Se ha procedido a investigar la identidad de los dos paseantes descritos por D. Antxieta. Se los identifica como A. Mendizabal y su pareja R. Urquioz, ambos residentes en Bilbao. Se les toma declaración en la comisaría de Gernika.
Sobre la tarde de los hechos, A. Mendizabal expone lo siguiente:
«Mi novia Rakel y yo somos muy aficionados a la fotografía. Esa noche había previsión de tormenta eléctrica y fuimos a Punta Margúa en busca de una buena foto. Aparcamos el coche junto al camino, en el mirador. Eran las 18.30 (lo sé porque subimos una foto a Instagram desde el coche) y estuvimos allí esperando a que dejase de llover. En ese rato (unos quince minutos) no apareció nadie por el camino. De esto estoy seguro. Había solo un coche aparcado allí, un BMW negro.»
(Nota del agente: se trata de una berlina BMW 320, color negro, propiedad de Floren Malas-Etxebarria.)
«Después paró de llover y subimos caminando por el borde del acantilado. Hay una casa allí, plantada frente al acantilado, y pusimos el trípode justo enfrente. Estuvimos esperando a que cayera algún rayo, pero no pasaba gran cosa. Además, la casa tenía varias luces encendidas en la planta baja y aquello nos molestaba para las fotos nocturnas. Así que continuamos caminando hacia el oeste. Rakel se moría de frío y recordamos que había un restaurante por esa zona. Justo en ese instante, nos cruzamos con una persona que venía en nuestra dirección. Tenía pinta de pescador, de hecho iba con una caña en la mano. Le preguntamos si el restaurante estaba abierto y nos dijo que sí. Decidimos ir allí a tomar un caldo. Todo esto ocurrió sobre las siete. No nos cruzamos con nadie más ni vimos a nadie.»
Alguien (quizá Félix) había subrayado algunos fragmentos de este testimonio con un marcador fosforescente. En ese momento no le presté mucha atención.
La siguiente nota decía así:
Se ha procedido a identificar al pescador mencionado en el relato de A. Mendizabal. Se trata de I. Ortune, vecino de la localidad. Se le toma declaración al respecto:
«Yo había pasado la tarde pescando en Ispilua con otros tres amigos. A las seis y media recogimos porque no se aguantaba la lluvia. Cogí los bártulos y salí caminando dirección Ilumbe. Mis amigos querían llevarme en coche, pero yo preferí caminar. Las únicas personas con las que me crucé fueron un chico y una chica. Llevaban un equipo de fotografía y tenían una cara de frío terrible. Me preguntaron por el restaurante. Se lo indiqué y seguí para delante. Llegué al mirador y desde allí continué por la general hasta Ilumbe. Y en todo ese trayecto no me encontré con nadie más viniendo en mi dirección. Y mucho menos con ese pobre hombre».
El agente que hizo el informe añadía una anotación personal sobre estos tres testigos, la pareja de fotógrafos y el pescador. Decía que había «procedido a investigar sus posibles conexiones con el fallecido y sus antecedentes sin ningún resultado de relevancia». «El pescador es un hombre muy conocido en Ilumbe. La pareja de fotógrafos aficionados son un funcionario y una agente inmobiliaria de Bilbao, sin ninguna conexión familiar, profesional o de otro tipo con el fallecido.»
Pero había más.
El agente había continuado sus pesquisas por el lugar más lógico: la casa de Punta Margúa. ¿Dónde si no? Floren Malas-Etxebarria había salido del restaurante Iraizabal a eso de las siete de la tarde, con una actitud que —según la dueña del restaurante— «no era la actitud de nadie que piensa quitarse la vida, sino la de alguien que está ansioso por encontrarse con otra persona». Dos grupos de personas habían barrido el acantilado en sentidos opuestos minutos después de que Floren se precipitara al vacío. De manera que esa «supuesta persona» con la que Floren habría ido a reunirse o bien no existía, o bien se había escondido en alguna parte tras cometer su fechoría.
Y entre los posibles escondites, desde luego, la casa de Punta Margúa era uno que había que tener en cuenta. Las pesquisas se habían dirigido allí y los agentes habían realizado dos entrevistas.
Begoña Garaikoa, de cincuenta años de edad, que tiene su residencia habitual en Madrid, pero que en la tarde de autos se encontraba de visita en el domicilio de su padre (Jon Garaikoa, testigo número 8) por las vacaciones de Navidad. A la hora en que sucedieron los hechos relatados, se encontraba ausente, reunida para cenar con otras dos amigas (identificadas como Ane Rojas y Mirari de la Torre, testigos 9 y 10 respectivamente) en la casa de la primera, sita en carretera Atxur, 10, con el nombre Gure Ametsa. La testigo afirma que regresó a su domicilio sobre las 23.00 de esa noche (corroborado por las testigos antes mencionadas y por su padre, a continuación). Se da la circunstancia de que Begoña Garaikoa conoce al fallecido desde hace años. A la pregunta de si «pensaba que podría haberse tratado de un suicidio», la testigo muestra una convicción clara: «Floren llevaba unos años descarriado, bebiendo mucho y con grandes problemas profesionales. Yo no lo descartaría».
J. Garaikoa, de setenta años, residente habitual en la villa con número 1 del camino de Margúa, declara que pasó la tarde leyendo en la casa. No estaba atento a la ventana y no puede arrojar testimonios sobre lo que sucedió en la parte del acantilado que discurre frente al edificio. Tampoco percibió movimientos en su jardín o ruidos que pudieran delatar la presencia de algún intruso. «Fue una tarde de lo más normal —afirma—, había un aviso de tormenta, pero no pasó de ser una marejadilla muy suave. Después, sobre las ocho de la tarde, bajé a la cocina a preparar la cena. No todos los días tienes a la hija de visita, pero cuando lo tenía ya todo listo, me llamó para decirme que se quedaba a cenar con unas amigas. Así que cené y volví a mi despacho a terminar el libro.»
Félix había subrayado otras dos cosas en esta última página. Volví a releerlas y después recordé lo que había subrayado dos páginas antes.
Volví atrás. Leí el testimonio de los fotógrafos y del pescador.
Volví adelante. Leí el testimonio de mi madre y de mi abuelo.
Había algo allí. Algo que la policía había pasado por alto, pero no Félix.
¿Qué?
De pronto, el viento rugió y movió un poco la roulotte y casi al mismo tiempo yo sentí un escalofrío por todo el cuerpo.
Había oído algo.
Primero me asusté pensando que eran pasos, pero después el sonido se detuvo en seco. Un aleteo, producido por alguna de las partes móviles de la roulotte, vino a tomar el relevo de los «ruiditos extraños». El viento había vuelto a soplar y pensé que probablemente esos sonidos habían estado ahí todo el tiempo, solo que yo estaba demasiado concentrado en mi registro y mis lecturas.
Pasé a la siguiente página del informe. Eran las declaraciones de Ane y de Mirari. Ambas coincidían en la misma versión de los hechos. Su amiga Begoña estaba de visita y se habían reunido en la casa de Ane para pasar la tarde. Después, sobre las ocho, habían decidido cenar juntas. Según Ane, mi madre había abandonado Gure Ametsa a las diez y media de la noche…
Otro ruido me hizo levantar la cabeza. No era el viento. Ahora, de verdad, era algo muy parecido a unos pasos. Noté cómo el corazón aceleraba sus pulsaciones. ¿Había alguien ahí fuera? ¿Es posible que me hubieran seguido? ¿La policía?
Me levanté y apagué la luz. El interior de la roulotte quedó iluminado solo por el resplandor de la llama de queroseno. Afuera, volvió a oírse el aleteo de antes, el viento y el oleaje. Seguramente no era nada, pero me arrastré sobre el colchón de la cama hasta la luna trasera. Apoyé la cara ahí y miré en ambas direcciones, pero la oscuridad era total.
Iba a regresar al escritorio cuando volví a oír algo cortando el aire, a cierta velocidad. Definitivamente había alguien o algo ahí fuera, moviéndose. Quizá solo fuese un pequeño animal, pero no podía permanecer ni un segundo más sin echar un vistazo. Cogí la barra que había usado para reventar el candado de la puerta. Con ella entre los dedos, empujé la puerta de sopetón y salté a la hierba dispuesto a tumbar lo primero que viera moverse en la oscuridad. Miré a un lado, al otro. La noche, el viento, el aire silbando alrededor de aquella vieja roulotte… pero nada más. Con la barra por delante y el corazón a punto de salírseme del pecho, di un rodeo al remolque. Nada.
Mi GMC estaba aparcada a unos pocos metros de allí. La había dejado abierta y con las llaves puestas. Me acerqué a echar un vistazo, y en ese mismo instante unas luces parpadearon fugazmente en la oscuridad. ¡Había un coche! Estaba detenido a unos veinte metros de mi GMC, en la misma pista de hierba por la que yo había llegado. Entonces las luces de aquel coche volvieron a parpadear en la oscuridad y emitieron un corto beep.
Alguien lo había abierto. O cerrado. Y yo me quedé quieto, idiotizado, viendo apagarse esas luces. Pude ver el interior del coche por un instante. Estaba vacío.
Ante algo tan inesperado, el cerebro tarda en procesar la información. Tardé en llegar a la conclusión de que alguien estaba abriéndolo y cerrándolo en la distancia, posiblemente con una llave electrónica.
Casi al mismo tiempo, oí que algo se movía muy rápido a mi espalda.
«Qué listo», pensé.
No me dio tiempo ni para girarme. El golpe fue rápido y brutal. Recuerdo que todavía estaba moviendo mi brazo hacia atrás cuando escuché el ruido de mi cuerpo al caer contra la hierba.
Y después, la nada.
7
Es noche cerrada y estoy caminando hacia la fábrica Kössler, siguiendo mi rutina habitual. El robledal está en silencio, como siempre. El bosque duerme mientras lo atravieso calladamente.
Voy pensando en esa fiesta. Ane, ese rostro que me ha recordado a mi madre, a mis tiempos de niño en Ilumbe. También pienso en esas otras personas que he conocido esta noche. Gente extraña, como ese escritor de barbas. Denis y él han tenido una bonita bronca, ¿por qué? Algo me dice que hay muchas historias ocultas entre esa gente de la casa del faro.
Llego a la fábrica. Miro a un lado, al otro, me aseguro de que no hay nadie. Me acerco. Tiro de los portones y entro en la vieja nave. Y según lo hago, tengo la repentina sensación de no estar solo. Algo en el aire, quizá un aroma, me hace detenerme junto a la entrada.
—¡Hola! —digo en voz alta—. ¿Hola?
Saco la linterna frontal de mi mochila y la enciendo apuntando a esa inmensa oscuridad de la nave industrial. Entonces lo veo. Un hombre yace quieto en el suelo. No se mueve. ¿Un mendigo? ¿Un borracho que se ha quedado dormido? Vuelvo a saludar y le ilumino con el haz de mi linterna. Tiene una posición extraña. Hay algo preocupante en la forma en la que está tendido en el suelo.
Lo más inteligente sería darse la vuelta y largarse de allí, pero supongo que corre algo de sangre de buen samaritano por mis venas. Me acerco a él, muy despacio, sin dejar de saludar, de decir «¿Hola?» mientras le ilumino con la linterna. Pero al llegar a su altura, me doy cuenta de que el tipo no va a responderme jamás. Tiene un golpe en la cabeza. Está sangrando. Y la sorpresa no termina ahí.
Es ese hombre de la fiesta. El escritor.
«Yo conocí a tu madre —me había dicho esa noche—, era una gran mujer.»
El hombre está muerto. No necesito analizarlo demasiado. Nadie se pasa tanto tiempo con los ojos abiertos. Pero ¿cómo?, ¿por qué?, ¿por qué ALLÍ? Las preguntas se acumulan en mi cabeza mientras observo el cadáver y también algunos objetos que hay a su alrededor. Su cartera. Llaves. Una cámara fotográfica con un objetivo. Alguien le ha registrado…, un ladrón. Pero ¿sigue allí?
Voy a girarme, pero entonces noto que algo se mueve en la oscuridad. Un piano o un camión o algo muy parecido me cae encima. Y me voy al suelo y caigo enfrente de ese tipo. Veo su cara. Sus dos ojos negros, fijos, sin brillo.
El escritor me mira, quieto, en el suelo.
Está muerto.
Empiezo a perder la consciencia. Durante esos últimos segundos, el haz de mi linterna ilumina unos zapatos. Se acercan a mí. Se quedan parados a pocos centímetros de mi rostro. Pienso que me va a matar a mí también.
Escuché el ruido de un portazo. Me desperté y abrí los ojos, ¿dónde estaba? Había un volante frente a mí. El volante de mi furgoneta. Estaba sentado. ¿Es que me había quedado dormido conduciendo? ¿Qué había pasado? ¿Por qué me dolía tanto la cabeza?