sí. Lo haré —dije—, no tengo ningún problema en colaborar.
—De acuerdo, pues hasta mañana —dijo Arruti.
Salimos por la puerta. Adrián me indicó un coche que nos esperaba fuera. Era un Mercedes negro con las lunas tintadas. Se abrió una puerta. Dentro, sentado en el asiento trasero, estaba Joseba Izarzelaia.
—¿A dónde vamos?
—A un hotel —dijo Joseba—, tenemos reservada una habitación para ti.
—¿Por qué un hotel?
—Adrián necesita charlar contigo. Hemos pensado que sería lo más conveniente. Si quieres, te podemos llevar a casa después.
No dije nada. Miré a mi alrededor.
—Supongo que debo darte las gracias por todo esto, Joseba. ¿Te ha avisado Mirari?
Asintió.
—Ten por seguro que a esos polis se les va a caer el pelo. Han actuado fuera de las normas.
—Se llama hostigamiento —dijo el abogado—. No tienen evidencias, pero intentan presionarte para que declares algo. El caso es bastante mediático y tienen una teoría contra ti, pero eso es todo.
Las puertas volvieron a abrirse y las cámaras seguían allí. Pero en esta ocasión, los cristales tintados del coche nos protegieron.
—Esperemos que no haya trascendido tu identidad —dijo Joseba—, también podríamos demandarles por ello.