—A mí tendrán que sacarme con los pies por delante —aseguró el abuelo.
Subí al botellero y saqué un rioja «de los buenos». Dana estaba preparando un canapé y me hizo un gesto como para decirme «no la dejes cerca de Jon». Le guiñé un ojo y regresé al salón con cuatro vasos.
Mirari estaba admirando las esculturas de Jon, y Erin le decía que sus favoritas eran la colección de hipopótamos de madera que «caminaban» cerca de la chimenea.
—Son de Uganda. Hechos a mano por el artista de un pueblo. Compré toda la colección a cambio de una cámara de fotos y dos botellas de brandi.
Aquella era la casa de un marino y se notaba mirases donde mirases. Estatuillas africanas, tapices aztecas, máscaras de kabuki japonés. Había viejas pinturas de barcos, un gran mapa naval y libros para aburrir. Los libros que mi abuelo leía en sus largos viajes a bordo de gaseros y toneleros, durante treinta años. Y en la repisa de la chimenea, la foto que siempre viajó con él. Mi madre con doce años, entre mi abuela y él. Nada más. Los demás recuerdos estaban escondidos, quizá porque dolían demasiado.
Nos sentamos en el sofá y serví el vino. Me aseguré de quedarme con la botella.
—Tienes buen color… —El abuelo me pellizcó la mejilla—. Cuando quieras saber si alguien va a morir pronto, mírale las mejillas.
—Vaya forma de hablar. —Dana venía con unos pintxitos de queso y anchoa.
—Pero es verdad. Una vez, en Uruguay, tuvimos que atender a un hombre que se había caído al fondo de un silo. Cuando lo subieron decía que no le dolía nada, pero tenía el rostro blanco como un hueso. Esa noche ya estaba muerto.
—El doctor le ha dicho que no era nada —dijo Mirari—. Un golpe fuerte. Y lo de la memoria lo irá recuperando.
—Eso de la memoria también es preocupante… —El abuelo me señaló con un dedo—. ¿Sabes tu fecha de nacimiento? ¿Tu peso y altura?
—Todo eso lo sé. Lo único que me faltan son las cuarenta y ocho horas desde el viernes hasta el domingo —dije.
—¿Qué es lo último que recuerdas? —preguntó Dana.
«Un hombre muerto», estuve a punto de decir.
—El jueves estuvimos en la casa de Leire y Koldo haciendo un pícnic. Recuerdo estar allí, en el jardín, con sus mellizos. Nada más. Después me desperté en el hospital.
—Pero eso deja todo el viernes en blanco —dijo Dana—. ¿No recuerdas nada del viernes?
—No.
—Yo te puedo ayudar con eso —dijo Dana—. El jueves llegaste a la hora de la cena. No tenías hambre, pero jugaste una partida de continental. Os di una paliza a los dos. Al día siguiente bajaste pronto al pueblo. Desayunaste en el bar de Alejo y subiste el perriódico y el pan. A las once y media tenías que ir a trabajar a alguna casa.
—Txemi Parra —dijo Erin—, eso es lo que me dijo a mí.
—¿El actor? —Mirari arqueó una ceja por encima de sus gafas negras.
—Sí.
—¡Vaya clientela más selecta!
—¿No recuerdas haber ido allí? —preguntó Dana.
—No. Supongo que fui, pero no soy capaz de recordarlo. Tendré que llamarle para preguntárselo. Y también tengo que encontrar mi teléfono.
—Nueces —dijo de pronto mi abuelo—, ¿tenemos nueces? Son buenas para la memoria.
—Hay nueces —asintió Dana con la cabeza—, pero creo que lo que Álex necesita es tiempo. Tiempo y descanso.
4
Dana preparó la mesa en el salón. Comimos las alubias rojas que estaban exquisitas y de postre unas cuajadas caseras con miel (en mi caso, acompañada de un plato de nueces). Mirari, siempre tan educada, conversó amablemente con mi abuelo. Eran viejos conocidos y, evitando siempre hablar de mi madre, Mirari sabía entretenerle con chascarrillos del pueblo. ¿Qué fue del cartero aquel que siempre iba en bici? Se jubiló. Y el restaurante de las hermanas Zárate cerró, sí, pero no por esa historia que cuentan sobre un envenenamiento. En realidad, ganaron la lotería y ahora viven en Málaga.
Yo comí en silencio, sintiendo que el bulto de la nuca me dolía cada vez más. Además, notaba una leve ansiedad en el estómago, que trepaba hasta apretarme el cuello. Esa imagen del hombre muerto, que volvía una y otra vez. ¿Y si no era un sueño?
—¿Estás bien, Álex? —Erin me sacó de mis pensamientos.
—Sí, sí, solo estoy un poco cansado. Nada más.
—Este chico siempre está en Babia —gruñó mi abuelo.
—No diga eso, Jon —amortiguó Mirari—. Tiene aspecto de estar muy cansado.
Nada más terminar de comer, mientras Dana preparaba café, Mirari llamó a un taxi. «Lo que tienes que hacer es echarte en la cama y descansar.» Erin me dijo que vendría al día siguiente y le dije que estuviera tranquila. «Dicen que va a hacer buen día. Vete a hacer surf. Yo voy a ser un coñazo estos días…» Aunque en realidad había otro motivo para querer estar solo. Necesitaba pensar. Recordar todas esas imágenes que aparecían bailando en mi cabeza como un juego de tiro al pato.
Llegó el taxi. Dana las acompañó con un paraguas y yo subí a mi habitación y me eché en la cama. La cabeza me pesaba como si la llevara envuelta en una toalla mojada, y un temor creciente me agobiaba.
Mi abuelo apareció en la puerta.
—Eh, grumete. Me alegro de que todo haya salido bien.
—Gracias, aitite.
—Me diste un buen susto, ¿eh? Solo tengo un nieto. Recuérdalo y conduce con más cuidado.
—Lo haré.
—¿Qué pasó? ¿Te dormiste?
—No lo sé, aitite.
—Vale. Da igual. Sea lo que sea, es agua pasada. ¿Sabes qué ha sido de la furgoneta?
—Ni idea. Supongo que estará en alguna parte.
—Ya me encargo yo de preguntar. Anda. Ahora duérmete un rato.
Tomé dos paracetamoles y media Dormidina. Solo quería dejar pasar las horas y que mi cabeza comenzara a aclararse. Afuera seguía lloviendo y el viento bramaba. Punta Margúa se doblaba y la casa entera crujía. Una grieta recorría la pared norte de mi dormitorio: la grieta Calipso. Me quedé observándola. A veces, quizá eran imaginaciones mías, la veía agrandarse un poco y después volver a su sitio.
La casa estaba llena de grietas y las teníamos todas inventariadas y medidas, porque era algo que nos habían aconsejado hacía tiempo. El abuelo incluso les había dado nombres de fosas oceánicas: la grieta de las Marianas, en el cuarto de baño de la planta baja (desde el suelo hasta el techo); la grieta de Kermadec, en el salón (la mitad escondida tras la librería); la grieta de Tonga, que subía en paralelo a las escaleras…
Cerré los ojos. El doctor Olaizola había dicho que no debía forzar la máquina intentando recordar, pero lo hice casi de manera inconsciente. Traté de visualizar algo. Empecé por mi último recuerdo. Esa tarde en la preciosa casita de madera con Leire y Koldo. El robot cortacésped. La cháchara sobre las passive houses que apenas necesitaban energía para calentarse. Y esas insinuaciones sobre tener bebés. Logré encadenar una imagen muy vaga despidiéndonos de ellos y entrando en el coche con Erin.
—Koldo es de esas personas a las que les encanta escucharse a sí mismas, ¿no? ¡No ha parado de hablar de su casa en toda la tarde!
—Está muy orgulloso, eso es todo. Mi padre dice que es muy bueno en lo suyo.
—Y lo del robot cortacésped es casi como una vacilada.
—Qué suspicaz estás, Álex.
—Bueno, ¿y eso de tener niños?
Después me dormí y tuve un sueño. Volvía a aparecer en esa fiesta. Yo hablaba de Chet Baker a dos hombres. Uno de ellos era el barbudo de gafitas, el otro…
Un tipo enorme, con una mandíbula de oso que ríe escandalosamente. Viste un traje color tabaco. A su lado hay una mujer pelirroja, que está de espaldas a mí. Lleva un vestido muy sexy con la espalda abierta y me fijo en ella. Un buen trasero.
Les hablo de la tortuosa existencia de Chet Baker, a quien unos matones llegaron a romper la dentadura en una ocasión, por un asunto de drogas, con lo que arruinaron su carrera de trompetista. La verdad es que hablo sin parar. Creo que los estoy aburriendo.
El gigante se disculpa. «Perdón, un segundo.» Se marcha y regresa junto a esa pelirroja, que acaba de saludar a unos recién llegados. Yo me quedo a solas con el barbudo. Sus ojos de cuervo, negros y profundos, me miran como si estuviera planeando una travesura. Mira hacia atrás. Parece que quiere asegurarse de que estamos solos.
—Escúchame, Álex. —El humo del puro crea una especie de bruma entre nosotros dos—. Tú y yo tenemos que hablar de algo.
Entonces aparece esa mujer pelirroja, sonriendo. Es más mayor de lo que pensaba al verla por detrás. Me pone una mano en el hombro, cariñosa.
—Álex… No te estará aburriendo nuestro famoso escritor, ¿verdad?
¿Escritor?
El rumor de un trueno me despertó. Uno de esos bramidos de los dioses que viajan por encima de las nubes.
Había dejado de llover, pero el viento seguía aullando fuera de la casa. Podía oírlo rozando la fachada, intentando arrancar las tejas o las ramas de los árboles. Miré mi pequeña alarma de mesilla: las doce y veinte de la noche. Joder con la pastilla: me había hecho dormir casi cinco horas.
Pensé en ese sueño persistente de la fiesta. ¿Y si no fuera un sueño? Las imágenes se habían quedado pegadas a mi cabeza como hojas que se encallan en la orilla de un río. Podía recordarlas. ¿Eran recuerdos? Pero ¿qué hacía yo en esa casa, con toda esa gente desconocida? Y ese tipo de barbas ¿quién era?
¿Un escritor?
Nada tenía demasiado sentido. Recordaba a ese hombre en una fiesta, y después lo recordaba muerto, en el suelo de hormigón. ¿Y si todo fuera una jugarreta de mi subconsciente? Los sueños son así: absurdos. De pronto estás jugando un partido de tenis con tu profe de párvulos. O a bordo de un avión, sentado junto a la chica que te gustaba en el instituto. ¿Y si solo fuera una cara al azar que mi cerebro había entretejido con otras cosas?
No podía seguir acostado, las tripas me rugían. Me levanté de la cama y salí descalzo al pasillo. La casa entera dormía y la primera planta permanecía en silencio. Caminé a tientas sobre la alfombra. Pasé frente a la habitación de mi abuelo, que estaba a oscuras. Tampoco había luz en el dormitorio de Dana, al fondo del pasillo.
Bajé a la cocina. Dana había dejado una cazuela de bonito con tomate sobre la chapa. Me serví un buen trozo y me lo comí mientras ojeaba las revistas de pasatiempos y sudokus que había sobre la mesa. Eran parte de los «deberes» del abuelo. Cosas que los neurólogos habían sugerido. Juegos mentales, de memoria… incluyendo nuestras partidas de cartas. «Los ejercicios de estimulación cognitiva sirven para retrasar el deterioro de la memoria, solo eso, aunque son nuestra mejor baza.»
Nadie se atrevía a mencionar las palabras terribles: alzhéimer, demencia…, pero lo cierto es que el abuelo, sobre todo desde que murió mi madre, había empezado a tener pequeños despistes «cada vez más serios». Lagunas de memoria. Olvidos. Incluso momentos en los que parecía quedarse en blanco. Bueno, yo ahora sabía muy bien lo que era sentirse así, en blanco, incapaz de recordar. Era una sensación que te ahogaba si te centrabas en ella. ¿Cuándo comenzaría a recordar? El doctor Olaizola había dicho que «en unos días», pero ¿y si no era así?
Después de cenar fui al salón. El viento enviaba ráfagas de agua contra los cristales y agitaba la hierba y los abetos y rododendros del jardín norte. Al fondo, la negritud del océano, solo rota por las luces diminutas y lejanas de algún buque mercante.
Casi sin pensarlo, me acerqué a la estantería de libros. Mi abuelo tenía cientos de ellos, y afirmaba haber leído «más de mil» en sus tiempos como capitán de barco, cuando un libro era el mejor amigo en las larguísimas y monótonas travesías por los siete mares.
«Escritor», murmuré al recordar ese sueño, ese hombre de barbas hablándome en esa fiesta. «¿Eras escritor?»
Acaricié los lomos de aquellos libros, muchos de cuyos autores eran completos desconocidos para mí. He de admitir que no soy tan gran lector como mi abuelo. Lo que estaba buscando era un tipo «nacional» o, mejor dicho, «un tipo local». Un hombre de barbas y ojos negros de aguilucho.
Saqué un par de libros y miré la foto de los autores: tipos con el pelo color plata, o calvos, o con el pelo rubio. Aquello era inútil. Quizá solo debía esperar un poco más.
Algo sonaba en el jardín. El ruido de un golpeteo. Cogí una manta del sofá, me la puse sobre los hombros y abrí el ventanal. Una ráfaga heladora y un cielo polar me saludaron, pero ya no llovía. Un grupo de nubes rotas huía en desbandada, abriendo grandiosos claros de estrellas sobre el mar.