Crucé el asfalto y me adentré por un caminillo de montaña que subía en paralelo a la carretera de la cabaña. No quería delatar mi presencia hasta estar completamente seguro de que Erin estaba sola.
Su Volkswagen Golf estaba aparcado donde siempre, con una tabla en el techo. En el salón había una luz cálida, el fuego que danzaba en la chimenea. No parecía que hubiera nadie más en la casa. Salí de entre los pinos y me acerqué de puntillas hasta la terraza.
Erin estaba sentada en el sofá viendo la tele, con una manta sobre el regazo, una taza de chocolate y un platillo con un trozo de sándwich encima. La miré durante unos largos segundos. Era la imagen de un hogar. El hogar con el que había soñado desde que tenía doce años. El hogar que perdí cuando mi madre se casó. Y que ahora estaba a punto de volver a perder. Pero no me quedaba otra opción. Tenía que hacerlo.
Toqué en el cristal y ella se giró asustada. Supongo que al principio no me vio. Cogió el mando de la tele, la apagó. Me acerqué más al cristal.
—¿Erin? —dije—. Soy yo, Álex.
Se levantó del sofá y vino hasta mí, vestía un pijama blanco y una bata. Tenía el pelo suelto cayéndole sobre los hombros. Estaba preciosa. Me miró con una mezcla de sorpresa, miedo, preocupación. Abrió la puerta sin pensar. Miró a un lado y al otro.
—Entra.
La cabaña estaba caldeada por efecto de la chimenea. Yo empezaba a tiritar, con la ropa húmeda y el corazón helado. Me hubiera venido bien un abrazo, pero percibí claramente que Erin se apartaba un poco. Me temía.
—¿Te importa si me acerco a la chimenea?
—No.
Ella se quedó de pie en el centro del salón. Se hizo un lazo con el cinturón de la bata y me miró durante unos largos segundos. Era una mirada muy dura.
—¿Has hablado con la policía?
—Sí, Álex. Y mis aitas también.
—¿Qué os han dicho?
—¿No lo sabes?
—Me lo imagino.
—Querían saber si podíamos explicar dónde estuviste la noche de hace dos viernes. Lógicamente hemos dicho que no sabemos nada de eso.
—¿Algo más?
—Me han hablado de la herida de tu cabeza. Que no te la hiciste en el accidente. Otra mentira más… Y además, dicen que tienen algunos indicios de que estuviste en ese lugar… donde Félix ha aparecido muerto. Creo que ellos piensan que tú lo hiciste.
—Vale. ¿Y tú qué piensas?
La pregunta sonó fuerte. Quizá demasiado. Era injusto hacerla así, pero ya era tarde cuando me di cuenta. Erin cruzó los brazos. Endureció el gesto.
—¿Yo? He intentado no pensar en nada. Aunque de pronto, mientras la policía me estaba hablando de todo esto, he pensado que quizá sea verdad.
—Yo no he matado a Félix —dije.
El calor de la chimenea en mis piernas me hizo tiritar levemente. Erin soltó el nudo de sus brazos, su voz se quebró.
—¿Y por qué te escondes? ¿Por qué no vas y lo explicas?
—Porque es difícil de explicar, Erin. Yo estuve allí esa noche. Junto al muerto.
—¿Qué?
—Es una historia muy larga que igual no quieres oír… pero he venido a contártela.
—Bueno —Erin volvió a cruzar los brazos—, no creo que esta noche pueda dormir demasiado, así que adelante.
Respiré hondo.
—Alguien me golpeó en la cabeza. Eso es lo que me provocó la amnesia. Un golpe en la cabeza con una piedra.
—¿Quién?
—No lo sé. No le vi. Solo recuerdo levantarme y llegar hasta mi furgoneta. Conducía en dirección al hospital de Gernika cuando tuve el accidente.
—Pero ¿qué hacías en ese lugar? ¿Te secuestraron?
—No… Fui allí por una razón… Pero me encontré a Félix muerto en el suelo. Pensé que había sido yo…, aunque ahora sé que fue otra persona. La misma que ha intentado matarme esta noche.
Erin abrió los ojos de par en par por primera vez.
—¿Qué?
Entonces noté una fuerza insólita surgiendo de mis entrañas. Unas tremendas ganas de llorar. Llevaba muchos días, demasiados, cargando con todo. Me senté en el suelo y traté de comerme las lágrimas. Los hombres no lloran y todo eso. Lo llevamos programado en alguna parte.
—He ido a Cantabria… Eso es lo que estaba haciendo esta tarde. He ido a un lugar donde se suponía que Félix guardaba todos sus secretos. Quería intentar saber algo… Solo quiero poder defenderme, Erin. Defenderme…
Ella se acercó a mí y noté que me colocaba una manta sobre los hombros.
—Toma, ponte esto… Estás tiritando.
—… alguien ha debido de seguirme —seguí diciendo, como un autómata—. Ha quemado la roulotte… y después me ha montado en mi furgoneta. Ha intentado matarme…
—Pero ¿quién?
—No lo sé… No he podido verlo. Pero estoy seguro de que es la misma persona que mató a Félix y me golpeó a mí. Alguien que quería que Félix desapareciera. Alguien que tenía miedo de que sus secretos salieran a la luz.
—Pero entonces debes ir a la policía, Álex. Tienes que contarles todo esto. Esconderte solo hace que parezcas más culpable.
—Pero es que soy culpable…, Erin. Culpable de liarlo todo como un imbécil.
—¿Por qué dices eso?
Me quedé callado. Por un momento, mi cerebro reptil me dijo: «¡Miente! Vuelve a hacerlo. Tienes talento de sobra para inventarte algo». Pero ya había tomado una decisión.
—He venido a contarte la verdad, Erin. Quiero que seas la primera en saberlo. Y quiero que seas tú quien se la cuente a tus padres y a mi abuelo, antes de que la policía me encuentre y la prensa se invente una historia.
—Pero ¿de qué estás hablando, Álex?
Jamás había pensado que llegaría este momento. Siempre había imaginado que podría evitarlo, que ese oscuro secreto sería algo que podría mantener enterrado debajo de la alfombra para siempre una vez que pagase lo que debía. Pero no podía explicar nada de lo que había sucedido con Félix si no dejaba esa carta descubierta.
Así que lo hice. Se lo conté.
Y, aunque lo hice con toda la suavidad que pude, Erin fue perdiendo el color de las mejillas a medida que avanzaba en mi narración. Le expliqué lo que hacía, por qué lo hacía y cómo lo hacía. Oírme fue, dentro de lo que cabe, algo bastante liberador. Aunque fuese algo tan nauseabundo. Tan nauseabundo que ella se levantó y fue a vomitar al baño.
Cuando regresó estaba pálida, tenía la frente cubierta de sudor.
—¿Estás bien?
—No, Álex. No podría estar peor, créeme. Pero eso, ahora mismo, es secundario.
—¿Secundario?
—Venga…, sigamos. Al menos esto explica muchas cosas. Tus paseos nocturnos. Tus cigarrillos en aparcamientos solitarios… ¿Qué más? ¿Qué pinta Félix en todo esto?
Tardé un poco más en contarle esta parte. Era más enrevesada, y según la decía en voz alta, me fui dando cuenta de lo fácil que habría sido todo si hubiera confiado en alguien. En ella.
Le hablé de las extorsiones de Félix a la gente que le rodeaba y evité mencionar a Denis. Cuando terminé, Erin había recuperado algo de color en la cara. Tenía el ceño ligeramente fruncido. Pensaba.
—Vale —dijo—, a ver si lo entiendo bien: entonces Félix quería pillarte con las manos en la masa, ¿no? Pero alguien se lo cargó antes de que tú llegaras.
—Esa es mi teoría.
—Pero ¿qué es lo que quería Félix de ti?
—Eso es algo que todavía no tengo muy claro. Aunque estoy casi seguro de que buscaba chantajearme a cambio de información. Todo está relacionado con su investigación. La muerte de Floren Malas-Etxebarria.
—¿Aquel socio de mi padre?
—Sí. Félix estaba investigando su muerte. Su supuesto suicidio. Había estado preguntando por él, leyendo informes policiales. Precisamente eso, un informe, fue lo que leí en su roulotte. Eran un montón de testimonios sobre la noche de su «accidente», de la gente del restaurante, personas que paseaban por allí… Y tengo la corazonada de que Félix había encontrado algo en todo eso. Una pista que indicaba que en realidad alguien mató a Floren. Eso es lo que pretendía escribir, pero quizá le faltaba una última confirmación.
—¿Y tú eras esa confirmación?
—Yo no. Mi abuelo.
—¿Qué quieres decir?
—Mi madre había venido ese mismo día a Ilumbe, Erin. El mismo día que mi madre aparece en el pueblo, Floren se mata al caer por un acantilado a medio kilómetro de nuestra casa.
—¿Crees que tu madre tuvo algo que ver?
—No me imagino a mi madre matando a nadie… Pero hay demasiados hilos de los que tirar en esa historia. Ane estaba siendo maltratada y mi madre lo sabía. Esa noche, al parecer, estuvieron las tres cenando juntas. Tu madre, Ane y mi ama, ¿con quién se había citado Floren en Punta Margúa?
—¿Crees que tu abuelo puede darte esa respuesta?
—Al menos voy a preguntárselo. Y para eso, necesito que me ayudes.
—¿Yo? ¿Cómo?
—Tengo que hablar con él. A solas. Sin policía. Sin esposas en las manos. Si mi corazonada es correcta, quizá eso me lleve directamente al asesino de Félix Arkarazo. Así que necesito tiempo.
—O sea, que no vas a ir a la policía.
—No mientras tenga una sola posibilidad de demostrar mi inocencia.
Erin se quedó callada, por un instante pude ver un destello en su mirada.
—Vale. ¿Y qué quieres que haga yo exactamente?
—Una ilegalidad. Llamar a la policía y mentirles. Atraerlos hasta aquí. Necesito estar seguro de que no hay nadie vigilando Punta Margúa.
Erin se quedó en silencio
—Los tienes muy bien puestos para pedirme algo así, Álex. Eso sería como implicarme en tu delito.
—Lo sé.
Volvió a levantarse. Fue al baño. La oí vomitar otra vez. Regresó pálida, sudorosa.
—Oye, pero ¿estás bien?
—Bueno. No, no estoy muy bien. Llevo todo el día con unas náuseas terribles.
—Vaya.
—Y llevo una semana entera de retraso en el periodo —añadió de sopetón—, eso era lo que quería decirte esta mañana, por teléfono.
Yo me quedé frío, helado.
—¿Quiere decir que…?
—Ya ves —dijo Erin—, no eres el único que trae novedades. Supongo que hemos hecho el loco demasiadas veces.
Su voz se quebró un poco. Yo me puse de rodillas. Quería besarla, pero ella alzó la mano, como para frenarme.
—No, no… Ahora… no…
—Erin…, no voy a dejarte sola en esto. ¿Has hecho la prueba?
Ella negó con la cabeza. Se estaba conteniendo las lágrimas.
—Yo… no sé si estoy preparada para saberlo. Hagamos lo que es más urgente.
—¿Estás segura? Tienes todo el derecho del mundo a mandarme al cuerno.
—Te ayudaré, Álex. Y luego hablaremos de todo esto. Ahora, dime qué quieres que haga de una santa vez.
—De acuerdo —dije—. Necesito treinta minutos…
2
Le dije lo que pensaba hacer y que también iba a necesitar su coche. Erin dijo que lo haría. Me sorprendió su determinación. Ni hizo preguntas ni puso objeciones. Tan solo actuó y me dejó ir.
Conduje el Volkswagen Golf de vuelta a Ilumbe, por Gernika, y después tomé la carretera de la costa. Pasé el pueblo de largo, la gasolinera y la desviación de Punta Margúa. Llevé el coche unos tres kilómetros al norte, hasta los aledaños de la playa Ispilua, el lugar donde ese viejo pescador apellidado Ortune había pasado la tarde en la que Floren Malas-Etxebarria fue asesinado. Había un gran aparcamiento que estaba vacío. Cogí el camino del acantilado. Eran cerca de las once de la noche.
Según me aproximaba a la zona del restaurante Izarzelaia, comencé a ver un perímetro de cinta de plástico atada a varillas de acero. Protección civil había delimitado un área desde el borde del acantilado, posiblemente debido a los derrumbes. Un cartel de plástico indicaba que era una zona de RIESGO ALTO, así que me aparté todo lo que pude de allí.
Llegué al restaurante y lo pasé de largo. Imaginé ese encuentro entre los fotógrafos aficionados y el pescador que había leído en el informe policial. Fui visualizando esa narración que Félix Arkarazo había subrayado, empezando por la declaración de los dos fotógrafos:
«Hay una casa allí, plantada frente al acantilado, y pusimos el trípode justo enfrente. Estuvimos esperando a que cayera algún rayo, pero no pasaba gran cosa.»
Avancé por el pinar y llegué a la altura de la casa. Las luces del salón estaban apagadas, pero se veía un débil resplandor al otro lado. Las luces de la cocina. ¿La policía? O quizá solo fuera Dana. Miré la ventana del despacho de mi abuelo. Estaba encendida.
Agazapado detrás de la última línea de pinos, me quedé observando aquello. Recordé el resto de la frase que Félix había subrayado:
«Además, la casa tenía varias luces encendidas en la planta baja y aquello nos molestaba para las fotos nocturnas».
¿Cómo lo habría sabido Félix también? Bueno, el abuelo había dicho: «De niño se pasaba media vida en esta casa, jugando con tu madre», así que quizá él también encontró el error…