El mentiroso – Mikel Santiago

—¿Por dónde empezar? Bueno. Empecemos por Begoña: ella vino desde Madrid para ayudar a Ane. Eso es verdad.

Cogió la mano de su amiga. Ane, más dura, tampoco consiguió retener una lágrima.

—Floren me violó… No supe a quién llamar y llamé a mi vieja amiga. Tu madre ya se había divorciado de tu padrastro. Estaba fuerte. Dijo que vendría y se quedaría conmigo hasta que cursara la petición de divorcio…

—Pero lo que Ane no sabía —dijo Mirari— es que yo también le había pedido ayuda a tu madre.

—¿Ayuda? ¿Tú?

—Ya conoces la historia de Floren con la empresa. Las cosas iban cada vez peor entre él y Joseba. Floren no quería dejar entrar al nuevo socio, pero veía que su final estaba cerca. Había comenzado a preparar un juicio. Decía que Joseba se había aprovechado de sus ideas y que no estaba recibiendo la compensación que se merecía por ellas. Pero era una causa perdida. Tuvieron una discusión muy fuerte y Joseba le ofreció una pequeña parte de las acciones a cambio de que se retirara. Floren estaba medio enloquecido por esa frustración… Hasta el punto de usar algo que no debía usar. Un secreto, Álex, un secreto terrible.

Mirari bebió un largo trago de su copa y robó un cigarrillo del paquete de Ane. Nunca la había visto fumar. Se lo encendió y fumó una calada que la hizo toser. Después siguió hablando.

—Creo que Ane ya te contó lo de nuestro triángulo amoroso adolescente. Floren y yo estuvimos juntos. Luego, él me dejó por Ane y yo encontré a Joseba. Queríamos formar una familia y empezamos a intentarlo, pero algo no funcionaba… Resultó que ambos éramos bastante débiles en ese sentido. El ginecólogo dijo que era altamente improbable, por no decir imposible, que pudiéramos tener un hijo juntos.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué tiene que ver Erin…?

Ane pasó la mano por el hombro de Mirari. Yo también hubiera necesitado una mano… Me estaba mareando.

—Saber eso, que éramos incapaces de tener hijos, nos separó un poco. Tuvimos alguna que otra discusión. Además, en esos primeros años de la empresa, Joseba trabajaba las veinticuatro horas —dijo Mirari—. Se quedaba a dormir fuera muchas noches. Digamos que no estábamos pasando por nuestro mejor momento.

»Un día me encontré con Floren por el pueblo y dimos un paseo. Ane también estaba de viaje y… bueno… me sentó bien poder hablar con alguien conocido. Hablamos de los viejos tiempos, me invitó a cenar y acepté. Habíamos sido novios. Nos pusimos a hablar de aquella época y… en fin. Fue un accidente. Una sola noche de la que me arrepentí al instante. Pero bastó una sola noche para engendrar a Erin.

La noticia cayó como mil toneladas de acero. Si Mirari se hubiera quitado la cara y en lugar de su rostro hubiera un alien, creo que habría estado igual de sorprendido. Básicamente, fue como despertar en un mundo nuevo, en el que todo estaba dado la vuelta.

Se me había secado la garganta. Bebí agua de hielos del fondo de mi vaso.

—¿Erin lo sabe? —pregunté cuando al fin pude hablar.

—No. Ni Joseba tampoco.

—¿Y no se olió nada? Sabiendo lo que os había dicho el ginecólogo…

—Lo interpretó como uno de esos milagros que a veces ocurren. Yo intenté convencerme también…

—Pero es hija de Floren. ¿Estás segura? ¿Hicisteis alguna prueba?

—No, nunca lo hemos comprobado. Pero las fechas coincidían con una precisión terrible… Y Floren debió de llegar a la misma conclusión. Cuando las cosas estaban en su peor momento con Joseba, me llamó y me dijo que sabía que era el padre de Erin. Que pediría una prueba de paternidad si no conseguía convencer a mi marido para llegar a un acuerdo sobre las patentes. Pero ¿cómo iba a hacer algo así? El mundo se me cayó encima. Hablé con Begoña. Ella fue la primera depositaria de mi secreto. Me dijo que tenía que hablar con Floren por las buenas. Ella iba a venir ese fin de semana y estaría en casa esperándome.

»Yo le cité allí, cerca del restaurante. En realidad, habíamos quedado en el pinar, un lugar bastante solitario, a salvo de miradas. Pero fue Floren el que apareció en el borde del acantilado, fumando, borracho. Le expliqué que no podía hacer nada por él, que las decisiones de Joseba estaban ya tomadas, y además bastante condicionadas por Eduardo Sanz, ya que era la persona que iba a reflotar la empresa con su dinero. Entonces Floren dijo que ya solo le quedaba vengarse de Joseba por lo que estaba haciéndole. Que lo sentía, pero que se lo iba a decir de todas formas. Yo estaba frenética, ansiosa… Me dio un ataque de locura. Floren se giró un momento y ni lo pensé. Era la única solución.

»Después corrí a la casa de tu abuelo, llamé a la puerta…, tu madre me abrió y eso es lo que tu abuelo vio y oyó. Yo quería entregarme, solo quería ir a la policía y confesar… pero Begoña tuvo una sangre fría increíble. Me salvó la vida. Todavía recuerdo sus palabras: “Lo solucionaremos esta noche y para siempre”, y entonces llamó a Ane por teléfono y le dijo que viniera volando a Punta Margúa.

—Y decidisteis enterrar el asunto allí mismo.

—Exacto. —Ane tomó el relevo—. El único cabo suelto era tu abuelo, que nos había visto. Pero tu madre dijo que eso estaba controlado, que tu abuelo no hablaría. Y durante cuatro años todo permaneció en calma. Hasta hace dos semanas…, cuando Félix dijo que sacaría eso en su novela. Y ahora está muerto.

—Aunque su novela puede que siga en alguna parte —dijo Mirari.

—No tenía ninguna novela —contesté—, solo era un farol. Nunca llegó a escribir nada.

Esta revelación hizo que las dos se irguieran en el sofá al mismo tiempo.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé… sin más. Llevo dos semanas jugando a ser detective. Intentando explicarme un misterio terrible. Pero creo que he llegado al final… Si vosotras no matasteis a Félix, me acabo de quedar sin ideas.

—Pero ¿qué tienes que ver tú con la muerte de Félix?

—Nada y todo a la vez. Félix quería apretarme las tuercas, posiblemente para conseguir esa última pieza de su puzle: el secreto que mi abuelo guardó durante todos estos años. Esa noche me siguió hasta un lugar… y alguien lo mató. Después me golpearon… Me dejaron inconsciente junto a su cadáver. Y cuando desperté no recordaba nada.

—Tu amnesia —dijo Ane—. ¿Por qué no dijiste nada?

—Al principio pensé que yo le había matado… Por eso me lo he guardado todo. Pero esta noche he llegado hasta donde podía llegar yo solo. Hace unas horas encontré un lugar donde Félix escondía todos esos secretos… Aunque alguien debió de seguirme hasta allí… Han intentado asesinarme.

—¿Qué?

Les expliqué lo ocurrido en ese acantilado cántabro. La roulotte, el coche negro intentando arrojarme al mar, el incendio…

—¡Debes contárselo a la policía, Álex! —dijo Mirari—. Si eres inocente, habrá forma de demostrarlo.

—No lo sé… —Apoyé la cabeza en el sofá y miré al techo—. De todas formas, esto es el final. He jugado mi mejor baza para encontrar a ese asesino, pero supongo que ya no hay por dónde seguir.

Saqué mi teléfono, que llevaba apagado desde Cantabria. Lo encendí.

—¿Qué vas a hacer?

—Entregarme. Quizá todavía logre convencer a alguien de que soy inocente.

Esperé a que el teléfono estuviera encendido, introduje el PIN y llamé a Arruti. Entonces, según empezaban a sonar los tonos del teléfono, Ane hizo algo bastante imprevisto.

—Espera —dijo—, cuelga.

—¿Qué?

—Que no llames.

Pulsé el botón rojo para colgar la llamada. De pronto, Ane había perdido el color.

—¿Qué pasa?

—¿Cómo dices que era el coche que te ha atacado en Cantabria?

—No lo he visto bien —dije—. Grande. Negro.

Ane dejó vagar la mirada. Se llevó un dedo a la boca. Se mordió una uña.

—¿Qué pasa? —la presionó Mirari.

—El Porsche Cayenne de Carlos es grande, negro… y falta desde esta mañana. Carlos no lo ha cogido, de eso estoy segura. Está de viaje en Brasil.

—¿Quién? —dije—. ¿Roberto?

—Tengo un presentimiento terrible —dijo ella—. ¡Venid!

Ane se levantó, se plantó dos zapatos en los pies y salió caminando hacia el interior de la casa. Mirari y yo la seguimos por un pasillo que llegaba a la zona de las habitaciones. Después salimos al jardín, en dirección a la pequeña vivienda independiente.

—Aquí es donde vive Roberto.

No había luz y las ventanas estaban veladas con cortinas. Ane tocó en la puerta pero no hubo respuesta.

—¿No tienes la llave? —le pregunté.

—No. Le permitimos cambiar la cerradura cuando se mudó.

Di una vuelta a la casita. No se veía nada ni nadie moviéndose en el interior. Regresé donde las dos mujeres. Ane estaba intentando llamarle por teléfono, pero no respondía.

—¿Por qué has pensado en Roberto? —le pregunté—. ¿Qué tiene que ver en todo esto?

Ane y Mirari se miraron como si todavía quedase un secreto más que contar esa noche.

—El viernes por la noche hubo un robo en la casa. Alguien sabía muy bien lo que iba buscando: un vídeo que Roberto había grabado en un barco. En él aparece Carlos hablando con algunas personas importantes, políticos… Carlos me explicó que grababa esos vídeos como sistema para protegerse… En fin, no es que me haya hecho demasiada gracia enterarme de todo esto. Pero no le quedó más remedio que contármelo.

Miró a su amiga con una sonrisa amarga.

—Lo guardaba en su despacho y alguien se coló ahí dentro la noche del viernes y lo robó. Es algo que podría armar un escándalo si salía a la luz y empezaron a pensar en quién podría tenerlo. El nombre de Félix fue uno de los que salieron. Pensaban que él podía tener algo que ver. Y también salió el tuyo, Álex. Aunque yo les insistí en que eso no tenía sentido.

Me agaché, cogí una piedra de la rocalla.

—¿Qué vas a hacer?

—Te pagaré la ventana. Pero tengo que comprobar algo.

Me acerqué a la ventana que quedaba más cerca de la puerta y rompí el cristal de un golpe. Después descubrí las cortinas y me colé en el interior de la casita. Olía a tabaco. Busqué el interruptor de la luz junto a la puerta. La pequeña vivienda quedó iluminada ante mis ojos. Era un estudio compuesto por cocina, baño, salón-dormitorio. Roberto era otro de esos amantes del «orden alternativo». Cajas de pizza; revistas de caza, de pesca… Pero había otras cosas interesantes. Una cámara con teleobjetivo, una cartuchera de un arma, cajas de munición… Había un escritorio al fondo. El corcho mural estaba lleno de fotografías.

Me acerqué allí y, según lo hacía, el corazón me latió muy fuerte.

—¡Claro que sí!

Eran varias instantáneas de Félix Arkarazo realizadas con teleobjetivo. Algunas mostraban al escritor saliendo del Club, otras eran fotos de su casa en Kukulumendi o de su coche, el Renault Laguna. Esas eran las que estaban pinchadas en un corcho, pero había otras que me preocuparon más. Eran fotos mías. Saliendo de Villa Margúa. Caminando por las calles de Ilumbe. Había un plano de Punta Margúa. ¡Nuestra casa!

—¡Álex! —dijo Ane desde la ventana.

—Creo que lo tengo —dije—, tienes que llamar a la policía y que vean esto.

—No hace falta —respondió—, acaban de aparecer ellos solos.

5

Tres coches patrulla estaban detenidos frente a las puertas de Gure Ametsa. Arruti y el policía judicial Erkoreka estaban de pie, flanqueando el Volkswagen Golf de Erin.

Salí con Ane y Mirari, una en cada brazo.

—Hola, Álex —dijo Arruti—, por fin apareces.

—El chico no es culpable de nada —dijo Ane—. Tienen que ver lo que hemos encontrado dentro de la casa. Creo que mi cuñado puede estar relacionado con el asunto de Félix Arkarazo.

Me sorprendió aquello. Ane estaba dispuesta a lanzar a Roberto, y posiblemente a Carlos, a los leones por salvarme a mí.

—Lo haremos, pero ahora, si no les importa, queremos hablar con él.

Me despedí de mis «dos tías» con un fuerte abrazo. Bastó una mirada para que las dos se quedaran tranquilas. «Vuestro secreto estará a salvo conmigo.» Ellas asintieron con una sonrisa: «Y el tuyo con nosotras».

El policía judicial ordenó a dos patrulleros que fueran a echar un vistazo en la casa de Roberto. Mientras tanto, me sentaron en el coche y salimos en dirección a Gernika.

No abrí la boca en todo el trayecto y tampoco es que Arruti o el otro poli me hicieran ninguna pregunta. Solo dijeron que querían llegar a la comisaría y enseñarme algo. Supuse que serían mis muestras de ADN en ese cristal roto y una acusación en firme. Pero yo alojaba ahora una nueva esperanza. Toda la maldita carrera de obstáculos había terminado por dar sus frutos. Esas fotografías en el escritorio de Roberto evidenciaban que él estaba implicado de alguna manera en el asunto de Félix. Ahora la policía solo tenía que seguir ese rastro. Encontrarle. Y quizá, con mucha suerte, Roberto confesara ser el asesino de Arkarazo, lo cual me liberaría de toda culpa.

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