El mentiroso – Mikel Santiago

Nerea dio la vuelta a una hoja impresa de Google Maps. Había tres puntos marcados en el mapa. La vieja fábrica. El polígono Idoeta y el lugar donde yo me había accidentado.

—Todo tendría más sentido si vinieras de ese polígono industrial, ¿no te parece? Además, si te dirigieras, por ejemplo, al hospital de Gernika, esa sería la ruta más lógica.

Yo me quedé en silencio, tratando de pensar. Aquellos dos polis ya habían trabajado una hipótesis, que de hecho era la correcta. No obstante, si tuvieran alguna prueba firme, no haría falta todo este suspense. ¿Y la sangre del cristal? ¿Es que no la habían encontrado aún?

—No sé si debería seguir hablando —dije—. Tengo la sensación de que estoy siendo acusado indirectamente.

—Solo estamos trazando hipótesis, Álex —dijo Arruti—. Intentando ayudarte a recordar.

Qué sonrisa más bonita sabía poner. Te daban ganas de confesarlo todo. Iba a llegar muy lejos en su carrera como detective.

—Hay un par de cosas que te conectan con el escenario del crimen —dijo entonces Erkoreka—. Pero eso no significa que tú seas el asesino. Quizá solo estabas allí.

«Vaya —pensé—, esa es buena.»

Resoplé un poco. Tomar aire es una de esas cosas importantes en la vida para centrar bien el tiro. Después los miré fijamente. Había algo en el fondo de sus miradas. Había dudas. Y decidí usarlas contra ellos, con todas mis fuerzas.

—Miren. Yo nunca he estado ahí. Ni me imagino una sola razón para haber ido allí, y menos con un hombre al que había conocido esa misma noche. Además, ¿por qué querría matar a Félix? No le conocía de nada. Ni siquiera sabía que era escritor hasta la semana pasada.

El poli miró a Nerea en silencio. Supongo que los había pillado con el pie cambiado. Se tomó unos segundos para responderme.

—Los motivos, en el caso de este hombre, son poderosos. Félix estaba a punto de publicar un libro. Ahora sabemos que utilizaba algunos métodos cercanos a la extorsión para conseguir sus historias. Quizá te estaba presionando con algo… o sabías que iba a publicar algo sobre ti. Te pusiste nervioso. Una cosa llevó a la otra…

—¿Algo sobre mí? Solo soy un tío que corta hierba.

—Félix era especialmente bueno encontrando secretos en las personas. Era amigo de tu madre. Quizá se refería a ella. Además, como tú acabas de decir, a lo mejor el tipo te tenía calado.

Respiré muy despacio. Bebí agua. Volví a respirar.

—Vale, pongamos que eso fuera cierto y yo tuviera un móvil. ¿Cómo sugieren que ocurrió todo? ¿Una pelea a pedradas en medio del bosque? Si yo quisiera matar a alguien, lo haría mucho mejor, desde luego.

Los polis se miraron en silencio. En el fondo, la cuestión era surrealista.

—No podemos responder a nada de eso, Álex —dijo el policía—. Esas preguntas tendrá que responderlas la persona que estuvo allí esa noche. Y créeme, esa persona va a aparecer muy pronto. La Científica ha peinado el lugar y ha localizado varios restos biológicos. Tenemos unas cuantas muestras de ADN listas ya para ser analizadas.

Dijo eso y se quedó callado, quizá aguardando alguna reacción por mi parte. Pero yo me había quedado petrificado.

—Bueno. Pues espero que tengan suerte y lo encuentren. ¿Algo más?

—No. —Arruti me miró con ojos mucho más inclementes que antes—. Por ahora.

Salí de aquella sala de interrogatorios con las piernas temblando y la camiseta empapada en sudor. Después, tal y como me habían prometido, me llevaron de vuelta a Punta Margúa, con mi pan y mi periódico.

Y no abrí la boca en todo el trayecto.

Erin se había enterado, por Denis, de que la policía estaba interrogando a todos los que estuvimos en aquella fiesta en Gure Ametsa. Había intentado localizarme en el móvil, pero como yo estaba ocupado mintiendo en comisaría, no había podido cogerlo. Así que, según entré por la puerta de la casa, Dana me dijo que la llamara.

—Parecía un poco nerviosa.

La llamé y me cogió al primer tono.

—Está todo el mundo muy revuelto. Dicen que sospechan de alguno de vosotros. Que alguien salió tras él cuando se fue de la fiesta.

—Yo creo que no tienen ni idea —respondí tranquilamente—, están dando palos de ciego.

Estaba muy subido ya en mi papel de mentiroso.

—Eso dice mi padre también —contestó Erin—. Además, ¿qué hacía Félix en ese lugar abandonado? Mi aita dice que fue a reunirse con alguien, seguramente algún asunto relacionado con sus deudas. Nos hemos enterado de que no había pagado ni siquiera sus cuotas de socio en el Club. Debía dinero a todo el mundo.

—Sí —dije yo—, parece que tenía a mucha gente en contra, y por motivos diferentes.

—Oye, ¿podríamos vernos esta tarde?

—¿Esta tarde?

—Sí… Quisiera verte. Hablar contigo…

Temía que Erin fuera a proponerme un plan, pero, sencillamente, no podía permitirme el lujo de esperar ni un día más antes de emprender mi viaje a Cantabria.

Le dije que tenía trabajo.

—Algunos clientes llevan esperándome casi dos semanas.

—Ah, vaya… —dijo un poco contrariada—. ¿Y por la noche? Estaré en la cabaña. Podrías venir. Cenamos y…

—Te llamo según vaya la tarde, ¿vale? —la corté un poco bruscamente.

—Okey —dijo Erin—. Llámame, por favor.

Su voz sonó a algo que me preocupó.

Dana estaba dando vueltas por la cocina y había escuchado toda mi conversación con Erin.

—¿He oído que vas a trabajar?

—Sí —respondí—. Un par de casas. Los jardines deben de estar como la jungla del amazonas.

Me levanté de la mesa y me dirigí a la puerta. Entonces Dana hizo algo sorprendente. Me cerró el paso.

—¿Puedo hablar contigo un instante? —dijo, mientras empujaba la puerta a su espalda.

—¿Qué? Pero…

—Verás…, yo no soy tu madrre, ni tu tía…, pero alguien tiene que hacerrlo.

—¿De qué hablas, Dana? Tengo un poco de prisa.

—Eres un gran chico. Me caes bien, Álex. Se ve de lejos que tienes mucho corazón.

—Gracias, Dana. Tú también me caes muy bien a mí…

—Vale. Entonces, solo quiero que sepas que puedes contar conmigo si necesitas hablar de algo. Cualquier prroblema que tengas. Sea lo que sea. Por horrible que parezca.

—¿Lo dices por todo esto de la poli? Solo me han llamado porque estuve en esa fiesta, Dana.

—Lo sé. Lo sé. He oído lo que se dice. Ya sabes, Dolores es una amiga de una amiga. También la han interrogado a ella, y radio macuto funciona de marravilla entre nosotras. Parece ser que hay un par de sospechosos entre los invitados. Nadie sabe quiénes son, pero al parecer, estas perrsonas no pueden explicar muy bien dónde estaban esa noche.

Dana era un mujer inteligente y bastó una mirada para entendernos.

—Sí, vale —dije—, yo tampoco puedo explicarlo. Pero no maté a ese tío.

—Lo sé —dijo Dana. Y esa frase sonó a verdad sin reparos—. No quiero interrogarte. Y tampoco hablaré de esto con nadie. Solo quierro que sepas que estoy aquí para lo que necesites, Álex.

Y repitió mirándome fijamente:

—Sea lo que sea.

Era como si sus ojos quisieran decir: «Lo sé todo. Y si, por cualquier razón, tú te cargaste a Félix, puedes contar conmigo para ayudarte a escurrir el bulto».

—Gracias, Dana —dije yo—. Y ahora, en serio, tengo prisa.

—Ten cuidado… Segando esa hierba.

—Lo tendré.

Las palabras de Dana y su mirada firme, penetrante, me acompañaron durante un buen rato mientras conducía esa tarde por la A-8 en dirección a Cantabria. ¿Cuánto sabía?… Porque estaba claro que sabía algo. Fui dándome cuenta de ello a medida que quemaba kilómetros de asfalto por la autopista.

La noche de la muerte de Félix Arkarazo, yo había sufrido un accidente y una terrible amnesia posterior. Y Dana había escuchado a la agente Arruti mencionar mi «extraña herida en la cabeza». Y si no bastaba con eso, durante la siguiente semana, yo me había mostrado repentinamente interesado por la vida y obra del escritor asesinado. Había leído su libro y discutido su vida con Dana. Joder. Pues claro que había atado cabos.

Después pensé en esos dos polis. Arruti y el otro. Sus miradas acusatorias, aunque insistían en que yo solo era ¿un testigo? Eso solo podía significar que aún no tenían pruebas contra mí. Habían encontrado «restos biológicos» —¿mi sangre en ese trozo de cristal?— y supongo que iban a contrastarlo con mi ADN, pero había leído al respecto e iban a necesitar una muestra del mío para poder contrastarlo. ¿De dónde lo sacarían? Entonces recordé esa amable invitación a tomar agua o café. El botellín de plástico que se había quedado sobre la mesa…

Solo era cuestión de tiempo hasta que esos análisis arrojaran la luz verde definitiva. Me quedaban solo unas horas y tenía que aprovecharlas para encontrar algo con lo que defenderme. El GPS indicaba un punto en la costa, al oeste de Santander. Era allí a donde me enviaban las coordenadas del TomTom de Félix Arkarazo. Y aquella era mi última oportunidad. La última baza que podía jugar en ese juego. Si eso no salía bien, tendría que decidir entre volver y entregarme, o seguir conduciendo en alguna dirección, posiblemente la frontera. Podría estar en Holanda en un par de días. Y desde allí…

Se puso a llover a la altura de Bilbao. Unas pocas gotas que pronto se convirtieron en un chaparrón. Conduje por la arteria central de ese gran monstruo industrial y de cemento que es el Gran Bilbao y que tiene su coletazo en las poblaciones de Portugalete y Santurce. Eran las cinco de la tarde, pero el cielo se oscurecía por momentos. Llegué a Castro con una especie de tormenta apocalíptica entrando por el mar, y cuando pasé Laredo, mis limpias ya iban a mil por hora. El teléfono comenzó a sonar. Lo miré. Era un número oculto.

El mismo número oculto me llamó tres veces en el tramo de veintiocho kilómetros que hay entre Laredo y la circunvalación de Santander, en Solares, y lo intentó otras dos veces hasta que llegué a Torrelavega. Para entonces ya me había dado cuenta de que aquello no podía ser nada bueno, pero un mensaje de Erin vino a confirmar mis peores sospechas.

Álex. La policía está en mi casa, preguntando por ti, ¿dónde estás?

Llegué a la salida que me marcaba el GPS, en un punto entre Santillana del Mar y San Vicente de la Barquera. Paré en una gasolinera y eché un vistazo al teléfono. Había dos mensajes más, uno de Nerea Arruti:

Álex, nos gustaría poder hablar contigo. Es bastante urgente. Llámanos cuando puedas.

Y otro de Dana:

Álex, la Ertzaintza anda buscándote. Han venido a casa y están charlando con tu abuelo.

Bajé de la GMC. Caminé por la gasolinera con la cabeza dándome vueltas. ¡Ya estaba! ¡El final! Y todo había ido más rápido de lo que podría anticipar. Desde el interior de la tiendecita, un empleado me miraba con suspicacia. Volví a la furgoneta, cogí la manguera de diésel y comencé a rellenar el depósito. Hacer cosas, mantenerme ocupado, había sido el mejor truco para centrar mis ideas desde que todo esto había empezado. Decidí apagar el móvil durante el resto del día. Silencio de radio hasta nueva orden.

Conduje bajo la lluvia, desesperado, deprimido, dudando si aquello tenía algún sentido. Estaba acabado. Los análisis de ADN habrían terminado por señalarme. ¿Qué pretendía hacer? Pero volví a animarme: aún tenía algo de margen y no podía permitirme sucumbir justo en ese momento.

Fui siguiendo las indicaciones del GPS y perdiéndome por un laberinto de carreterillas rurales, pasando pueblos pequeños, primero, barrios de dos o tres casas, después, y finalmente llegué al mar, a un punto de la costa cerca de unos barrancos, donde según mi GPS se ubicaba aquel refugio de Félix Arkarazo.

El punto en el mapa parecía no tener demasiado sentido. La carretera iba a morir en una larga y bella alfombra de color verde, frente a un mar de color plata. No se veían casas en la distancia y todo lo que seguía a continuación era un carril levemente dibujado sobre la hierba. ¿A dónde coño llevaba?

Aceleré y me metí por ahí, pero mantuve la GMC a una buena distancia del borde del barranco. El viento soplaba enfurecido, tanto que un pedazo de camioneta como la GMC daba algún bandazo de vez en cuando. La luz era ya casi penumbra y el aguacero que caía no ayudaba a distinguir nada. Estaba, literalmente, conduciendo por un oscuro terreno de hierba. Mis faros iban iluminando las peligrosas concavidades del acantilado. El mar rompía a unos veinte metros, en un lecho de rocas negras. Metí segunda y fui apartándome de eso con cuidado. Cada vez estaba más cerca. Según mi GPS, debería tenerlo casi frente a mí, pero allí no había nada más que hierba.

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